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vendredi, 06 mars 2009

El postneoliberalismo y sus bifurcaciones

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El postneoliberalismo y sus bifurcaciones

 

Ana Esther Ceceña
Observatorio Latinoamericano de Geopolítica

 

 

El neoliberalismo tocó fin definitivamente con la crisis estallada en 2008. No hay vuelta atrás. El mercado, por sí mismo, es autodestructivo. Necesita soportes y contenedores. La sociedad capitalista, arbitrada por el mercado, o bien se depreda, o bien se distiende. No tiene perspectivas de largo plazo.

Después de 30 años de neoliberalismo ocurrieron las dos cosas. La voracidad del mercado llevó a límites extremos la apropiación de la naturaleza y la desposesión de los seres humanos. Los territorios fueron desertificados y las poblaciones expulsadas. Los pueblos se levantaron y la catástrofe ecológica, con un altísimo grado de irreversibilidad, comenzó a manifestarse de manera violenta.

Los pueblos se rebelaron contra el avance del capitalismo bloqueando los caminos que lo llevaban a una mayor apropiación. Levantamientos armados cerraron el paso a las selvas; levantamientos civiles impiden la edificación de represas, la minería intensiva, la construcción de carreteras de uso pesado, la privatización de petróleo y gas y la monopolización del agua. El mercado, solo, no podía vencer a quienes ya estaban fuera de su alcance porque habían sido expulsados y desde ahí, desde el no-mercado, luchaban por la vida humana y natural, por los elementos esenciales, por otra relación con la naturaleza, por detener el saqueo.

El fin del neoliberalismo inicia cuando la medida de la desposesión toca la furia de los pueblos y los obliga a irrumpir en la escena.

Los cambios de fase

La sociedad capitalista contemporánea ha alcanzado un grado de complejidad que la vuelve altamente inestable. De la misma manera que ocurre con los sistemas biológicos (Prigogine, 2006), los sistemas sociales complejos tienen una capacidad infinita y en gran medida impredecible de reacción frente a los estímulos o cambios. El abigarramiento con el que se edificó esta sociedad, producto de la subsunción pero no eliminación de sociedades diferentes, con otras cosmovisiones, costumbres e historias, multiplica los comportamientos sociales y las percepciones y prácticas políticas a lo largo y ancho del mundo y abre con ello un espectro inmenso de sentidos de realidad y posibilidades de organización social.

La potencia cohesionadora del capitalismo ha permitido establecer diferentes momentos de lo que los físicos llaman equilibrio, en los que, a pesar de las profundas contradicciones de este sistema y del enorme abigarramiento que conlleva, disminuyen las tendencias disipadoras. No obstante, su duración es limitada. En el paso del equilibrio a la disipación aparecen constantemente las oportunidades de bifurcación que obligan al capitalismo a encontrar los elementos cohesionadores oportunos para construir un nuevo equilibrio o, en otras palabras, para restablecer las condiciones de valorización del capital. Pero siempre está presente el riesgo de ruptura, que apunta hacia posibles dislocamientos epistemológicos y sistémicos.

Los equilibrios internos del sistema, entendidos como patrones de acumulación en una terminología más económica, son modalidades de articulación social sustentadas en torno a un eje dinamizador u ordenador.

Un eje de racionalidad complejo que, de acuerdo con las circunstancias, adopta diferentes figuras: en la fase fordista era claramente la cadena de montaje para la producción en gran escala y el estado en su carácter de organizador social; en el neoliberalismo el mercado; y en el posneoliberalismo es simultáneamente el estado como disciplinador del territorio global, es decir, bajo el comando de su vertiente militar, y las empresas como medio de expresión directa del sistema de poder, subvirtiendo los límites del derecho liberal construido en etapas anteriores del capitalismo.

Los posneoliberalismos y las bifurcaciones

La incertidumbre acerca del futuro lleva a caracterizarlo más como negación de una etapa que está siendo rebasada. Si la modalidad capitalista que emana de la crisis de los años setenta, que significó una profunda transformación del modo de producir y de organizar la producción y el mercado, fue denominada por muchos estudiosos como posfordista; hoy ocurre lo mismo con el tránsito del neoliberalismo a algo diferente, que si bien ya se perfila, todavía deja un amplio margen a la imprevisión.

Posfordismo se enuncia desde la perspectiva de los cambios en el proceso de trabajo y en la modalidad de actuación social del estado; neoliberalismo desde la perspectiva del mercado y del relativo abandono de la función socializadora del estado. En cualquiera de los dos casos no tiene nombre propio, o es un pos, y en ese sentido un campo completamente indefinido, o es un neo, que delimita aunque sin mucha creatividad, que hoy están dando paso a otro pos, mucho más sofisticado, que reúne las dos cualidades: posneoliberalismo. Se trata de una categoría con poca vida propia en el sentido heurístico, aunque a la vez polisémica. Su virtud, quizá, es dejar abiertas todas las posibilidades de alternativa al neoliberalismo -desde el neofascismo hasta la bifurcación civilizatoria-, pero son inciertas e insuficientes su fuerza y cualidades explicativas.

En estas circunstancias, para avanzar en la precisión o modificación del concepto es indispensable detenerse en una caracterización de escenarios, entendiendo que el espectro de posibilidades incluye alternativas de reforzamiento del capitalismo -aunque sea un capitalismo con más dificultades de legitimidad-; de construcción de vías de salida del capitalismo a partir de las propias instituciones capitalistas; y de modos colectivos de concebir y llevar a la práctica organizaciones sociales nocapitalistas.

Trabajar todos los niveles de abstracción y de realidad en los que este término ocupa el espacio de una alternativa carente de apelativo propio, o el de alternativas diversas en situación de coexistencia sin hegemonismos, lo que impide que alguna otorgue un contenido específico al proceso superador del neoliberalismo.

El posneoliberalismo del capital

Aun antes del estallido de la crisis actual, ya eran evidentes los límites infranqueables a los que había llegado el neoliberalismo. La bonanza de los años dorados del libre mercado permitió expandir el capitalismo hasta alcanzar, en todos sentidos, la escala planetaria; garantizó enormes ganancias y el fortalecimiento de los grandes capitales, quitó casi todos los diques a la apropiación privada; flexibilizó, precarizó y abarató los mercados de trabajo; y colocó a la naturaleza en situación de indefensión. Pero después de su momento innovador, que impuso nuevos ritmos no sólo a la producción y las comunicaciones sino también a las luchas sociales, empezaron a aparecer sus límites de posibilidad.

Dentro de éstos, es importante destacar por lo menos tres, referidos a las contradicciones inmanentes a la producción capitalista y su expresión específica en este momento de su desarrollo y a las contradicciones correspondientes al proceso de apropiación y a las relaciones sociales que va construyendo:

1. El éxito del neoliberalismo en extender los márgenes de expropiación, lo llevó a corroer los consensos sociales construidos por el llamado estado del bienestar, pero también a acortar los mercados. La baja general en los salarios, o incluso en el costo de reproducción de la fuerza de trabajo en un sentido más amplio, fue expulsándola paulatinamente del consumo más sofisticado que había alcanzado durante el fordismo.

La respuesta capitalista consistió en reincorporar al mercado a esta población, cada vez más abundante, a través de la producción de bienes precarios en gran escala. No obstante, esta reincorporación no logra compensar ni de lejos el aumento en las capacidades de producción generadas con las tecnologías actuales, ni retribuir las ganancias esperadas. El grado de apropiación y concentración, el desarrollo tecnológico, la mundialización tanto de la producción como de la comercialización, es decir, el entramado de poder objetivado construido por el capital no se corresponde con las dimensiones y características de los entramados sociales. Es un poder que empieza a tener problemas serios de interlocución.

2. Estas enormes capacidades de transformación de la naturaleza en mercancía, en objeto útil para el capital, y la capacidad acumulada de gestión económica, fortalecida con los cambios de normas de uso del territorio y de concepción de las soberanías, llevaron a una carrera desatada por apropiarse todos los elementos orgánicos e inorgánicos del planeta. Conocer las selvas, doblegarlas, monopolizarlas, aislarlas, separarlas en sus componentes más simples y regresarlas al mundo convertidas en algún tipo de mercancía fue -es- uno de los caminos de afianzamiento de la supremacía económica; la ocupación de territorios para convertirlos en materia de valorización. Paradójicamente, el capitalismo de libre mercado promovió profundos cercamientos y amplias exclusiones. Pero con un peligro: Objetivar la vida es destruirla.

Con la introducción de tecnologías de secuenciación industrial, con el conocimiento detallado de genomas complejos con vistas a su manipulación, con los métodos de nanoexploración y transformación, con la manipulación climática y muchos otros de los desarrollos tecnológicos que se han conocido en los últimos 30 años, se traspasó el umbral de la mayor catástrofe ecológica registrada en el planeta. Esta lucha del capitalismo por dominar a la naturaleza e incluso intentar sustituirla artificialmente, ha terminado por eliminar ya un enorme número de especies, por provocar desequilibrios ecológicos y climáticos mayores y por poner a la propia humanidad, y con ella al capitalismo, en riesgo de extinción.

Pero quizá los límites más evidentes en este sentido se manifiestan en las crisis de escasez de los elementos fundamentales que sostienen el proceso productivo y de generación de valor como el petróleo; o de los que sostienen la producción de la vida, como el agua, en gran medida dilapidada por el mal uso al que ha sido sometida por el propio proceso capitalista. La paradoja, nuevamente, es que para evitar o compensar la escasez, se diseñan estrategias que refuerzan la catástrofe como la transformación de bosques en plantíos de soja o maíz transgénicos para producir biocombustibles, mucho menos rendidores y tan contaminantes y predatorios como el petróleo.

El capitalismo ha demostrado tener una especial habilidad para saltar obstáculos y encontrar nuevos caminos, sin embargo, los niveles de devastación alcanzados y la lógica con que avanza hacia el futuro permiten saber que las soluciones se dirigen hacia un callejón sin salida en el que incluso se van reduciendo las condiciones de valorización del capital.

3. Aunque el neoliberalismo ha sido caracterizado como momento de preponderancia del capital financiero, y eso llevó a hablar de un capitalismo desterritorializado, en verdad el neoliberalismo se caracterizó por una disputa encarnizada por la redefinición del uso y la posesión de los territorios, que ha llevado a redescubrir sociedades ocultas en los refugios de selvas, bosques, desiertos o glaciares que la modernidad no se había interesado en penetrar. La puesta en valor de estos territorios ha provocado una ofensiva de expulsión, desplazamiento o recolonización de estos pueblos, que, evidentemente, se han levantado en contra.

Esto, junto con las protestas y revueltas originadas por las políticas de ajuste estructural o de privatización de recursos, derechos y servicios promovidas por el neoliberalismo, ha marcado la escena política desde los años noventa del siglo pasado. Las condiciones de impunidad en que se generaron los primeros acuerdos de libre comercio, las primeras desregulaciones, los despojos de tierras y tantas otras medidas impulsadas desde la crisis y reorganización capitalista de los años setenta-ochenta, cambiaron a partir de los levantamientos de la década de los noventa en que se produce una inflexión de la dinámica social que empieza a detener las riendas sueltas del neoliberalismo.

No bastaba con darle todas las libertades al mercado. El mercado funge como disciplinador o cohesionador en tanto mantiene la capacidad desarticuladora y mientras las fuerzas sociales se reorganizan en correspondencia con las nuevas formas y contenidos del proceso de dominación. Tampoco podía ser una alternativa de largo plazo, en la medida que la voracidad del mercado lleva a destruir las condiciones de reproducción de la sociedad.

El propio sistema se vio obligado a trascender el neoliberalismo trasladando su eje ordenador desde la libertad individual (y la propiedad privada) promovida por el mercado hacia el control social y territorial, como medio de restablecer su posibilidad de futuro. La divisa ideológica del "libre mercado" fue sustituida por la "seguridad nacional" y una nueva fase capitalista empezó a abrirse paso con características como las siguientes:

1. Si el neoliberalismo coloca al mercado en situación de usar el planeta para los fines del mantenimiento de la hegemonía capitalista, en este caso comandada por Estados Unidos, en esta nueva fase, que se abre junto con la entrada del milenio, la misión queda a cargo de los mandos militares que emprenden un proceso de reordenamiento interno, organizativo y conceptual, y uno de reordenamiento planetario.

El cambio de situación del anteriormente llamado mundo socialista ya había exigido un cambio de visión geopolítica, que se corresponde con un nuevo diseño estratégico de penetración y control de los territorios, recursos y dinámicas sociales de la región centroasiática. El enorme peso de esta región para definir la supremacía económica interna del sistema impidió, desde el inicio, que ésta fuera dejada solamente en las manos de un mercado que, en las circunstancias confusas y desordenadas que siguieron al derrumbe de la Unión Soviética y del Muro de Berlín, podía hacer buenos negocios pero no condiciones de reordenar la región de acuerdo con los criterios de la hegemonía capitalista estadounidense. En esta región se empieza a perfilar lo que después se convertiría en política global: el comando militarizado del proceso de producción, reproducción y espacialización del capitalismo de los albores del siglo XXI.

2. Esta militarización atiende tanto a la potencial amenaza de otras coaliciones hegemónicas que dentro del capitalismo disputen el liderazgo estadounidense como al riesgo sistémico por cuestionamientos y construcción de alternativas de organización social no capitalistas. Sus propósitos son el mantenimiento de las jerarquías del poder, el aseguramiento de las condiciones que sustentan la hegemonía y la contrainsurgencia. Supone mantener una situación de guerra latente muy cercana a los estados de excepción y una persecución permanente de la disidencia.

Estos rasgos nos llevarían a pensar rápidamente en una vuelta del fascismo, si no fuera porque se combinan con otros que lo contradicen y que estarían indicando las pistas para su caracterización más allá de los "neos" y los "pos".

Las guerras, y la política militar en general, han dejado de ser un asunto público. No solamente porque muchas de las guerras contemporáneas se han enfocado hacia lo que se llama "estados fallidos", y en ese sentido no son entre "estados" sino de un estado contra la sociedad de otra nación, sino porque aunque sea un estado el que las emprende lo hace a través de una estructura externa que una vez contratada se rige por sus propias reglas y no responde a los criterios de la administración pública.

El outsourcing, que se ha vuelto recurrente en el capitalismo de nuestros días, tiene implicaciones muy profundas en el caso que nos ocupa. No se trata simplemente de privatizar una parte de las actividades del estado sino de romper el sentido mismo del estado. La cesión del ejercicio de la violencia de estado a particulares coloca la justicia en manos privadas y anula el estado de derecho. Ni siquiera es un estado de excepción. Se ha vaciado de autoridad y al romper el monopolio de la violencia la ha instalado en la sociedad.

En el fascismo había un estado fuerte capaz de organizar a la sociedad y de construir consensos. El estado centralizaba y disciplinaba. Hoy apelar al derecho y a las normas establecidas colectivamente ha empezado a ser un disparate y la instancia encargada de asegurar su cumplimiento las viola de cara a la sociedad. Ver, si no, los ejemplos de Guantánamo o de la ocupación de Irak.

Con la reciente crisis las instituciones capitalistas más importantes se han desfondado. El FMI y el Banco Mundial son repudiados hasta por sus constructores. Estamos entrando a un capitalismo sin derecho, a un capitalismo sin normas colectivas, a un capitalismo con un estado abiertamente faccioso. Al capitalismo mercenario.

El posneoliberalismo nacional alternativo

Otra vertiente de superación del neoliberalismo es la que protagonizan hoy varios estados latinoamericanos que se proclaman socialistas o en transición al socialismo y que han empezado a contravenir, e incluso revertir, la política neoliberal impuesta por el FMI y el Banco Mundial. Todas estas experiencias que iniciaron disputando electoralmente la presidencia, aunque distintas entre sí, comparten y construyen en colaboración algunos caminos para distanciarse de la ortodoxia dominante.

Bolivia, Ecuador y Venezuela, de diferentes maneras y con ritmos propios, impulsan políticas de recuperación de soberanía y de poder participativo, que se ha plasmado en las nuevas Constituciones elaboradas por sus sociedades.

La disputa con el FMI y el Banco Mundial ha determinado un alejamiento relativo de sus políticas y de las propias instituciones, al tiempo que se inicia la creación de una institucionalidad distinta, todavía muy incipiente, a través de instancias como el ALBA, el Banco del Sur, Petrocaribe y otras que, sin embargo, no marcan una pauta anticapitalista en sí mismas sino que apuntan, por el momento, a constituir un espacio de mayor independencia con respecto a la economía mundial, que haga propicia la construcción del socialismo. Considerando que, aun sin tener certeza de los resultados, se trata en estos casos por lo menos de un escenario posneoliberal diferente y confrontado con el que desarrollan las potencias dominantes, es conveniente destacar algunos de sus desafíos y paradojas.

1. Para avanzar en procesos de recuperación de soberanía, indispensable en términos de su relación con los grandes poderes mundiales --ya sea que vengan tras facetas estatales o empresariales--, y para emprender proyectos sociales de gran escala bajo una concepción socialista, requieren un fortalecimiento del estado y de su rectoría. Lo paradójico es que este estado es una institución creada por el propio capitalismo para asegurar la propiedad privada y el control social.

2. Los procesos de nacionalización emprendidos o los límites impuestos al capital transnacional, pasándolo de dueño a prestador de servicios, o a accionista minoritario, marca una diferencia sustancial en la capacidad para disponer de los recursos estratégicos de cada nación. La soberanía, en estos casos, es detentada y ejercida por el estado, pero eso todavía no transforma la concepción del modo de uso de estos recursos, al grado de que se estimulan proyectos de minería intensiva, aunque bajo otras normas de propiedad. Para un "cambio de modelo" esto no es suficiente, es un primer paso de continuidad incierta, si bien representa una reivindicación popular histórica.

3. El reforzamiento del interés nacional frente a los poderes globales o transnacionales va acompañado de una centralización estatal que no resulta fácilmente compatible con la plurinacionalidad postulada por las naciones o pueblos originarios, ni con la idea de una democracia participativa que acerque las instancias de deliberación y resolución a los niveles comunitarios.

4. Las Constituyentes han esbozado las líneas de construcción de una nueva sociedad. En Bolivia y Ecuador se propone cambiar los objetivos del "desarrollo" por los del "buen vivir", marcando una diferencia fundamental entre la carrera hacia delante del desarrollo con la marcha horizontal e incluso circular del buen vivir, que llamaría a recordar la metáfora zapatista de caminar al paso del más lento. La dislocación epistemológica que implica trasladarse al terreno del buen vivir coloca el proceso ya en el camino de una bifurcación societal y, por tanto, la discusión ya no es neoliberalismo o posneoliberalismo sino eso otro que ya no es capitalista y que recoge las experiencias milenarias de los pueblos pero también la crítica radical al capitalismo. Los apelativos son variados: socialismo comunitario, socialismo del siglo XXI, socialismo en el siglo XXI, o ni siquiera socialismo, sólo buen vivir, autonomía comunitaria u horizontes emancipatorios.

Ahora bien, la construcción de ese otro, que genéricamente podemos llamar el buen vivir, tiene que salirse del capitalismo pero a la vez tiene que transformar al capitalismo, con el riesgo, siempre presente, de quedar atrapado en el intento porque, entre otras razones, esta búsqueda se emprende desde la institucionalidad del estado (todavía capitalista), con toda la carga histórica y política que conlleva.

El posneoliberalismo de los pueblos

Otro proceso de salida del neoliberalismo es el que han emprendido los pueblos que no se han inclinado por la lucha electoral, fundamentalmente porque han decidido de entrada distanciarse de la institucionalidad dominante. En este proceso, con variantes, se han involucrado muchos de los pueblos indios de América, aunque no sólo, y su rechazo a la institucionalidad se sustenta en la combinación de las bifurcaciones con respecto a la dominación colonial que hablan de rebeliones larvadas a lo largo de más de 500 años, con las correspondientes a la dominación capitalista. Las naciones constituidas en el momento de la independencia de España y Portugal en realidad reprodujeron las relaciones de colonialidad interna y por ello no son reconocidas como espacios recuperables.

La resistencia y las rebeliones se levantan a veces admitiendo la nación, más no el estado, como espacio transitorio de resistencia, y a veces saltando esta instancia para lanzarse a una lucha anticapitalista-anticolonial y por la construcción-reconstrucción de formas de organización social simplemente distintas.

Desde esta perspectiva el proceso se realiza en los espacios comunitarios, transformando las redes cotidianas y creando condiciones de autodeterminación y autosustentación, siempre pensadas de manera abierta, en interlocución y en intercambio solidario con otras experiencias similares.

Recuperar y recrear formas de vida propias, humanas, de respeto con todos los otros seres vivos y con el entorno, con una politicidad libre y sin hegemonismos. Democracias descentradas. Este es el otro camino de salida del neoliberalismo, que sería muy empobrecedor llamar posneoliberalismo porque, incluso, es difícil de ubicar dentro del mismo campo semántico. Y todos sabemos que la semántica es también política y que también ahí es preciso subvertir los sentidos para que correspondan a los nuevos aires emancipatorios.

Lo que viene después del neoliberalismo es un abanico abierto con múltiples posibilidades. No estrechemos el horizonte cercándolo con términos que reducen su complejidad y empequeñecen sus capacidades creativas y emancipatorias. El mundo está lleno de muchos mundos con infinitas rutas de bifurcación. A los pueblos en lucha toca ir marcando los caminos.

Bibliografía

Acosta, Alberto 2008 "La compleja tarea de construir democráticamente una sociedad democrática" en Tendencia N° 8 (Quito).

Prigogine, Ilya 2006 (1988) El nacimiento del tiempo (Argentina: Tusquets).

Constitución de la República del Ecuador 2008.

Asamblea Constituyente de Bolivia 2007 Nueva Constitución Política del Estado (documento oficial)

samedi, 21 février 2009

Drechos humanos vs. Derechos ciudadanos

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Derechos humanos vs. Derechos ciudadanos

 

 

                                                                                       Alberto Buela (*)

 

Hace ya muchos años el pensador croata Tomilslav Sunic realizaba la distinción entre derechos humanos y derechos de los pueblos tomando partido por estos últimos.

No es para menos, los derechos humanos tienen un anclaje filosófico en la ideología de la ilustración de corte político liberal mientras que los derechos de los pueblos fundan su razón de ser en el historicismo romántico de corte popular.

Hoy ya es un lugar común - luego de la afirmación de Proudhon (1809-1965), el padre del anarquismo, “cada vez que escucho humanidad sé que quieren engañar” - cuestionar la incoherencia de la Ilustración en materia política, así como la exaltación de la razón humana como “diosa razón”.

Este pensamiento ilustrado sufre una metamorfosis clara que va desde sus inicios con el laicismo libertario de la Enciclopedia y el racionalismo, pasa por el socialismo democrático y desemboca en nuestros días en el llamado “progresismo” que se expresa en la ideología de la cancelación como bien lo hace notar el muy buen pensador español Javier Esparza: “ que consiste en aquella convicción según la cual la felicidad de las gentes y el progreso de las naciones exige cancelar todos los viejos obstáculos nacidos del orden tradicional” [1]

 

La gran bandera del pensamiento “progre” es y han sido los derechos humanos donde ya se habla de derechos de segunda y tercera generación. Esta multiplicación de derechos humanos por doquier ha logrado un entramado, una red política e ideológica que va ahogando la capacidad de pensar fuera de su marco de referencia. Así el pensamiento políticamente correcto se referencia necesariamente en los derechos humanos y éstos en aquél cerrando un círculo hermenéutico que forma una ideología incuestionable.

Esta alimentación mutua se da en todas las formulaciones ideológicas que se justifican a sí mismas, como sucedió con la ideología de la tecnología en los años sesenta donde la tecnología apoyada en la ciencia le otorgaba a la ciencia un peso moral que ésta no tenía, hasta que la tecnología llevaba a la práctica o ponía en ejecución los principios especulativos de aquélla.

Se necesita entonces un gran quiebre, una gran eclosión, el surgimiento de una gran contradicción para poder quebrar esta mutua alimentación. Mutatis mutandi, Thomas Khun hablaba de quiebre de los paradigmas, claro que no para hablar de este tema, sino para explicar la estructura de las revoluciones científicas.

 

Los derechos humanos tal como están planteados hoy por los gobiernos progresistas están mostrando de manera elocuente que comienzan a “hacer agua”, a entrar en contradicciones serias.

En primer lugar estos derechos humanos de segunda o tercera generación han dejado o han perdido su fundamento en la inherencia a la persona humana para ser establecidos por consenso. Consenso de los lobbies o grupos de poder que son los únicos que consensuan, pues los pueblos eligen y se manifiestan por sí o por no. Aut- Aut, Liberación o dependencia, Patria o colonia, etc. Es por eso que hoy se multiplican por cientos: derecho al aborto, al matrimonio gay, a la eutanasia, derecho a la memoria por sobre la historia, a la protección a las jaurías de perros que por los campos matan las ovejas a diestra y siniestra (en la ciudad de La Paz- Bolivia hay 60.000 perros sueltos) [2]. Cientos de derechos que se sumaron a los de primera generación: a la vida, al trabajo, a la libertad de expresión, a la vivienda, al retiro digno, a la niñez inocente y feliz, etc.

Ese amasijo de derechos multiplicados ha hecho que todo el discurso político “progre” sea inagotable. Durante horas pueden hablar Zapatero y cualquiera de su familia de ideas sin entrar en contradicciones manifiestas y, por supuesto, sin dejar de estar ubicado siempre en la vanguardia. La vanguardia es su método.

Pero cuando bajamos a la realidad, a la dura realidad de la vida cotidiana de los ciudadanos de a pié de las grandes ciudades nos encontramos con la primera gran contradicción: Estos derechos humanos, proclamados hasta el hartazgo, no llegan al ciudadano. No los puede disfrutar, no nos puede ejercer.

El ciudadano medio hoy en Buenos Aires no puede viajar en colectivo (bus) porque no tiene monedas, es esclavizado a largas colas para conseguirlas. Es sometido al robo diario y constante. Viaja en trenes desde los suburbios al centro como res, amontonado como bosta de cojudo. Las mujeres son vejadas en su dignidad por el manoseo que reciben. Los pibes de la calle y los peatones sometidos al mal humor de los automovilistas (hay 8000 muertes por año). Llevamos el record de asesinatos, alrededor de 12.000 al año. Los pobres se la rebuscan como gato entre la leña juntando cartón y viviendo en casas ocupadas en donde todo es destrucción. Quebrado el sistema sanitario la automedicación se compra, no ya en las farmacias, sino en los kioscos de cigarrillos. El paco y la droga al orden del día se lleva nuestros mejores hijos, mientras que la educación brilla por su ausencia con la falta de clases (los pibes tienen menos de 150 días al año).

 

Siguiendo estos pocos ejemplos que pusimos nos preguntamos y preguntamos ¿Dónde están los derechos humanos a la libre circulación, a la seguridad, a la dignidad, a la vida, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la moralidad pública, a los 180 días de clases que fija la ley?. No están ni realizados ni plasmados y  no tienen ninguna funcionalidad político social como deberían tener. Así los derechos humanos en los gobiernos progresistas son derechos “declamados” no realizados. Es que este tipo de gobiernos no gobiernan sino que simplemente administran los conflictos, no los resuelven.

En este caso específico que tratamos aquí los derechos ciudadanos mínimos han sido lisa y llanamente conculcados. La dura realidad de la vida así nos lo muestra, y el que no lo quiera ver es porque simplemente mira pero no ve.

La gran contradicción de lo políticamente correcto en su anclaje con los derechos humanos en su versión ideológica es que estos por su imposibilidad de aplicación han quedado reducidos a nivel de simulacro. Hoy gobernar es simular.

 

Y acá surge la paradoja que en nombre de una multiplicidad infinita de derechos humanos, estos mismos derechos de segunda o tercera generación han tornado irrealizables los sanos y loables derechos humanos del 48 que tenían su fundamento en las necesidades prioritarias de la naturaleza humana. Han venido a ser como el perro del hortelano que no come ni deja comer. Todo esto tiene solo una víctima, los pueblos, las masas populares que padecen el ideologísmo de los ilustrados “progres” que los gobiernan.

Un ejemplo final lo dice todo: año1826, primer presidente argentino González Rivadavia, un afrancesado en todo menos en la jeta de mulato resentido, alumbró 14 cuadras de la aldea que era Buenos Aires, en la cuadra 15 los perros cimarrones se comían a los viandantes. Siempre el carro delante del caballo.

 

 

 

(*) alberto.buela@gmail.com

 



[1] Esparza, Javier: “Para entender al zapaterismo: entre el mesianismo y la ideología de la cancelación”, Razón Española Nº 153, Madrid, enero-febrero 2009, p.10

[2] Hay quienes hablan hoy de “derechos humanos de los animales” un verdadero hierro de madera.

mardi, 17 février 2009

Les sortilèges du capitalisme et le réenchantement du monde

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Les sortilèges du capitalisme et le réenchantement du monde

Trouvé sur: http://www.polemia.com/ 

Dans le monde moderne, « tout fonctionne et le fonctionnement entraîne toujours un nouveau fonctionnement, et la technique arrache toujours davantage l’homme à la terre (*). » écrit Heidegger (« Essais et conférences, la question de la technique »). Le principe de l’arraisonnement du monde s’autoalimente en dispositifs toujours plus techniques.

Kant avait déjà noté que la raison arraisonne. Dans le monde moderne la pensée se trouve coupée en deux, la pensée méditante, de plus en plus réduite, et la pensée instrumentale, de plus en plus envahissante. En d’autres termes, les arts mécaniques supplantent les arts libéraux. Au rationalisme qui calcule, met en coupe réglée le monde, il serait tentant d’opposer l’irrationalisme. Mais ce n’est pas ce dernier qui remédie aux maux du premier. Le problème est moins celui de la prédominance des arts mécaniques sur les arts libéraux que de leur disjonction. Le turbocapitalisme et sa logique financière relèvent plus de la magie que de la raison. C’est du coté du monde arraisonné par la technique marchandisante que se situent les sortilèges, et cela dans un processus qui a été bien été mis en lumière par Philippe Pignarre et Isabelle Stengers dans « La sorcellerie capitaliste. Pratiques de désenvoûtement » (La Découverte, 2005).

C’est pourquoi le dépassement du capitalisme ne peut se faire que dans et par le même mouvement que celui de dépassement de l’imaginaire de la marchandise, comme l’ont montré  Ludovic Duhem et Eric Verdure (« Faillite du capitalisme et réenchantement du monde, L’Harmattan », 2006). En conséquence tant de l’épuisement des ressources naturelles que, plus encore, de l’impératif de ménager les ressources humaines, Il va peut-être s’agir (« peut-être » car l’histoire est ouverte) de revenir au sens ancien du mot économie, à savoir économiser, comme le montre Bernard Perret (« Le capitalisme est-il durable ? », Carnets nord, 2008).

C’est encore Heidegger qui écrivait dans « Introduction à la métaphysique » (1935) : « Cette Europe qui, dans un incurable aveuglement, se trouve toujours sur le point de se poignarder elle-même, est prise aujourd'hui dans un étau entre la Russie d'une part et l'Amérique de l'autre. La Russie et l'Amérique sont toutes deux, au point de vue métaphysique, la même chose; la même frénésie sinistre de la technique déchaînée, et de l'organisation sans racines de l'homme normalisé.[ souligné par nous] » La disparition de la Russie soviétique comme régime économique et social rend cette réalité du déchainement sans âme de la technique asservie au profit plus nue encore. Il va falloir trouver la voie d’une réconciliation entre la raison et les techniques, hors de la toute puissance de l’argent, du court-termisme, du bougisme et de l’impératif de rentabilité immédiate. Il nous faut retrouver les deux qualités qu’Aristote (« Ethique à Nicomaque ») attribuait aux non-esclaves, les facultés de délibérer et de choisir (« to bouleutikon », la « boulè » est l’unité de base de la démocratie athénienne, c’est l’assemblée qui délibère, assemblée instituée par Solon et Clisthène), et la faculté de prévoir, l’horizon de ce que l’on souhaite (« proairesis ») – les deux étant liées, comme on le comprendra aisément, l’avenir étant fait de prévisions sur des conditions qui nous échappent en partie et d’actes qui modifient l’avenir et ses conditions mêmes.

L’historien des techniques Alain Gras relève la multiplicité des voies techniques possibles et le caractère très contestable de la notion de progrès au sens linéaire du terme. Il explique : « Ma position première est donc anti-évolutionniste y compris sur le plan de la science et de la technique ». C’est peut-être par là qu’il faut commencer.

Pierre Le Vigan
Février 2009
Correspondance Polémia
07/02/09(*) la terre ne s’entend pas au simple sens de l’éloignement du mode de vie rural bien sûr. Il s’agit de quitter le « sol » sur lequel se déploie le propre de l’homme. En ce sens ce n’est pas forcément le cosmonaute qui s’arrache plus à la terre que l’usager de clubs de vacances au bout du monde par exemple.

Pierre Le Vigan

vendredi, 13 février 2009

Vriend en vijand als politiek criterium

Vriend en vijand als politiek criterium

De Duitse politieke filosoof en rechtsgeleerde Carl Schmitt (1888 - 1985) is een van de meest briljante critici van het liberalisme. Ten tijde van de Weimarrepubliek (1918-1932) was hij een vurig verdediger van een versterking van de grondwet én van een verbod op Verfassungsfeindliche politieke partijen; in die dagen de communisten van Ernst Thaelmann (KPD) en de nationaal-socialisten van Adolf Hitler (NSDAP). Schmitt is tevens de auteur van een omvangrijk oeuvre dat zich niet eenduidig laat beoordelen: zijn eerste boek verscheen in 1910, zijn laatste artikel in 1978.

De betekenis van Carl Schmitt

cs.jpgSchmitt's meest invloedrijke werk en één van de belangrijkste werken van de politieke theorie van de twintigste eeuw is Der Begriff des Politischen1. Hierin ontwikkelde hij zijn vriend-vijand theorie. Typerend voor het complexe denken van Schmitt is dat het decisionistische karakter aanwezig in zijn denken drie onderscheidende subcategorieën bevat: soeverein decisionisme2, antagonistisch decisionisme en constitutioneel decisionisme3. Decisionisme is algemeen beschouwd een term die aanduidt dat de contextuele beslissing van het individuele subject een centrale positie inneemt als de bron van politieke/existentiële waarmerking en bekrachtiging m.a.w. het is de concrete beslissing die van belang is. Ten onrechte wordt het antagonistisch decisionisme in Der Begriff des Politischen als representatief beschouwd voor zijn volledige oeuvre. Schmitt's werk wordt vooral gekenmerkt door een gefundeerde kritiek op de liberale (parlementaire) democratie. Parlementaire democratie is, volgens Schmitt, een contradictio in terminis. De wil van het volk kan niet vertegenwoordigd worden door een technische orde van parlementair debat en compromissen. Voor Schmitt heeft het parlement de waarde van een verzekeringshuis voor de economische kapitalistische machthebbers. De vorming van het algemeen belang is in een moderne democratie niet waarachtig democratisch want door belangen gefragmenteerd alvorens deze nog maar gevormd kan worden. Liberale democratie, argumenteert Schmitt, kan aldus nooit een waarachtige democratie zijn aangezien het slechts een instrument is die de private belangen van machtige kapitalistische groepen inbrengt in de uitvoerende macht. Daardoor kan een liberale democratie nooit een werkelijk legitieme regering voortbrengen. Het kan in het beste geval overheidsinstellingen voortbrengen die zichzelf rechtvaardigen door de inferieure criteria van legaliteit.

Tezamen met Oswald Spengler, Ernst & Friedrich Georg J�nger, Hans Bl�her en de vroege Thomas Mann behoort Carl Schmitt tot die figuren uit de conservatieve revolutie die de categorie�n Nationalrevolution�r, V�lkisch, Jungkonservativ & B�ndische4 overstijgen5. Ten onrechte wordt vaak gewezen op deze heterogene stroming als een wegbereider voor de nationaal-socialistische dictatuur. De verdiensten van Carl Schmitt op het vlak van de politieke theorie overstijgen echter al deze verdachtmakingen. Zelfs niemand minder dan J�rgen Habermas (o.a. van de postmarxistische Frankfurter Schule) heeft zijn invloed erkend en meer bepaald zijn kritiek op de technische aard van de parlementaire vertegenwoordiging overgenomen.

Der Begriff des Politischen

Vooraf dient men er rekening mee te houden dat Der Begriff des Politischen6 verschillende versies heeft gekend7. Enige betrachting van deze bijdrage is Schmitt's gedachtegang getrouw weer te geven en hier en daar enkele bijzonderheden aan te stippen. In het bestek van dit artikel dienen we ons te beperken tot de essentie voor een goed begrip van het vriend-vijand criterium en laten we de beschouwingen van Schmitt over de antropologische basis van politieke theorie�n (iedere werkelijke politieke theorie vooronderstelt dat de mens in geen geval onproblematisch maar een "gevaarlijk" en dynamisch wezen is), de pluralistische staatstheorie�n (als invraagstelling van de politieke eenheid van de staat) en de depolitisering door de polariteit van ethiek en economie (door de invloed van het liberalisme) achterwege. Voorts dient nog verduidelijkt dat Schmitt het niet heeft over de politiek (functie, bestel) maar over het politieke (handeling)8.

Politiek en staat

"Der Begriff des Staates setzt den Begriff des Politischen voraus". Het politieke gaat de staat vooraf, zo begint Schmitt zijn werk. Hij ziet de staat als de politieke status van een in een gesloten territorium georganiseerd volk. De staat is in het beslissende geval de ultieme autoriteit. Het politieke wordt vaak willekeurig gelijkgesteld met de staat of tenminste ermee in verband gebracht. De staat verschijnt dan als iets dat politiek is, het politieke als iets dat betrekking heeft op de staat, ongetwijfeld een onbevredigende vicieuze cirkel. De vergelijking staat = politiek wordt onjuist en bedrieglijk op het ogenblik dat staat en maatschappij zich wederzijds doordringen zoals dat zich noodzakelijkerwijze in een democratisch georganiseerde gemeenschap voordoet. "Neutrale" domeinen zoals cultuur, religie, onderwijs, economie, houden dan op "neutraal" te zijn. "Neutraal" in die zin dat ze geen verband hebben met de staat en het politieke.

Als polemisch concept tegen zulke neutraliseringen en depolitiseringen van belangrijke domeinen verschijnt de - potentieel elk domein omvattende - totale staat9. Dit resulteert in de identificering van de staat met de maatschappij. In de totale staat is alles - ten minste potentieel - politiek en in verwijzing naar de staat is het niet meer mogelijk een specifiek onderscheidingskenmerk met het politieke te handhaven. Schmitt bemerkt verder dat democratie zich moet ontdoen van alle typische onderscheidingen en depolitiseringen van de liberale negentiende eeuw. De totale staat kent niets meer dat absoluut niet-politiek is. In het bijzonder moet een einde gesteld worden aan de apolitieke (staatsvrije) economie en de economievrije staat.

Vriend en vijand

Een begrip van het politieke rust op het ultieme onderscheid tot dewelke alle politieke handelingen zich laten herleiden. Laat ons aannemen, argumenteert Schmitt, dat in het domein van de moraal het ultieme onderscheid goed en kwaad is, in de esthetica mooi en lelijk, in de economie nuttig en schadelijk of rendabel en niet-rendabel. De vraag is dan of er ook voor het politieke een specifiek onderscheid is dat kan dienen als eenvoudig criterium. Het specifieke politieke onderscheid tot dewelke politieke handelingen en motieven zich laten reduceren, stelt Schmitt, is het onderscheid tussen vriend en vijand. Schmitt beklemtoont dat het om een criterium gaat en niet om een inhoudelijke definitie. Het heeft dus dezelfde waarde als de andere criteria. De antithesis vriend-vijand is onafhankelijk, niet in de zin van een onderscheiden nieuw domein maar in die wijze dat ze niet kan gebaseerd of afgeleid worden van ��n van de andere antitheses of enige combinatie van andere antitheses. Het onderscheid tussen vriend en vijand duidt de uiterste intensiteitsgraad aan van een verbinding of scheiding, van een associatie of dissociatie. Concreet betekent dit dat de politieke vijand niet noodzakelijkerwijze moreel gezien slecht of esthetisch gezien lelijk moet zijn. Deze hoeft niet als een economische concurrent te verschijnen en het mag zelfs voordelig zijn met hem zakelijke relaties aan te gaan. Maar hij is, desondanks, de andere, de vreemde. In een concrete conflictsituatie is het aan de betrokkene om te oordelen of het anders zijn van de vreemde de negatie van de eigen levenswijze betekent en bijgevolg afgeweerd of bevochten dient te worden.

Publieke en private vijand

De begrippen vriend en vijand moeten verstaan worden in hun concrete en existenti�le zin, niet als metaforen of symbolen en niet vermengd of afgezwakt met morele, economische e.a. voorstellingen, allerminst als uitdrukking van persoonlijke gevoelens en tendensen. Het maakt tevens niet uit of men het nu verwerpelijk vindt of beschouwt als een atavistisch overblijfsel van barbaarse tijden dat naties zich blijven groeperen volgens vriend en vijand of hoopt dat dit onderscheid op een dag zal verdwijnen. Het gaat hier niet om abstracties of normatieve idealen maar om de inherente werkelijkheid en de re�le mogelijkheid tot dit onderscheid. De vijand is dus niet een concurrent of een tegenstander in algemene zin. De vijand is ook niet de private vijand die men haat. De vijand bestaat alleen wanneer de re�le mogelijkheid van een vechtende (k�mpfende) collectiviteit van mensen een gelijkaardige collectiviteit confronteert. De vijand is enkel de publieke vijand, omdat alles wat verband houdt met zo'n collectiviteit van mensen, in het bijzonder een volk, daardoor publiek wordt.

Schmitt neemt het voorbeeld van het gekende Bijbelcitaat "Bemint uw vijanden" (Mat. 5:44, Luc. 6:27) aangezien de Duitse en andere talen geen onderscheid kennen tussen publieke en private vijand. In het Latijn heet het "diligite inimicos vestros" en niet "diligite hostes vestros". De vijand is in het Latijn hostis (publieke vijand) en niet inimicus (private vijand) in bredere zin. Van politieke vijand is geen sprake. Nooit is het bij de modale christen tijdens de duizendjarige strijd tussen islam en christendom opgekomen om uit liefde voor de Saracenen of Turken, Europa uit te leveren aan de islam i.p.v. het te verdedigen. Het Bijbelcitaat betekent dus zeker niet dat men de vijanden van zijn eigen volk zou moeten liefhebben of ondersteunen.

Oorlog als manifestatievorm van vijandschap

Oorlog is gewapende strijd tussen georganiseerde politieke eenheden, burgeroorlog is gewapende strijd binnenin een, en daardoor ook problematisch wordende, georganiseerde eenheid. De begrippen vriend, vijand en strijd verkrijgen hun zin precies omdat ze verwijzen naar de werkelijke mogelijkheid tot fysische doding. Oorlog volgt uit de vijandschap, zij is de existenti�le negatie van de andere: de vijand. Oorlog is slechts de uiterste realisering van vijandschap. Het is niet zo dat het politieke enkel bloedige oorlog inhoudt en elke politieke handeling een militaire actie. Deze begripsbepaling van het politieke is oorlogszuchtig noch militaristisch, imperialistisch noch pacifistisch. Het is ook geen poging de zegerijke oorlog of de succesvolle revolutie als "sociaal ideaal" voorop te stellen aangezien oorlog noch revolutie iets sociaal of ideaal zijn. De militaire strijd is op zich niet de "voortzetting van politiek met andere middelen" zoals het beroemde citaat van Clausewitz meestal verkeerd geciteerd wordt10. Oorlog heeft zijn eigen strategische, tactische en andere regels en zienswijzen, maar zij vooronderstellen dat de politieke beslissing, nl. wie de vijand is, reeds genomen is. Oorlog is niet doelbestemming en doeleinde of tevens niet de eigenlijke inhoud van het politieke maar als een altijd aanwezige mogelijkheid is het de immer voorhanden zijnde vooronderstelling (Voraussetzung) die het menselijke handelen en denken op karakteristieke wijze determineert en daardoor een specifiek politiek gedrag cre�ert.

Het criterium van het vriend-vijand onderscheid betekent helemaal niet dat een bepaald volk voor eeuwig de vriend of vijand moet zijn van een ander specifiek volk of dat neutraliteit niet mogelijk of politiek niet zinvol kan zijn. Het gaat hier om een dynamisch criterium. Belangrijk is de mogelijkheid van het extreme geval, de werkelijke strijd, en de beslissing of deze situatie er is of niet. Dat dit extreem geval eerder uitzondering (Ausnahmefall) is, heft zijn beslissend karakter niet op doch bevestigt het des te meer. Een wereld waarin deze mogelijkheid tot strijd ge�limineerd en verdwenen is - ultieme wereldvrede - is een wereld zonder onderscheid van vriend of vijand en bijgevolg een wereld zonder politiek.

Niets kan de logische conclusie van het politieke ontsnappen. Indien de wil tot verhindering van de oorlog zo sterk is dat het de oorlog niet meer schuwt, dan is het een politiek motief geworden, m.a.w. het bevestigt de extreme mogelijkheid tot oorlog en de zin tot oorlog. De oorlog wordt dan beschouwd als de ultieme laatste oorlog van de mensheid. Zulke oorlogen zijn noodzakelijkerwijze bijzonder intens en onmenselijk aangezien ze het politieke overstijgen en de vijand tegelijkertijd tot morele en andere categorie�n degraderen en er een onmenselijk monster van maken die niet alleen verslaan maar ook definitief vernietigd moet worden. De mogelijkheid van zulke oorlogen maakt duidelijk dat oorlog als re�le mogelijkheid vandaag nog steeds voorhanden is en cruciaal is voor het vriend-vijand onderscheid en de betekenis van het politieke.

De beslissing over oorlog en vijand

Aan de staat als politieke eenheid komt het jus belli toe, het recht tot oorlogvoeren. Dat betekent de werkelijke mogelijkheid om in een concrete situatie te beslissen de vijand te bepalen en te bestrijden. Aldus heeft de staat als politieke eenheid een enorme macht: de mogelijkheid oorlog te voeren en daarmee te beschikken over de levens van mensen. Het jus belli impliceert de dubbele mogelijkheid: het recht om van de leden van zijn eigen volk de bereidheid tot sterven en doden (Todesbereitschaft und T�tungsbereitschaft) te verlangen. Maar de taak van een normale staat bestaat echter daarin binnenin de staat en zijn territorium de volledige vrede te garanderen. Rust, veiligheid en orde cre�ren en daardoor de normale toestand bewerkstelligen is de vereiste om rechtsnormen te doen gelden. Elke norm vooronderstelt een normale situatie en geen enkele norm kan geldig zijn in een voor deze volledig abnormale situatie.

Indien een volk niet meer de kracht of de wil heeft zich te handhaven in de politieke sfeer, dan zal het politieke niet verdwijnen uit de wereld. Enkel een zwak volk zal verdwijnen.

De wereld is geen politieke eenheid doch een politiek pluriversum

Uit het begripskenmerk van het politieke volgt het pluralisme van de statenwereld. De politieke eenheid vooronderstelt het re�le bestaan van een vijand en daardoor co�xistentie met een andere politieke eenheid. Zolang een staat bestaat zal er in de wereld dus meer dan ��n staat zijn. Een wereldstaat die de volledige aarde en de volledige mensheid zou omvatten kan niet bestaan. De politieke wereld is een pluriversum, geen universum. De mensheid kan aldus geen oorlog voeren want het heeft geen vijand, tenminste niet op deze planeet. Het begrip mensheid sluit het begrip vijand uit aangezien de vijand ook een mens is en daarin geen specifiek onderscheid ligt. Dat er oorlogen gevoerd worden in de naam van de mensheid doet niets af van deze eenvoudige waarheid. Integendeel, het heeft een bijzondere intensieve politieke betekenis. Wanneer een staat in naam van de mensheid een politieke vijand bestrijdt, is dit geen oorlog voor de mensheid maar een oorlog waarin een staat een universeel begrip gebruikt tegen zijn militaire tegenstander om zich, ten koste van de tegenstander, te identificeren met de mensheid op dezelfde wijze waarmee ook vrede, gerechtigheid, vooruitgang, beschaving misbruikt kunnen worden en door deze zich eigen te maken, ze ontzegt aan de vijand.

Het begrip mensheid is een bijzonder bruikbaar ideologisch instrument van imperialistische expansie en in zijn ethisch-humanitaire vorm is het een specifiek instrument van economisch imperialisme. Schmitt herinnert aan het woord van Proudhon: wie mensheid zegt, wil bedriegen. Het monopoliseren van het begrip "mensheid" heeft bepaalde consequenties zoals het de vijand ontzeggen een mens te zijn en hem hors-la-loi en hors l'humanit� te verklaren en daardoor de oorlog tot de extreemste onmenselijkheid te voeren. Afgezien van deze hoogst politieke bruikbaarheid van het niet-politieke begrip mensheid zijn er op zich geen oorlogen om de mensheid.

Gevaarlijkste boek

Uit een enqu�te die
Filosofie Magazine (december 2004) hield onder hoogleraren, schrijvers en journalisten bleek dat "Het begrip politiek" van Carl Schmitt is gekozen tot het gevaarlijkste werk uit de wijsbegeerte. Er werd gevraagd een top-drie van gevaarlijke boeken samen te stellen en te motiveren. Boeken die de schaduwzijde van het menselijk bestaan of van de moderne samenleving openbaren of de censuur van de goede smaak aanvallen. Boeken waarvan het gevaarlijker zou kunnen zijn ze te negeren dan ze te bestuderen.

Een van de ondervraagden, de filosoof Theo de Wit, die doctoreerde op de soevereine vijand in de politieke filosofie van Carl Schmitt (De onontkoombaarheid van de politiek), doorprikt in zijn motivering de liberale illusie van een conflictvrije samenleving: "Het verschijnen van een vijand maakt spoedig een einde aan de liberale droom waarin er wereldwijd alleen maar economische concurrenten of dialoogpartners bestaan. Een droom die alleen via een langdurig, mondiaal exces van geweld gerealiseerd kan worden."

Carl Schmitt - Het Begrip Politiek

Inleiding: Theo de Witt
Vertaling:George Kwaad/ Bert Kerkhof

Boom/ Parr�sia, Amsterdam, 2001.

ISBN 90 5352 725 7.
160 blz.
17.95 euro.
jan.lievens@vbj.org


Herwerkte versie (december 2004) van een artikel uit Breuklijn - november 2001.

jeudi, 12 février 2009

De demoligarchie

De demoligarchie

Geplaatst door yvespernet op 7 februari 2009

Opmerking

Eergisteren had ik geen bericht geplaatst en het kan goed zijn dat er op 8 februari 2009 er ook geen zal zijn. Daarom dit langere bericht om te compenseren. Uiteraard is dit geen diepgaande analyserende tekst en kunnen er nog fouten in staan (zowel spellingsfouten als inhoudelijke). Ook is ze niet volledig aangezien ik bv de rol van dingen als godsdienst in het behoud van het systeem niet noem. Dit misschien in een latere tekst.

Constructieve kritiek is dan ook altijd meer dan welkom.

De demoligarchie

Over het ontstaan van de democratie zijn ondertussen al halve bibliotheken volgeschreven. Sommige beweringen, vooral uit Amerikaanse hoek, hebben vaak een emotionele kijk op de geschiedenis. En dan zeker wanneer het neerkomt op het ontstaan van de democratie. Zo heb ik het genoegen gehad om in een documentaire van History Channel te mogen vernemen dat Sparta een geboorteplek was van de democratische en vrije samenleving. Heel het bestaan van de helotenklasse, de pseudo-eugenetische keuring van kinderen, het barakkenbestaan, etc… wordt compleet genegeerd. Laten we dan ook met wat minder emotie naar het ontstaan van de democratie kijken.

De democratie is in mijn ogen, maar wie ben ik natuurlijk, een staatsvorm die zijn wortels heeft in de nood aan een legitimatie van private belangen door de brede bevolking. Het is vanuit dat standpunt om het huidige systeem geen democratie, maar een demoligarchie te noemen. Wanneer de brede bevolking zich keert tegen de private belangen van een persoon of een groep kunnen die immers verloren gaan. Om direct te gaan roepen en tieren dat dit slecht is en dat zulke systemen in het verleden kwaadaardig waren, is echter ook te ver gaan. We mogen nooit dingen als het cultureel en historisch kader vergeten. Waarom werden er vroeger geen vraagtekens gesteld bij het nastreven van de belangen van oligarchen? Heel simpel, omdat mensen niets anders gewoon waren en omdat de democratie van toen net een verbetering was tegenover het systeem ervoor.

Voorbeelden van oligarchische belangen vinden we genoeg in de klassieke republieken. De Romeinse republiek waarbij de macht in handen was van enkele machtige families en waarbij private economische belangen werden nagestreefd vanuit de Senaat. Of “recenter” denken we maar aan het kolonialisme waarbij de staat moest ingrijpen om private belangen in Afrika na te streven. Vanuit dat opzicht is het duidelijk dat de economische onderbouw de politieke bovenbouw bepaalt. Dit is in het verleden zo geweest, het is in het heden ook zo en zal dat ook in de toekomst zo zijn. Ook de stabiliserende factor van de staat is nooit verdwenen geweest. Zo was het beschermen van handelaren in de Romeinse republiek (met als achterliggend doel het beschermen van handelsbelangen) een zaak van nationaal belang voor simpele redenen. Private belangen gingen verloren, er werd verlies gemaakt en dus werd dit voorgesteld als een nationaal belang om zo de massa te mobiliseren. Als men immers ronduit ging zeggen dat een familie verlies begon te maken en dat daardoor oorlog moest worden gevoerd, met alle gevolgen van dien (platgebrande akkers, doden, plunderingen, etc…), zou het niet lang duren of de verantwoordelijken zouden worden afgezet.

Maar ook de huidige verzogings- en subsidiestaat dient momenteel als stabiliserende factor. De staat koopt hiermee sociale onrust af. Als West-Europeaan krijgen wij vele sociale voorzieningen, die ik trouwens niet in twijfel trek, maar ik wens de achterliggende redenering van sommige politici te geven, die ervoor zorgen dat de meerderheid zwijgt. Op hetzelfde moment zorgt de staat ervoor dat de belangen van een kleine economische elite worden gediend aangezien die belangen nauw verweven zijn met de staat. Het gebruik van gemeenschapsgeld om banken te redden, die o.a. door dwaze avonturen in problemen zijn geraakt en dreigen de halve economie mee te sleuren. Ook vele huidige oorlogen moet men zien als conflicten tussen economische elites. Het conflict in Noord-Kivu kan men bv bekijken als het eeuwige geweld in Afrika, of men kan het ook eens economische bekijken. De Congolese staat had besloten om een Chinees bedrijf te grondstoffen te laten ontginnen i.p.v. bedrijven met Rwandese verbindingen. Handig toch dat direct daarna een Rwandees-gezinde krijgsheer opstaat in die regio en die gebieden inpalmt. Nkunda werd echter wat hebberig met zijn dreigement om heel Kongo over te nemen en hij zit nu in een Rwandese cel. Of laten we gewoon maar kijken naar de miljoenenwinst die bedrijven als Blackwater, die recent zijn buitengesmeten, in Irak hebben gemaakt.

Verzet tegen de demoligarchie?

Men zou denken dat de massa zich zou verzetten tegen dit nastreven van belangen. Specifiek doel ik daarmee op de werkende massa; de arbeiders en bedienden. Het probleem is echter dat hun belangenorganisaties (ABVV, ACV en ACLVB, al blijf ik heel het principe van een liberale vakbond enorm raar vinden) mee deel uit maken van deze demoligarchie. Ze klagen wel over de uitwassen van het systeem en zullen ageren tegen enkel gevolgen ervan, maar op geen enkel moment zullen zij de oorzaken aanpakken. Het beleid van de vakbonden tegenover vreemdelingen en migratie is er bv één dat neerkomt op dweilen met de kraan open. Op geen enkel moment durven zij te stellen dat de meeste vreemdelingen naar hier worden gehaald door werkgevers om prijzen te drukken en om in een economische slavernij gestoken te worden. Dat hun cultuur hier voor conflicten zorgt, zorgt er op zich dan weer voor dat de brede massa te verdeeld zal zijn om zich tegen de hogere klasses af te zetten. Door het open-armen-beleid dat sommige vakbondsmensen menen uit te dragen, werken zij echter volop de heersende klasse in de hand.

Maar is dit niet bewust? Vakbondsleiders zullen strijdvaardig zijn als militanten, zodra zij echter de top bereiken is het al een gans ander verhaal. Antoon Roossens, die we niet direct kunnen verdenken van zeer rechtse sympathiëen, stelde het reeds in 1981: “[...] zij (de vakbonden) voert die strijd strikt binnen het kader van de wetten van de kapitalistische economie en van de burgerlijke staat, die geen van beide in vraag worden gesteld. [...] De organisaties die spreken en handelen in naam van de arbeidersklasse, streven niet op een bewuste, systematische en coherente wijze naar de verovering van de politieke macht. [...] Zij beperken hun streven tot die objectieven die haalbaar zijn binnen het bestaande economische en politieke bestel. Niet alleen ondergaan zij de hegemonie van de heersende klasse, zij streven er zelfs niet naar deze te betwisten of in vraag te stellen.” (uit “De Vlaamse Kwestie; ‘pamflet’ over een onbegrepen probleem“, uitgegeven bij Kritak in 1981, p.73).

Radikaal-links probeert soms wel eens, maar zit al snel vast in hun typische gefocus op het Vlaams Belang en daaraan gekoppeld beginnen ze ook al te vaak over migratie. Ook gaan zij uit van een idealistische wereldbeeld waarbij dé arbeider bestaat en culturele verschillen er amper toe doen. Zij pleiten wel voor multicultuur, maar weigeren op die manier ook de eigenheid van elke cultuur te erkennen. Zolang de linkerkant niet stopt met “antifascistisch” en “progressief” als belangrijkste punten uit te dragen, zullen zij op geen enkel moment een alternatief kunnen bieden. Zij stellen immers slechts zelden het systeem an sich in vraag en verkiezen platte retoriek, over zaken die slechts gevolgen zijn van een systeem, boven kritiek op en actie tegen het systeem zelf. Het zal dus van de rechterkant moeten komen, en om exact te zijn van de volksnationalistische solidaristische kant.

Uitgangspunten van een rechtse kritiek

De volksnationalistische solidaristen zijn uiteraard geen marxisten en nog minder zijn we liberalen. We worden door socialisten graag als rechts beschouwd, de liberalen noemen ons dan weer links. Laten we het dan maar houden op het radikale centrum, al gebruik ik hierboven voor het gemak even de term rechts. Als we in opstand wensen te komen tegen het systeem, dienen we eerst dit systeem te analyseren vanuit een paar standpunten;

  1. het huidige systeem dient om een kleine economische elite aan de macht te houden;
  2. de taalgrens is in de Brusselse salons ook een sociale taalgrens;
  3. de kapitalistische samenleving beschouwt identiteit als een manipuleerbaar en verkoopbaar iets;
  4. de gemiddelde mens wenst enkele steunpunten van stabiliteit in zijn of haar leven, wij moeten dan ook zorgen voor een maatschappelijke stabiliteit. De huidige economie is echter een achtbaan die enorme hoogtes kent, maar ook zorgt voor enorme duiken;
  5. waar volkeren elkaar raken en gedwongen worden om samen te leven in een staat waar ze zich cultureel en historisch niet meer kunnen verbinden, ontstaan conflicten. Daarom is het nodig om staatsgrenzen en volksgrenzen te doen samenvallen.

Willen wij dus werkelijk iets veranderen, dienen wij een beweging te zijn die niet enkel vecht tegen de gevolgen van het systeem, maar ook tegen de kern ervan. Het ontbinden van de Belgische staat, het buitensmijten van de Belgische kapitalistische elite zonder die gewoon in te ruilen voor een “Vlaamse”, het omvormen van de economie naar een vraageconomie i.p.v. een aanbod economie met als doel het afbouwen van de overproductiementaliteit van bedrijven, het zijn maar enkele dingen die dienen te gebeuren. Het is dus tijd voor een nieuw soort beleid, een Vlaams, sociaal en nationaal beleid. En er is meer dan ooit nood aan een beweging om de politici die het moeten waarmaken te controleren en waar nodig actie te voeren om onze eisen door te drukken.

We moeten ons immers hoeden om België niet in te ruilen voor een mini-België dat toevallig de naam Vlaanderen zou dragen.

mardi, 10 février 2009

Sovereignty : The History of the Concept

Sovereignty: The History of the Concept

Ex: http://faustianeurope.wordpress.com/

leviathanWhat is sovereignty? In general, it might be said that the sovereignty is always either ‘internal’ or ‘external’, or de facto and de jure [1]. My primary concern in this essay will be to shed some light on the first of these - internal sovereignty. Indeed, it is entirely correct to say that sovereignty cannot be so easily labelled into two separate categories and it should be acknowledged that the ‘external’ sovereignty, in the light of the Westphalian peace treaty, could be regarded as nothing else but placing a last piece of the puzzle of sovereignty into its place – granting the internally acknowledged sovereign entity also the external recognition of its legitimacy.

John Hoffman suggests that most often, the contemporary view considers sovereignty to be a ‘unitary, indivisible and absolute power concentrated in the state’ [2]. However was it always so? If not, when did the idea of sovereignty as supreme power, as Weberian ‘monopoly on the violence in a given territory’, first appear? My suggestion will be that the concept of sovereignty in its fullness is a very modern phenomenon, whose emergence can be traced back no deeper than into the early modern period [3], but which, nevertheless, remains with us almost intact even today – still being necessarily thought of as ‘absolute and indivisible’.

The Necessity of a Historical Perspective

It is important to acknowledge that sovereignty, although a common part of our contemporary political vocabulary, is fundamentally a historical concept. The concept of sovereignty as such was unknown before the sixteenth century [4]. It was completely unfamiliar to the Ancient Greeks, Romans, as well as to the scholars of the medieval period [5]. Although the Roman law provided the technical vocabulary to the theory of sovereignty, the Romans themselves spoke only about different layers of authority, not about ‘supreme power’ or about any conceptual notion of sovereignty as such. Potestas was thus used to signify the official legal power of the magistrates, auctoritas on the other hand implied the influence and prestige, and imperium the right to command in certain offices – all that in the interest of the whole political body [6].

Nevertheless, Vincent still argues that ‘it does not follow that the reality of state sovereignty did not exist in earlier periods, even though the concept itself had yet to be formulated’ [7].

I believe that the problem here is that Vincent does not sufficiently acknowledge what the questioning of the very concept of sovereignty entails. He conflates the sovereignty with merely being ’sovereign’ or having the authority of command in a certain sphere, which the Romans sophisticated into many different layers of political auctoritas as was mentioned before.

To understand what sovereignty is, one cannot stop by finding out who has the powers of a sovereign. The sovereignty is a political concept and is thus bound to the process of questioning of who should be sovereign, which tries to provide certain justifications for a political authority where such authorities were previously unquestioned. The point here is that the moment of questioning itself – the intellectual vacuum instead of previous unquestioned traditions, which the scholar tries to fill in, forms the integral part of every political concept. It is the contest – dispute – over its exact meaning, which can be present only if the consent and some self-evident social truth between the arguing parties already disappeared.

But when and how did that ‘moment of questioning and uncertainty’ arise?

Jean Bodin

Although Bodin (1520-1596) did not ‘invent’ sovereignty, he was certainly the first who gave it a serious consideration and conceptualized it in a systematic manner [8]. His magnum opus Six Books of the Commonwealth was written on the background of the waging Wars of Religion. Bodin’s chief concern was thus understandably to find a way to end the chaos and war, which he perceived to be the natural result of the labyrinthic feudal order, with its myriad of principalities, guilds, cities, and trading unions, formally united under the Church and Emperor, but with none of them having the power to subdue the others in the time of crisis [9]. Bodin argued that for a government to be strong, it must be perceived as legitimate, and to be legitimate it must follow certain rules of ‘justice and reason’ comprehensible through the divine law. Essentially however, the power of a sovereign is for him the ability to create laws and break them according to one’s will [10].

Since according to this definition, the sovereign must be able to simultaneously create laws ex nihilo (the ‘positive law’) [11], and to break it at his own discretion, the sovereign cannot be also his own subject, otherwise he would be bound to the laws he created and therefore would no longer be the sovereign. The sovereign’s power is thus for Bodin necessarily ‘absolute and indivisible,’ the sovereign standing above the law and above the society itself [12]. In fact, the sovereign is a ‘mortal God’[13]. Bodin elaborates:

‘The attributes of sovereignty are . . . peculiar to the sovereign prince, for if communicable to the subject, they cannot be called attributes of sovereignty . . . Just as Almighty God cannot create another God equal with Himself, since He is infinite and two infinities cannot co-exist, so the sovereign prince, who is the image of God, cannot make a subject equal with himself without self-destruction’[14].

With regard to the Wars of Religion, Bodin’s purpose is clear, Vincent suggests that, ‘to make civil law the will of the sovereign is to undermine some of the impact of customary and natural law. Effective law becomes the command of the sovereign’ [15]. Sovereignty in this light is ultimately absolutely independent of the subjects - sovereign becomes the source of his own legitimacy responsible only to God, the legislator as well as the executor.

For these purposes, the principles of princeps legibus solutus (the prince is the living law) and plenitudo potestantis (the fullness of legal power) were adopted by the medieval jurists from the Roman law for an attack on until-then predominant feudal ‘ascending thesis’, the argument that authority of a sovereign comes from below - from feudal lords and other intermediary bodies - not the other way around (’descending thesis’ – legitimacy comes from above – God and the sovereign) [16].

It is most often argued that this shift to centralization from the decentralized feudal order occurred because of the increasing conflicts - as mentioned the Wars of Religion brought on France unprecedented suffering – thus to bring order, monarchs required taxation, orderly collection of such revenues, which again dependent on the disciplined troops, and above all the justification for these extended sovereign’s interventions that would give him the upper hand over disloyal nobility [17].

Finally, what is important to stress, as Alain de Benoist rightly notes, is that such ‘new sovereign order’ henceforth recognizes only the state and atomized individuals (’society’) and ‘abolishes particular ties and loyalties, and bases itself on the ruins of concrete communities’.[18] From the multiplicity of feudal communities – build upon the natural ties, loyalties and mutual interest – Bodin creates an abstract community of atomized individuals bound together only by the common monarch – the state. This is for Bodin inevitable, although he recognizes the importance of human associations to a certain extent, he cannot make them nothing but communities of individuals with no claim on the political power or self-management, since that would threaten the absolute power of the sovereign. This was nevertheless taken even a step further by Thomas Hobbes.

Thomas Hobbes

Hobbes (1588-1679) similarly to Bodin wrote his magnum opus Leviathan during the period of a civil war, wishing to mitigate this ‘worst of all evils’. His concept of sovereignty knows however even less limits than that of Bodin. Whereas Bodin acknowledged that there are some actions which might be perceived as illegitimate [19], Hobbes accepted only the right of the individual for ‘self-preservation’ [20].

To avoid the constant civil war and anarchy, to which humans are according to Hobbes prone because of their ‘evil’ human nature [21], people by entering into society agree to give up their ‘natural’ sovereign rights in favour of the sovereign. The sovereign, not being a party to the original contract, does not recognize any limits to his authority. He exercises his powers unconditionally. While Bodin based the legitimacy of the sovereign on the divine sanction, Hobbes built his own on the social contract between ‘naturally free and equal’ individuals [22], thus relating his argument very much to our contemporary time.

The paradox of Hobbes is that although his sovereign bases his legitimacy on the relation between him and the people (i.e. because of the original social contract) the ruler is made autonomous, possibly even operating against the community from which he derives his legitimacy in the first place. The question thus arises whether the ruler can really think of himself as legitimate when the source of his legitimacy (the people) does not consider him anymore as being such. Bodin could not have this problem because his source of legitimacy was God. Hobbes wants to have it both ways however, the source of the legitimacy of the sovereign comes from the below, but at the same time he takes over from Bodin the sovereignty as ‘absolute and indivisible’ and hence cannot allow the sovereign any limits on his powers even if this means the fight against his own people.

The gap between the state sovereignty and ‘popular sovereignty’ (the source of legitimacy designating the ruler) is thus open, and as it will be shown, remains open even under our liberal representative democracies. One needs to take one further step to John Locke, who managed to synthesize Bodin and Hobbes to provide us with the foundations for liberalism and thus for our modern Western states.

John Locke

Whereas Hobbes’ thought contains both liberal (social contract) and illiberal (absolute ruler) elements, it is Locke (1632-1704) who is considered to be the true father of liberalism [23]. Nevertheless, contrary to what some liberal thinkers seem to suggest[24], there is no significant gap between him, Hobbes and Bodin. Similarly to Hobbes, he founds the society on the abstract social contract, which every individual ’signs’ by coming into it [25].

For Locke, certain ‘natural rights’ can never be taken away from the individual and his preservation is in fact the only reason why utility-maximizing individuals enter the society [26]. Although the life in the ’state of nature’ for Locke is not ‘nasty, brutish, poore, and short’ as for Hobbes, Locke’s individuals being relatively benign, living according to the divine law, and not interfering with each other’s ‘natural rights’ [27], there are still few who are dangerous.

Logically for Locke, for his people qua ‘rational individuals,’ it is therefore only in their best self-interest to enter the society, where in exchange for certain duties (for instance: the service in the national army) [28], they receive the state protection against these perpetrators.

What one immediately might notice is the fact that the state is again an all powerful entity, except for a certain limited sphere of ‘natural rights’ (similarly to Bodin), which he cannot interfere with if his actions are to be perceived as legitimate. In fact, as Hoffman notes, one might regard Locke as Bodin ‘refurbished’ with the social contract to the 17th century English conditions [29].

French Revolution, Soviet Revolution, National Socialists

The distance in legitimacy between the ruler and ruled did not disappear, although there were certainly some efforts to solve this duality in many different ways. The French Revolution, based on the concept of Rousseau’s ‘general will,’ argued that the will of the nation is embodied in the National Assembly - therefore, by this logic, the nation was the general assembly [30], being able to send thousands under the guillotine, for their ‘own good.’ Similarly the Russian Bolsheviks argued that it is the Communist Party acting as the vanguard of the proletariat, embodying its will, and ‘subsequently,’ that the party qua the proletariat embodies the true spirit of the whole people, ‘free’ of the class interests [31]. And indeed, the German National Socialists claimed that the will of the German volk is embodied in Führer, the German jurist Carl Schmitt claiming (in the vein not unlike Bodin) that Hitler embodies the ‘living law’ of the Aryan race, purifying the nation from its bad elements (Aktion T4) in the victims’ own name.

In all these instances, the sovereignty, as the ’supreme, absolute and indivisible’ is based on the Hobbesian idea that the state can operate against the wishes of those from whom it draws it legitimacy.

But this is untenable, as David Beetham argues, the legitimacy ‘must be conceived as a relationship between parties bound together by shared beliefs and by some kind of common interest’ [32]. This does not mean that the government cannot be oppressive, the argument only suggests that the legitimacy means the dual relationship, which cannot be broken from either side, otherwise the action of the state is not considered legitimate, but merely the manifestation of the force, not of the right. The individual’s peers thus might justifiably expect that he will try to develop certain civic virtues that help to preserve that very community in which he lives in and the individual rights he enjoys. He as well might be expected to fight (and potentially die) for that community in a battle, being considered a coward, effeminate or ostracized if he does not do so – but otherwise – no one can legitimately press him to act in such way – since the legitimacy – the ability to acknowledge a certain force as rightful and not just a mere force – belongs only to him.

Liberal democracy

It would be a mistake to assume that the paradox of sovereignty has been solved in contemporary Western liberal democracies. Quite the contrary, the modern liberal state is built on the principles outlined by Locke three hundred years ago. There exists a certain set of rights with which the state cannot meddle with. Similarly, it is also based on the ’social contract’ between the citizens and government, which is periodically ‘renewed’ in the general elections.

Nevertheless, the legitimacy of the liberal state sovereignty is in fact more questionable than ever before. The chief problem might be regarded in what is called ‘legal sovereignty’ or also Rechtsstaat. As Alain de Benoist suggests, today “politics… is considered to be inevitably dependent upon irrational and arbitrary ‘decisions,’ is disqualified, since the political sphere denies the autonomy and, thus, the essence of law” [33]. The titular wielder of the power can thus be ignored, since his decision might be considered to clash with the ‘ethical’, legal sovereignty.

Politics is thus not only alienated from the hands of its titular wielders – people, but also constantly moved from the realm of deliberation to the realm of administration. The people are not only distrusted enough that they have to be ruled through representatives (acting according to their ‘best’ judgement), not by delegates who would have to represent their will and could not act without having the people’s consent, but the realm of the possible political action is constantly circumscribed in the name of the revelation of the superior historical reason manifested in certain political taboos which today are ‘evil’ or ‘immoral’ to questioned. The liberal democratic state thus appears to be a messianic entity, moving towards a paradise where no longer any political activity, action, and deliberation will be necessarily – since all our ‘human reason’ will be imbued in the rational Hegelian machinery of our legal state.

As Chantal Mouffe notes – liberal democracy wants to completely annihilate the political in the name of the ‘rational’ management of the divergent interests within the political community, because it supposedly transcends their ‘particularities’ and is applicable to them all [34]. Indeed, as in all universalistic regimes, unquestionably.

Thus all pluralism of divergent life styles within the liberal state is destroyed, as Mouffe concludes, ‘. . . conflicts, antagonisms, relations of power, forms of subordination and repression simply disappear and we are faced with a typically liberal vision of a plurality of interests that can be regulated, . . . where the question of sovereignty is evacuated’ [35].

The liberal thus does not understand that people are inherently social and political beings – that for them it is not enough to have their divergent political ideas, cultures, traditions, religions somewhere in the private, dark recesses of their minds – but that they want to live according to them, have the right to behave in a certain way in public, celebrate traditions in a certain way, consider some things to be moral and some not without any ‘political correctness.’ To allow the diversity of the public – of the political – and not merely of the private and atomized is something which the liberal democracy will never be able to solve.

A pluralist alternative?

As might be seen, the central flaw of the theories of ‘supreme and indivisible’ sovereignty is that they conceive of the individual and society in highly individualistic, rational, and pre-social terms. In case of Hobbes and Bodin, individuals are anti-social power-maximizers, who can be subdued only by the all-powerful entity. In case of Bodin and liberals, individuals are utility maximizers coming together only for their own greater benefit, in order to better protect their ‘natural rights’ and property, and content to fetishize their identities somewhere in private.

Nevertheless, there exists a certain group of scholars, inspired by the contemporary of Bodin, Johannes Althusius, and the German thinker Otto von Gierke, who argue that humans are social beings who do not come to society just for the profit or protection, but because of their social nature [36]. Althusius calls humans ‘symbiots’ [37], since they form multiplicity of public associations according to their sense of belonging (families, tribes, cultural groups, ethnics), mutual interest (guilds, manufactures, trading unions, today political movements etc.) and never can be reduced to the simple dichotomy “individual-state” as according to the modern theorists of sovereignty since Hobbes.

These pluralist thinkers are for instance J. N. Figgis, H. J. Laski, or G. D. Cole. They argue that sovereignty is inalienable to the individuals, who are not some ‘unencumbered selves’ of the liberals [38], but their ‘individuality’ only truly exists because they are members of various intertwined social groups. But at the same time, the sovereignty is for them divisible, with each such group having the authority over its own internal affairs, to the extent it can manage for itself, and its social activities do not clash with those of the others’ [39]. The state is for them only the highest of such groups uniting not individuals qua individuals, but only as the members of multiplicity of various other groups, as social beings with already determined, divergent interests [40].

This idea is present also in Mouffe, who suggests that these divergent social groupings do not have to be united by their thick public moralities, as communitarians suggest, but by ‘thin’ set of goods, or ‘thin morality’ if you like only – by the common adherence to the ideal of the polity (res publica) which allows them to live their divergent public lifestyles, and which therefore requires them certain civic virtues. As Mouffe notes, ‘this modern form of political community is held together not by a substantive idea of the common good, but by a common bond, public concern.’

Similarly, Quentin Skinner agrees with this proposition when he writes:

‘All prudent citizens recognise that, whatever degree of negative liberty they may enjoy, it can only be the outcome of - and if you like the reward of - a steady recognition and pursuit of the public good at the expense of all purely individual and private ends’ [41].

What is required of the citizen is thus the adherence to the virtues of political activity and participation, public concern for the common affairs, courage in defending the public interest, prudence in dealing with the others – that is, the respect for the plurality of divergent cultures and lifestyles and their right to organize their public affairs according to themselves (for instance, Muslims having every right to wear headscarves or whatever their want according to their cultural traditions). In short – a civic morality is necessary for all members of the res publica if they want to preserve their plural lifestyles, the principle of ‘unity in diversity.’

Ultimately, the individuals thus delegate but do not forfeit their sovereignty. The sovereign of the state as the higher unit is thus only the highest intermediate between the constantly fluid diversity of the political unit, having as his goal to promote their public good [42]. In the words of Friedrich II, although superior to them all individually, he is only a subject to them as to the whole community, being nothing but the ‘first servant of the state.’

This is the expanded version of the essay submitted by the author as a part of his undergraduate degree at the University of Sheffield.

References:


[1] A. Heywood, Key Concepts in Politics (Basingstoke, 2000), pp. 37-39.

 

[2] J. Hoffman, Sovereignty (Buckingham, 1998), p. 32. See also D. Strang, ‘Anomaly and Commonplace in European Political Expansion: Realist and Institutional Accounts,’ International Organization 45 (1991), p. 148..

[3] R. Cooper, The Postmodern state and the New World Order (London, 2000), p. 45: defines the early modern period as dominated by centralised states, gradual shift from agrarian to commercial economy, rationalism and foreign relations dominated by the inter-state interaction.

[4] J. A. Camilleri, and J. Falk, The End of Sovereignty? The Politics of a Shrinking and Fragmenting World (Aldershot, 1992), p. 239. Also D. Held, ‘Introduction: Central Perspectives on the Modern State,’ in States & Societies, ed. D. Held et al (Oxford, 1985), pp. 1-2.

[5] A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), p. 32.

[6] Ibid., p. 32.

[7] A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), p. 35.

[8] J. Hoffman, Sovereignty (Buckingham, 1998), p. 35.

[9] J. Bodin, Six Books of the Commonwealth (Oxford, 1955). Also D. Held, ‘Introduction: Central Perspectives on the Modern State,’ in States & Societies, ed. D. Held et al (Oxford, 1985), p. 2.

[10] J. Bodin, Six Books of the Commonwealth (Oxford, 1955), II.

[11] L. L. Fuller, The Law in Quest of Itself (Boston, 1966), p. 19, thus calls Bodin the ‘father of legal positivism’.

[12] J. Bodin, The Six Books of the Commonwealth (Oxford, 1955), pp. 40-50.

[13] Ibid., pp. 49-50.

[14] Ibid., p. 42.

[15] A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), p. 54.

[16] Ibid., p. 47.

[17] F. Kratochwil, ‘Of Systems, Boundaries, and Territoriality: An Inquiry into the Formation of the State System,’ World Politics 39 (1986), pp. 27-52.

[18] A. de Benoist, ‘What is Sovereignty?’, Telos 116 (1999), p. 102.

[19] A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), pp. 58-59.

[20] T. Hobbes, Leviathan (London, 1914). For the ‘right of self-preservation’ which Hobbes grudgingly in De Cive acknowledged as ‘inalienable right’ see D. Baumgold, ‘Hobbes’, in Political Thinkers From Socrates to the Present, ed. D. Boucher and P. Kelly (Oxford, 2003), pp. 174-176.

[21] T. Hobbes, Leviathan (London, 1914), Chapter XIII.

[22] Ibid., Chapter XIV and XV.

[23] D. Held, ‘Introduction: Central Perspectives on the Modern State,’ in States & Societies, ed. D. Held et al (Oxford, 1985), pp. 9-14.

[24] J. Waldron, ‘John Locke’, in Political Thinkers From Socrates to the Present, ed. D. Boucher and P. Kelly (Oxford, 2003), pp. 181-197.

[25] J. Locke, Treatises of Government (Cambridge, 1988).

[26] Ibid.

[27] Ibid.

[28] J. Hoffman, Sovereignty (Buckingham, 1998), p. 46.

[29] Ibid., pp. 45-47.

[30] A. de Benoist, ‘What is Sovereignty?’, Telos 116 (1999), p. 106.

[31] V. I. Lenin, The State and Revolution: The Marxist Theory of the State and the Tasks of the Proletariat in the Revolution (Moscow, 1965).

[32] D. Beetham, The Legitimation of Power (Basingstoke, 1991), p. 31.

[33] A. de Benoist, ‘What is Sovereignty?’, Telos 116 (1999), p. 110.

[34] C. Mouffe, The Return of the Political (London, 1993).

[35] C. Mouffe, The Return of the Political (London, 1993), p. 49.

[36] J. Althusius, The Politics of Johannes Althusius (Boston, 1964), and O. von Gierke, Political Theories of the Middle Age (Oxford, 1900). For the overview of the pluralist theory of the state see A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), pp. 181-217.

[37] J. Althusius, The Politics of Johannes Althusius (Boston, 1964).

[38] The definition is Michael Sandel’s, Liberalism and the Limits of Justice (Cambridge, 1982).

[39] A. Vincent, Theories of the State (Oxford, 1987), pp. 181-217.

[40] Ibid.

[41] Q. Skinner, Visions of Politics - Volume 2: Renaissance Virtues (Cambridge, 2002), p. 212.

[42] Ibid.

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Bibliography:

Althusius, J., The Politics of Johannes Althusius (Boston, 1964).

Baumgold, D., ‘Hobbes’, in Political Thinkers From Socrates to the Present, ed. D. Boucher and P. Kelly (Oxford, 2003), pp. 174-176.

Benoist, A. de, ‘What is sovereignty?’, Telos 116 (1999), pp. 99-118.

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Vincent, A., Theories of the State (Oxford, 1987).

lundi, 09 février 2009

Carl Schmitt, Aristotle and the Concept of the Political

Carl Schmitt, Aristotle and the concept of the political

 

Ex: http://faustianeurope.wordpress.com/


schmittCarl Schmitt, besides being one of the thinkers of the ‘conservative revolution’ of the interwar Germany, was also notoriously infamous for being a ‘Hitler’s jurist,’ thus one of those important intellectuals who provided the necessary legal framework for the brutish Nazi regime. Yet, our world is seldom such that individuals can be so simply categorized as ‘good’ or ‘evil,’ and Carl Schmitt, has an interesting concept of the political which might give, and gives, contemporary political students and academics a completely new perspective on the sphere of politics.

Indeed, what is politics and its area of interest - the political? I might well continue by countless common definitions like ‘the political is what concerns the state,’ or I might mention the argument of many radical feminists or some of the scholars as Colin Hay (2002, pp. 69) who suggest that ‘everything has the potential to become political’ - even what was considered to be solely a domain of the ‘private’ - as was a few years ago shown in the infamous ‘fox hunting case’ in Britain.

Thus, the ‘classical’ definition of the political perceives politics as an arena - as Politics with the capital ‘P’ (by equating politics with places where is politics being created ~ usually the state, the government. However, many scholars including the ‘communitarians’ Charles Taylor, Michael Walker, Michael Sandel and Alasdair MacIntyre would certainly argue that politics is today also, or even primarily, created outside the national borders of the state - for instance in INGOs, QUANGOs, TNCs and in economic and financial organizations associated with them such as WTO or Bretton Woods institutions). Nevertheless, the second, ‘less traditional’ definition of politics perceives it as a process. When conceived as a process, in terms of application of power, or as of ‘transformatory capacity’ as Anthony Giddens formulates (1981), politics has the potential to emerge in every social location.

Colin Hay specifies:

‘Power … is about context-shaping, about the capacity of actors to redefine the parameters of what is socially, politically and economically possible for others. More formally we can define power … as the ability of actors (whether individual or collective) to “have an effect” upon the context which defines the range of possibilities of others’ (Hay, 1997, p. 50; quoted in Hay, 2002, p. 74)


Therefore, politics as a process is about power relations between various social actors. By the moment when one actor is able to shape the destiny - behaviour -analysis of another, one talks according to the feminists and Hay about politics. For instance, the fox hunting in Britain was by these terms initially a social activity just as any other (such as for example going shopping, or eating in a restaurant), but by the moment the Labour government issued the ban on hunting the foxes, it pushed it from the social sphere onto the political agenda. Power relations suddenly emerged between the actor (the government in this case) and the British people and interest groups concerned. The whole-national discussion that emerged, with various groups formulated arguing on pros and cons of the ban on fox hunting was thus an excellent example of a process of creating from a formerly ‘innocent’ aspect of social life highly controversial political topic involving heated discussion of many individuals and organizations.

So far, however, these definitions of the political as either what ‘happens in the government’ or as a ‘process of application of power’ are very standard, or even ‘boring.’ Boring in a sense that these conceptions of what politics is, of what the political contains, have become almost universally accepted, and underline many other academic works without even being contested from any different perspective.

Now enters Carl Schmitt, who poses a cardinal question - ‘what is all that for?’ Indeed, what is the aim, the goal, of politics? Aristotle mentions in thearistotleNicomachean Ethics is the ‘master art’ (Book I, §2) since it uses knowledge of all other arts and hence its fundamental goal - the goal of a politician - should be to produce ‘good citizens’ (Book I, §13), while the law of a polis should be the framework to show what this good is. Again, argument being that a politician is someone who has achieved experience and knowledge in all aspects of life besides being endowed with the best abilities. Aristotle tells that only such a ‘mature’ person can engage in politics and thus be able to judge ‘what the good is.’ (Book I, §3) Hence, according to Aristotle, the laws of a polis are also moral laws, and to act according to these laws is equated to being ‘just.’

Very interestingly, the reader will see how close Aristotle and Carl Schmitt in their argument on the political are. Aristotle’s fundamental content of politics is as mentioned above to distinguish between the ‘right and wrong.’ On the other hand Carl Schmitt, in the Concept of the Political, postulates that every domain of life rests on its own distinctions; for economics it is ‘profitable and unprofitable,’ or for morality it is ‘good and evil.’ Schmitt then continues that for the political its fundamental activity is to distinct between ‘friend and enemy’ (1996, p. 27). Schmitt in his book develops a powerful theory and he states that if one empirically studies history the striking fact is that every political grouping can be distinguished as such because it organizes itself on the basis of the friend-enemy distinction.

In this sense, first human associations as primitive tribes of our ancestors, were the first political organizations because they organized people into a unit - a tribe - and their allies (’friends’) against other such groupings - other ‘tribes’ - which might pose a threat to their existence. It is irrelevant whether one conceives of this as of form of ‘contract’ between tribesmen in the sense of Locke or Hobbes or in the Nietzschean or Spenglerian sense where the organizers of this political association are the members of a warrior caste. The important fact is that behind the idea of any political organization - behind the organized political community - is the necessity to distinct in the concrete sense between friend and enemy. The similarity between the ‘right and wrong’ of Aristotle and Schmitt’s ‘friend-enemy’ dichotomy is now obvious and Schmitt is also very close to Spengler, who equated the emergence of first  communities with the necessity to form a group united in achieving one common goal (1976, Ch. 4).

Note that it is interesting that Colin Hay is unfamiliar or does not mention Carl Schmitt in his Political Analysis, since their line of thought is very reminiscent of each other. Schmitt just as Hay develops his argument by stating that every social aspect - religions, morality, economics, arts can become the political. However, while Hay equates the shift from the social to political with the ability to make a specific issue a topic of the national discussion or of a governmental debate, Schmitt specifies this by arguing that what every conceptgrouping in fact does is to specifying its enemies and organizing its friends.

The feminists therefore group themselves into various interest groups and draw support for their arguments from various think tanks, academics (’friends’) in order to ’struggle’ against their perceived enemies - masculine social institutions perhaps. In similar vein, while workers doing their job in a factory do no belong to the political sphere, by the moment they organize themselves into a labour union, they become a political organization. They form a collectivity of ‘friends’ as against what is the other, the alien - the enemy - in this case, entrepreneurs or the state, in order to reach their goal - again, the increase of wages perhaps. Similarly, for Schmitt religion communities are not political when they worship their saints and go to pray into churches, but when they organize themselves to fight against other religion communities (immediately, the Christian crusades against the ‘infidels’ comes to mind) they become the political by the very nature of forming the friend-enemy distinction.

Every such grouping has its own means how to fight ‘traitors’ in its own ranks who do not accept the group’s idea of friend-enemy. Again, the best example is provided by mentioning the Roman Church, where those who do not ‘believed in God’ were marked as witches and burned by the Inquisition.

Implications of Schmitt’s definition of the political on the basis of ‘friend and enemy’ distinction are tremendous. Using this concept of the political it is immediately possible, just as Schmitt notes, to distinguish that supposedly ‘apolitical’ liberal society is political in its very nature. Even though that in liberal society one is supposedly able ‘to live a life one chooses’ in fact one has to live a life in the liberal free market society. Thus, indigenous people whose land and local businesses is being taken away by transnational companies, is not obviously burned at stakes of the Inquisition, but the liberal society has other means to fight these ‘infidels’ who prefer to live their life in their community, do not want to watch TV, and do not want to shop in the Wal-Mart. Simply, these can either accommodate or they are left to starve.

In liberal thought, the friend is the one who accepts the implication that the society is one gigantic free market, atomic community of people who fight all against all and only the ‘best’ is able to survive (but in fact, it is necessary to understand that this the ‘best’ only in one sense - in the Liberal sense - as formulated by Adam Smith and daily repeated by neo-liberals - the best is according to it ‘the most economic’). Traditions, agriculture, companies, or even fairy tales of local communities and indigenous people all around the world is thus taken away by what was supposed to be found the ‘best’ by the market. Thus, today for everyone the best traditions are the traditions that ‘proven to be’ the best by the rising global market - i.e. consumerism, the best agriculture ‘is’ to cease one’s lands to foreign trans-national corporations, let your own neighbours to be employed for laughtable wages and import barley from countries which produce ‘the best barley in the world.’ Similarly the ‘best companies’ are not local companies, the ‘best companies’ are gigantic trans-national corporations who are able to destroy every competition by their aggressive prize policy. And ultimately, regional and national myths and stories are being supplanted by the ‘best fairy tales’ from Disney or Warner Bros.

Implications of the world conceived by Liberal thinkers, global financial institutions and large businesses could thus well be rather sarcastically summarized as ‘compete, export or die.’

The political entity ceases to one only if it renounces its claim to choose friend and enemy and how they should be treated. Most importantly, Schmitt, continues, the universalist tendencies of Liberalism to announce that it fights for the ’cause of humanity,’ do not presuppose the end of politics and friend-enemy distinctions. Indeed, this even leads to even more extreme forms of friend-enemy dichotomy, even to the ‘total war,’ since those who fight against Liberal universalist tendencies supposedly fight against humanity itself.

Schmitt explains:

‘When a state fights its political enemy in the name of humanity, it is not a war for the sake of humanity, but a war wherein a particular state seeks to usurp a universal concept against its military opponent. At the expense of its opponent, it tries to identify itself with humanity in the same way as one can misuse peace, justice, progress, and civilization in order to claim these as one’s own and to deny the same to the enemy.’ (1994, p. 54)

The extreme form can be most notably perceived in Kant, who famously formulated his ‘categorical imperative,’ thus identifying his cause with the cause of humanity itself. The word humanity, or any other similar concepts as justice, freedom, peace, progress can be thus easily used to justify imperialist expansion. But in fact, as De Maistre mentioned:

‘(…) there is no such thing as man in the world. In my lifetime I have seen Frenchmen, Italians, Russians, etc.; thanks to Montesquieu, I even know that one can be Persian. But as for man, I declare that I have never in my life met him; if he exists, he is unknown to me.’ (1994, p. 53)

To argue that one’s ideas are universally applicable as the ideas of enlightened thinkers did, and as of other contemporary Liberal do, is according to Carl Schmitt to create the ultimate dichotomy between friend and enemy. It leads to extreme forms of opposition against those who deny their applicability. Schmitt summarizes in the following words:

‘To confiscate the word humanity, to invoke and monopolize such a term probably has certain incalculable effects, such as denying the enemy the quality of being human and declaring him to be an outlaw of humanity; and a war can thereby be driven to the most extreme inhumanity.’ (1996, p. 54)

Those who oppose are thus ‘monsters,’ they oppose their ‘own kind,’ they oppose ‘humanity’ itself, and are thus ‘unworthy’ of any human treatment.

But ultimately, what does Liberalism fights for, who are its ‘friends’?

‘Every encroachment, every threat to individual freedom and private property and free competition is called repression and is eo ipso something evil. What this liberalism still admits of state, government, and politics is confined to securing the conditions for liberty and eliminating infringements on freedom.’ (1996, p. 71)

Thus as Dr. Karl Polanyi showed in Great Transformations (1967), the modern liberal state and the interest of business goes hand in hand, indeed, they are inseparable. To conclude, one has to put Liberalism into a historical perspective, which offers a full justification for its friend-enemy dichotomy. Liberalism, and its enlightened predecessors stood in opposition to the feudal system and absolutism of the 18th century. They represented the ideals of the rising middle class - merchants and businessmen whose interests and economic activities were being threatened by the power of the state. Therefore ‘friends’ - bourgeoisie - middle class of merchants and and first entrepreneurs stood against its enemy - the aristocracy and absolutist state.

This is obviously not to say that Liberals are ‘evil,’ quite contrary, they had proven at the time to be the most powerful political force which was able to form the most powerful political grouping of ‘friends’ supported by the Liberal thought. Thus, the argument that they represent an ‘apolitical force’ is from this perspective fundamentally flawed. But as was mentioned earlier, life is diversity, it is dichotomy of people, groups and interests. Interests of some groups are not the interests of others. The claim that Liberalism represents the interests of all humanity is thus only a ‘noble lie’ in the Platonian sense, which has as its purpose to secure such interests in power or to elevate them into such position.

The belief of this author is that the interests of peoples - of cultures - of their traditions and daily life - cannot be equated with the interests of large business. It is thus necessary to refute the universalist tendencies of Liberalism and portray them in the perspective which clearly shows them as one of many ideas how the social life should be organized and as representing only the interests of the particular class and not of ‘humanity.’

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Bibliography:

Aristotle. (1999) Nicomachean Ethics (W. D. Ross, Trans.). Kitchener: Batoche Books.

Giddens, A. (1981) A Contemporary Critique of Historical Materialism. London: Macmillan Press.

Hay, C. (1997) ‘Divided by a Common Language: Political Theory and the Concept of Power,’ Politics, 17(1), pp. 45-52.

Hay, C. (2002) Political Analysis. Basingstoke: Palgrave.

Maistre, J. d. (1994) Considerations on France. Cambridge: Cambridge University Press.

Polanyi, K. (1967) The Great Transformation. Boston: Beacon Press.

Schmitt, C. (1996) The Concept of the Political. Chicago: University of Chicago Press.

Spengler, O. (1976) Man and Technics. New York: Greenwood Press.

dimanche, 25 janvier 2009

Hommage au Professeur B. Willms (1931-1991) / Entre Hobbes et Hegel

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Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1991

Hommage au Professeur Bernard Willms

(7.7.1931-27.2.1991)

Entre Hobbes et Hegel

 

par le Dr. Thor von WALDSTEIN

 

A Bochum vient de mourir le Fichte de notre époque, le Professeur Bernard Willms.

 

«C'est parce que vous mentez sur ce qui est, qu'en vous ne naît pas la soif de connaître ce qui adviendra» (Friedrich NIETZSCHE).

 

Lorsqu'une Nation dominée par des puis­san­ces étrangères n'a pas encore définiti­vement renoncé à s'auto-déterminer, elle doit impérativement travailler à une chose en priorité: reconnaître son propre état des lieux. Dans l'Allemagne vaincue d'après 1945, c'est surtout un tel bilan, clair, net, précis, qui a manqué. Privés de souverai­neté, privés de la possibilité de décider pour eux-mêmes, les Allemands ont honoré des valeurs, certes importantes, comme la «dé­mo­cratie», les «droits de l'Homme», la «paix», la «stabilité». Valeurs qui, sans ré­fé­rence à la Nation et sans souveraineté, de­meuraient de tristes coquilles linguis­tiques vides, exportées d'Outre-Atlantique et n'a­yant plus qu'une seule fonction: jeter un voi­le pudique sur l'impuissance impolitique des Allemands. Mais, comme lors de la Guerre des Paysans du XVIième siècle, lors des com­bats pour la libération du territoire en 1813-1814, lors du Vormärz de 1848, à la fin de l'ère wilhelminienne et sous Weimar, l'Al­lemagne a eu des penseurs brillants et courageux; pendant l'éclipse de Bonn aussi: des hommes qui ont su désigner les profi­teurs de notre misère nationale. Plus la dé­mission de la politique allemande s'insti­tu­tio­nalisait, plus la domination étrangère, don­née factuelle éminemment concrète, se dissimulait derrière le rideau de fumée des «valeurs occidentales», plus les régisseurs de la dogmatique politique am­biante, solide­ment installée, réagissaient avec fiel et ai­greur contre les hommes cou­rageux et civi­ques qui dégageaient la réalité de la cangue médiatique, où on l'avait enser­rée, et mon­traient clairement aux Alle­mands dans quel­le situation ils vivaient.

 

Parmi ces hommes: Bernard Willms.

 

En écrivant cette phrase, «L'homme existe po­litiquement ou n'existe pas», dans son re­marquable article intitulé «Antaios oder die Lage der Philosophie ist die Lage der Na­tion» (= Antaios ou la situation de la philoso­phie est la situation de la Nation), Willms, en 1982, réveillait brusquement la philoso­phie universitaire fonctionnarisée de son som­meil théorique et réclamait un ancrage (Ver­ortung)  de la philosophie dans le con­cept de Nation. Willms relançait ainsi dans le débat une thématique que les déten­teurs de chaires universitaires, en Alle­magne de l'Ouest, avaient enfouie pendant quarante ans sous un tas de scories dogma­tiques occi­dentales, prétextant que toute philosophie allemande après Auschwitz avait cessé d'exis­ter. Au cours du renouveau national des années 80, Bernard Willms est devenue une figure-clef de la nouvelle re­naissance allemande, un homme qui «éloigne de soi ce qui est vermoulu, lâche et tiède» (Stefan Geor­ge) et mange le «pain dur de la vérité philosophique» (Willms).

 

Celui qui étudie la biographie de ce philo­so­phe allemand constatera que son évolu­tion, qui le conduira à devenir un nouveau Fichte dans un pays divisé, n'a pas été dictée par les nécessités.

 

Né en 1931 à Mönchengladbach dans un mi­lieu catholique, Willms a étudié la philoso­phie à Cologne et à Münster, après avoir été pendant quelque temps libraire. Il rédige un mémoire à Münster en 1964, dont Joachim Ritter est le promoteur. Titre de ce travail: Die totale Freiheit. Fichtes politische Philo­sophie (= La liberté totale. Philosophie poli­tique de Fichte). Pendant la seconde moitié des années 60, lorsque l'Ecole de Francfort transformait l'Université allemande en un se­cond-mind-shop, Willms était l'assistant du célèbre sociologue conservateur Helmut Schelsky. A cette époque-là, Willms visite éga­lement, de temps en temps, les Sémi­nai­res d'Ebrach, où Ernst Forsthoff attire les esprits indépendants et les soutient. En 1970, Willms est appelé à l'Université de la Ruhr à Bochum, où il acquiert une chaire de profes­seur de sciences politiques avec comme thé­ma­tiques centrales, la théorie politique et l'histoire des idées. Marqué profondément par Hegel  —Willms s'est un jour décrit com­me «hégélien jusqu'à la moëlle»—  il avait abordé et approfondit, depuis son pas­sage chez Schelsky, la philosophie de l'An­glais Thomas Hobbes. En 1970, Willms fait paraître Die Antwort des Leviathans. Tho­mas Hobbes' politische Theorie  (= La ré­pon­se du Léviathan. La théorie politique de Tho­mas Hobbes). En 1980, il complète ses études sur Hobbes en publiant Der Weg des Levia­than. Die Hobbes-Forschung von 1968 bis 1978  (= La voie du Léviathan. Les re­cherches sur Hobbes de 1968 à 1978). En 1987, enfin, il résume ses vingt années de ré­flexions sur le vieux penseur de Malmesbury dans Das Reich des Leviathan  (= Le Règne du Lévia­than). Pendant ces deux dernières décen­nies, Willms est devenu l'un des meil­leurs connaisseurs de la pensée de Hobbes; il était devenu membre du Conseil Honoraire de la International Hobbes Association  à New York et ne cessait de prononcer sur Hobbes quantité de conférences dans les cercles aca­démiques en Allemagne et ail­leurs.

 

Tout en assurant ses positions, en devenant profond connaisseur d'une matière spéciale, Willms n'a jamais perdu le sens de la globa­lité des faits politiques: son souci majeur était de penser conjointement et la philoso­phie et la politique et de placer ce souci au centre de tous ses travaux. De nombreux livres en témoignent: Die politischen Ideen von Hobbes bis Ho Tschi Minh  (= Les idées politiques de Hobbes à Ho Chi Minh, 1971); Entspannung und friedliche Koexistenz  (= Détente et coexistence pacifique, 1974); Selbst­be­hauptung und Anerkennung  (= Au­to-affirmation et reconnaissance, 1977), Ein­führung in die Staatslehre  (= Introduc­tion à la doctrine de l'Etat, 1979) et Politische Ko­existenz  (= Coexistence politique, 1982).

 

Au cours des années 80, Bernard Willms fonde une école de pensée néo-idéaliste, en opérant un recours à la nation. Cette école désigne l'ennemi principal: le libéralisme qui discute et n'agit pas. En 1982, paraît son ouvrage principal, Die Deutsche Nation. Theorie. Lage. Zukunft  (= La nation alle­man­de. Théorie. Situation. Avenir) ainsi qu'un autre petit ouvrage important, Identi­tät und Widerstand  (= Identité et résis­tance). Entre 1986 et 1988, Willms édite en trois vo­lumes un Handbuch zur deutschen Nation  (= Manuel pour la nation allemande), trois recueils contenant les textes scientifiques de base pour amorcer un renouveau national. En 1988, avec Paul Kleinewefers, il publie Erneuerung aus der Mitte. Prag. Wien. Ber­lin. Diesseits von Ost und West  (= Renou­veau au départ du centre. Prague. Vienne. Berlin. De ce côté-ci de l'Est et de l'Ouest), ouvrage qui esquisse une nouvelle approche géopolitique du fait centre-européen (la Mit­teleuropa),  qui a prévu, en quelque sorte, les événements de 1989. Dans son dernier ar­ticle, intitulé Postmoderne und Politik  (= Postmodernité et politique, 1989), Willms re­lie ses références puisées chez Carl Schmitt et chez Arnold Gehlen à la critique française contemporaine de la modernité (Foucault, Lyotard, Derrida, Baudrillard, etc.). Sa dé­monstration suit la trajectoire suivante: la négation de la modernité doit se muer en principe cardinal des nations libres.

 

Si Bernard Willms a bien haï quelque chose dans sa vie, c'est le libéralisme, qu'il conce­vait comme l'idéologie qui fait disparaître le politique: «Le libéralisme par essence est hostile aux institutions; sur le plan politique, il n'a jamais existé qu'à l'état parasitaire. Il se déploie à l'intérieur même des ordres po­litiques que d'autres forces ont forgés. Le li­bé­ralisme est une attitude qui vit par la ma­xi­misation constante de ces exigences et qui ne veut de la liberté que ce qui est agréable». La phrase qu'a prononcée Willms avant la réunification à propos du libéra­lisme réel ouest-allemand n'a rien perdu de sa perti­nen­ce, après l'effondrement du mur. Ju­geons-en: «La République Fédérale n'a des amis qu'à une condition: qu'elle reste ce qu'elle est».

 

Ceux qui, comme Willms, s'attaquent aux «penseurs débiles du libéralisme» et stigma­tisent la «misère de notre classe politique», ne se font pas que des amis. Déjà au début des années 70, quelques énergumènes avaient accroché des banderoles sur les murs de l'Université de Bochum, avec ces mots: «Willms dehors!». Quand, pendant les années 80, les débats inter-universitaires ont tourné au vinaigre, d'autres drôles ont sur­nommé Willms «le Sanglant», démontrant, en commettant cette ahurissante et ridicule sottise, combien ils étaient libéraux, eux, les défenseurs du libéralisme, face à un homme qui, somme toute, ne faisait que sortir des sentiers battus de l'idéologie imposée par les médias et appelait les choses par leur nom. La remarque d'Arno Klönne, qui disait que Willms était le principal philosophe du néo-nationalisme, et le mot du Spiegel,  qui le dé­signait comme «le fasciste le plus intelligent d'Allemagne», sont, face à l'ineptie de ses contradicteurs les plus hystériques, de véri­tables compliments et prouvent ex negativo que ses travaux de Post-Hegelien serviront de fil d'Ariane pour une nouvelle génération d'Allemands qui pourront enfin penser l'Al­lemagne dans des catégories philoso­phiques allemandes, sans rêver aux pompes et aux œuvres d'Adolf Hitler.

 

Bernard Willms était un philosophe qui pre­nait au sérieux le mot de Cicéron, vivere est cogitare,  vivre, c'est penser. Avec sa mort, la nation perd la meilleure de ses têtes philo­sophiques des années d'avant le 9 novembre 1989, jour de la chute du Mur. Ernst Jünger nous a enseigné que la tâche de tout auteur est de fonder une patrie spirituelle. Chose rare, Bernard Willms est l'un de ceux qui ont réussi une telle œuvre d'art. Dans un in­terview, en 1985, il avait répondu: «On écrit des livres dans l'espoir qu'ils seront lus et compris par les hommes qui doivent les lire et les comprendre». Une jeune génération, formée par son école néo-idéaliste, a donc désormais la mission de témoigner de l'idéal national de Willms, d'utiliser ses livres et ses idées comme des armes pour construire, à Berlin et non plus à Bonn, une Allemagne nouvelle, au-delà des gesticulations stériles des bonzes qui la gouvernent aujourd'hui.

 

A Münster en Westphalie, ses disciples l'ont porté en terre sous les premiers rayons d'un pâle soleil de mars. Sur son cercueil, ils avaient fixé une plaque en cuivre, reprodui­sant la page de titre qui figurait sur la pre­mière édition du Léviathan, écrit par le Sage de Malmesbury. Bernard Willms avait l'ha­bitude, au cours des années 80, de pro­noncer une phrase, imitée de Caton, à la suite de chacune de ses nombreuses confé­rences: ceterum censeo Germaniam esse restituen­dam (je crois que l'Allemagne doit être resti­tuée). C'est le message et la mission qu'il nous laisse. Soyons-en digne.

 

Dr. Thor von WALDSTEIN,

14 mars 1991.

 

samedi, 17 janvier 2009

La notion d' "Etat manqué" chez Noam Chomsky

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La notion d’ « Etat manqué » chez Noam Chomsky

 

Aux Etats-Unis nous trouvons d’autres façons de penser que la façon « officielle » de la Maison Blanche, du Pentagone, de Wall Street et des médias amis de l’élite au pouvoir comme Fox et CNN… La figure de proue de cette autre Amérique est un professeur d’université à la retraite, le linguiste Noam Chomsky qui, en 2005, avait été promu par les lecteurs du magazine américain « Foreign Policy » d’ « intellectuel contemporain le plus influent ». Dans ses écrits, nous découvrons une approche critique de la politique générale de la seule superpuissance encore en lice. Cette année est parue la traduction néerlandaise de son ouvrage le plus récent, « Mislukte Staten » (en français : « Les Etats manqués », dans la collection 10-18, n°4163).  Aux Etats-Unis, on parle d’ « Etat manqué » lorsque l’Etat, dont question, constitue un danger potentiel pour les Etats-Unis. Noam Chomsky se demande si les Etats-Unis ne présentent pas eux-mêmes tous les symptômes d’un « Etat manqué ».

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Dans la première partie de son ouvrage, notre auteur analyse comment les Etats-Unis foulent aux pieds le droit international et, dans la seconde partie, il traite des institutions démocratiques du pays. La partie la plus importante du livre concerne effectivement l’analyse de la démocratie, telle qu’elle est pratiquée aujourd’hui aux Etats-Unis, et a pour titre : « Etendre la démocratie aux Etats-Unis ». Chomsky désigne les Etats-Unis comme une « démocratie stato-capitaliste ».

 

John Dewey, le principal des philosophes/sociologues américains du 20ème siècle, définissait la politique comme l’ombre que le « big business » jetait sur la société. Sa conclusion ? Rien ne changera tant que le pouvoir demeurera aux mains des dirigeants du monde des affaires, qui veulent du profit par le truchement d’un contrôle privé sur le système bancaire, sur l’immobilier et sur l’industrie. En plus, le monde des affaires renforce son pouvoir en mettant la main sur la presse, la publicité et la propagande. Selon Chomsky, le système politique actuel aux Etats-Unis est encore plus ou moins comparable à l’esquisse de départ, du moins sur le plan formel, mais les concepteurs initiaux de la démocratie américaine seraient tous atterrés de voir comment cette esquisse a évolué pour aboutir au « Zeitgeist » contemporain.

 

Il y a surtout un fait déroutant: le système juridique adapte le droit des personnes aux besoins des « entités collectives », c’est-à-dire des sociétés. Principe important dans le droit anglo-américain de l’entreprise : celle-ci doit exclusivement viser le profit matériel. Elle peuvent avoir des activités philanthropiques ou caritatives mais uniquement si celles-ci ont une influence positive sur leur image de marque et, donc, sur leurs profits. « Tout pas supplémentaire en cette direction apporte une entorse sérieuse aux principes libéraux classiques, à la démocratie et au fonctionnement du marché », écrit Chomsky.

 

Le penseur le plus significatif en ce domaine est un certain James Madison. Il affirmait que le pouvoir devait être entre les mains de « la richesse de la nation… des hommes les plus compétents ». « Ceux qui n’ont pas de propriété ne peuvent guère comprendre les droits de la propriété et des possédants. C’est pourquoi ils ne peuvent exercer aucun pouvoir sur ceux-ci. Les possédants doivent en conséquence avoir davantage de droits que les simples citoyens ». Le problème que soulève là Madison n’est pas nouveau. Loin s’en faut. Il remonte au premier des classiques de la science politique, à la « Politika » d’Aristote. Ce philosophe grec était un partisan de la démocratie, certes réduite aux hommes libres, exactement comme Madison deux mille ans après lui. Aristote reconnaît que cette forme de gestion de la Cité présente des lacunes. « Si la richesse est trop concentrée, les pauvres utilisent leur puissance, en tant que majorité, pour répartir plus équitablement la richesse. La où quelques-uns possèdent beaucoup et d’autres rien, surgit le danger d’une démocratie extrême . Et celle-ci ne reconnaît pas les droits des riches ». Aristote et Madison parlent du même problème mais tirent des conclusions différentes. Aristote entendait évoquer le développement d’un Etat de bien-être qui devait maintenir les inégalités dans des limites acceptables car, seulement de cette façon, disait-il, les riches conserveront l’estime de tous et leurs privilèges et possessions ne seront pas contestés.

 

« Bien que les luttes populaires à travers les siècles aient enregistré de nombreux succès pour la liberté et la démocratie, cette progression fut un chemin ardu. Et bien que la spirale soit normalement ascendante, le recul est parfois si important que la population est presque mise entièrement hors jeu par le biais de pseudo-élections comme celles, caricaturales, de 2000 et celles, encore pires, de 2004 », écrit Chomsky à la p. 231 de la version néerlandaise de son ouvrage. Aujourd’hui, les réactions négatives face à la politique du président George Bush junior et son équipe signalent que l’inquiétude des Américains et du monde est profonde, une inquiétude qui n’a eu que peu ou pas d’antécédents. Dans les revues scientifiques, on se demande si le système politique américain est encore viable à terme. Certains auteurs comparent le ministère de la justice sous Bush à celui des nazis, d’autres perçoivent un parallélisme entre la gestion par Bush et le Japon « fasciste ».

 

De même, les mesures prises aujourd’hui pour tenir le peuple américain en laisse rappellent de curieux souvenirs. Fritz Stern, un spécialiste de l’histoire allemande, écrivit naguère un livre intitulé : « Le déclin de l’Allemagne : de la civilisation à la barbarie ». Dans ce livre, Stern rappelle à ses lecteurs qu’il a lui-même, avec de nombreux autres, trouvé une terre d’asile aux Etats-Unis dans les années 30 du 20ème siècle. Aujourd’hui, cet ancien réfugié se fait de gros soucis quant à l’avenir des Etats-Unis. Selon Stern, personne ne peut ignorer le parallélisme entre l’époque révolue du nazisme et notre époque.

 

Fritz Stern évoque l’appel diabolique d’Hitler qui qualifiait sa mission de « divine » et se posait comme « le sauveur de l’Allemagne ». Ensuite, il évoque aussi le fait que Hitler a voulu faire de la politique une donnée pseudo-religieuse qui cadrait parfaitement avec la doctrine traditionnelle chrétienne. Stern nous exhorte à ne pas oublier que le déclin rapide de l’Allemagne a eu lieu précisément dans le pays de la science, de la philosophie et de l’art, dans un pays qui faisait la fierté de la civilisation occidentale. Avant que la propagande délirante des années de guerre n’ait fait son effet entre 1915 et 1918, les plus éminents représentants de la science politique aux Etats-Unis considéraient que l’Allemagne était un modèle exemplaire de démocratie. On ne doit pas oublier non plus que les nazis ont appris leurs techniques de propagande auprès des agences anglo-américaines, qui les avait testées et utilisées pour la première fois. Ils ont cherché refuge, en quelque sorte, dans des symboles simplistes et des slogans sommaires, qu’ils répétaient à satiété, parce qu’ils éveillaient des peurs et d’autres émotions de base, exactement comme les slogans publicitaires.

 

Joseph Goebbels insistait pour dire « qu’il utiliserait des méthodes publicitaires américaines pour vendre le national-socialisme ». Noam Chomsky : « Le ‘messianisme diabolique’ est bien l’ingrédient naturel des groupes dominants qui cherchent, bien décidés, à faire valoir leurs intérêts à court terme dans un éventail limité de secteurs-clés de la puissance politique ou pour viser la domination mondiale. Il faut être frappé de cécité pour ne pas comprendre que ce « messianisme diabolique » n’est pas le moteur de l’actuelle politique américaine. Les buts fixés par le gouvernement et les méthodes qu’il utilise se heurtent à la résistance de l’opinion publique. Voilà pourquoi il s’avère nécessaire de manipuler le public, de lui induire une attitude préconçue, par tous les moyens. Et Noam Chomsky conclut : « Les citoyens doivent s’engager au quotidien pour créer les bases d’une culture démocratique qui puisse fonctionner ou pour les réinventer. Une culture démocratique où le public a sa voix dans le concert politique. Non seulement dans l’arène politique elle-même mais aussi dans l’arène économique, si importante, justement là où on l’empêche par définition d’exprimer » (p. 290 de l’édition néerlandaise).

 

Dans ce livre, notre auteur décortique clairement, avec l’appui d’une bonne documentation, avec 34 pages de notes explicatives, l’actuelle politique de l’élite au pouvoir aux Etats-Unis. Sa lecture est un « must » pour tous ceux qui veulent faire connaissance avec « l’autre Amérique », avec ces penseurs et idéologues de la gauche progressiste américaine, actifs outre-Atlantique et influents dans les cercles de gauche du parti démocrate qui, malgré tout, ont contribué à la victoire de Barack Obama.

 

Miel DULLAERT.

(recension parue dans « Meervoud », Bruxelles, n°141, novembre 2008 ; trad.. franc. : Robert Steuckers).

 

Noam Chomsky, « Mislukte Staten – Machtmisbruik en de aanslag op de démocratie », traduction de Wim Van Verre, éd. EPO vzw, 335 pages, 2008.

mercredi, 14 janvier 2009

Hitlérisme, stalinisme, reaganisme

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Archives de SYNERGIES EUROPÉENNES / ORIENTATIONS (Bruxelles) - juillet 1988

 

 

Hitlérisme, stalinisme, reaganisme

 

 

John GALTUNG, Hitlerismus, Stalinismus, Reaganismus. Drei Variationen zu einem Thema von Orwell,  mit einem Vorwort von Dieter S. Lutz, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1987, 169 S., DM

 

 

Ouvrage pour le moins étonnant, ce livre de John Galtung, inspiré des visions de George Orwell, se veut une critique tous azimuts des grandes options politiques de notre siècle. Ces grandes idéologies ont toutes cherché à domestiquer le psychisme humain, à créer les conditions de leur propre non-dépassement, à effacer les souvenirs légués par l'histoire, à forger des loisirs sur mesure, à se décréter infaillibles, à manipuler mots et concepts pour les détourner de leur sens premier. Pour retrouver les racines de ce phénomène totalitaire, propre à notre époque, Galtung procède à une "analyse cosmologique" comparative et ré-su-me ses thèses dans deux tableaux. Le premier de ces tableaux juxtapose les caractéristiques de l'homo occidentalis  (HO), de l'homo teutonicus  (HT) et de l'homo hitlerensis  (HH), où l'homo teutonicus, imprégné de cette autorité théologienne de facture luthérienne, est l'homo occidentalis in extremis  et l'homo hitlerensis,  l'homo teutonicus in extremis.  Si l'HO place l'homme au-dessus de la nature, l'HT voue un culte romantique à la nature et l'HH conçoit une unité mystique entre l'homme et la nature. Après la disparition de l'HH, le monde a été dominé par l'homo sovieticus (HS), dont la forme extrême est l'homo stalinensis (HSt) et par l'homo americanus (HA), dont la forme extrême est l'homo reaganensis (HR). Cette classification peut apparaître spécieuse, empreinte de naïveté américaine; mais la conclusion de Galtung, c'est d'affirmer que toutes ces façons de mal être homme en ce siècle sont des variantes perverses de l'homo occidentalis expansator  (HOEx), qui doit son existence au christianisme, lui-même dérivé de la Bible, réceptacle d'autoritarisme, de mentalité inquisitoriale, d'intolérance, d'esprit de vengeance. Certes, ce sont là les caractéristiques de la version du-re  du christianisme, non de la version douce,  incarnée par exemple par un François d'Assise. Mais dans la sphère politique, ce sont les laïcisations de la version dure qui se sont seules affirmées, si bien que celui qui prend ce christianisme-là pour modèle de comportement, finit par se prendre pour un dieu unique et omnipotent et par devenir une menace pour autrui. Ce-lui qui s'imagine être un instrument du Dieu judéo-chrétien et fait appel à des récits bibliques fortement intériorisés par la population, finit par devenir aussi une menace pour autrui (cf. Reagan). Le résultat politique contemporain du christianisme dur, c'est un monde de type orwellien, comme dans 1984  ou dans Animal Farm,  avec des oripeaux idéologiques variables mais un égal résultat stérilisateur.

(Robert STEUCKERS).

 

mardi, 13 janvier 2009

Le recours aux frontières

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Le recours aux frontières

http://www.europemaxima.com

vendredi 2 janvier 2009, par Georges Feltin-Tracol


La crise financière actuelle devrait réjouir les tenants de l’État puisqu’il sauve d’une ruine certaine bien des établissements bancaires. S’il faut en effet se féliciter de la fin du primat des « marchés » et des places financières, on ne peut que rester sceptique sur l’avenir de la crise. Assistons-nous aux prémices d’un effondrement général comme le prévoyait dès 1998 Guillaume Faye ou ne faut-il pas craindre que cette dramatique péripétie accélère plutôt le dessein d’intégration mondialiste ? Le réaliste pessimiste tend vers cette dernière hypothèse, car le F.M.I. souhaiterait devenir une Banque centrale planétaire. Si ce vœu se réalise, gageons que viendront ensuite une monnaie unique universelle (le mondo ?), puis un État mondial et, enfin, une société globale métissée. Cette marche insensée ne peut être empêchée (ou retardée) que si les États transgressent aujourd’hui un tabou et réhabilitent l’idée de frontières (peu importe ici le singulier ou le pluriel).

Il ne fait guère de doute que les « ploutoligarchies » transnationales exècrent cette idée qui contrarie leurs ambitions mortifères. C’est pourquoi, tout en injectant des sommes considérables dans des institutions financières en faillite, consacrant de la sorte un « communisme de marché » (1) dans lequel l’hyper-classe privatise des bénéfices gigantesques et « nationalise / étatise » des pertes faramineuses, les gouvernements se gardent de récuser le dogme du libre-échange (rien à voir ici avec les turpitudes strictement privées d’un haut-responsable français en poste à Washington). Pour la nouvelle classe dépeinte par Christopher Lasch, le protectionnisme (taxé de tous les maux dont le populisme et la xénophobie) n’est pas la réponse adéquate et, quand on ne le vilipende pas, les médias conservent un silence révélateur. En France, pendant longtemps, à part Maurice Allais, Emmanuel Todd soutint des thèses protectionnistes dans un cadre européen, mais d’une façon inaudible. Sa faible audience ne s’explique-t-elle pas aussi par l’incohérence de sa réflexion ? Favorable à un protectionnisme économique raisonnable, ce nationiste hostile aux souverainistes hexagonaux développe un discours républicain fortement intégrationniste. Or il n’a pas vu (ou compris) que nos sociétés d’Europe occidentale pâtissent d’une intense globalisation. L’anglicisme entend montrer le double phénomène qui frappe, entre autre, la France depuis deux générations :

— d’une part, une mondialisation extérieure initiée au début du XXe siècle, entérinée par les accords de Bretton Woods, le G.A.T.T. et le plan Marshall et amplifiée au milieu des années 1980 par la « révolution atlantique néo-libérale » reagano-thatchérienne de déréglementation de la circulation des capitaux et de l’ouverture progressive des marchés intérieurs européens à la concurrence intercontinentale,

— d’autre part, une mondialisation intérieure avec l’arrivée massive d’une immigration extra-européenne qui encourage l’islamisation, l’africanisation et la tiers-mondisation de l’Europe, et ce, combinée en même temps à une américanisation des mentalités et des attitudes ; ces processus ravageurs transforment par conséquent de vieilles sociétés solides en ensembles sociaux instables.

Vouloir le retour des frontières ne signifie pas seulement contester la mondialisation économique. Il s’agit aussi de contrer l’annihilation du politique.

Refonder des frontières (géo)politiques

Remettre dans les esprits et dans les faits l’idée de frontières exige au préalable l’abandon définitif du projet fumeux de « société ouverte ». La fermeture s’impose, car c’est une évidence incontestable que « la société politique est toujours société close, écrit Julien Freund. […] Elle a des frontières, c’est-à-dire elle exerce une juridiction exclusive sur un territoire délimité. […] Elle est l’âme des particularismes. En effet, toute société politique perdurable constitue une patrie et comporte un patrimoine » (2). Cependant, à rebours de la pensée uniforme la plus établie, il précise aussitôt que « clos n’est pas identique à statique, immobile, figé. Bien que close, la société politique n’est pas du tout repliée sur elle-même ni imperméable à ce qui se passe dans le reste du monde. Au contraire les bouleversements, modifications et innovations dans une société ont immanquablement un retentissement dans les autres sociétés (3) ». Ces incessantes interactions incitent au maintien de cette unité politique inscrite dans l’espace et le temps qu’est l’État qu’on ne saurait confondre avec l’État-nation qui n’en est qu’une des nombreuses manifestations historiques.

Malgré l’apparition d’acteurs nouveaux non étatiques marqués par l’émergence de réseaux transnationaux criminels (les maffias, Al-Qaida) ou religieux (Église catholique, sectes évangéliques, mouvements bouddhistes, etc.) et par la persistance de puissantes entreprises multinationales, le fait étatique subsiste, persiste, résiste, y compris pour des entités concernées à un processus d’intégration régionale telle que le Mercosur. L’exemple le plus flagrant reste la construction européenne avec l’Espace Schengen. Alors que les frontières intérieures de l’Union (entre les États-membres ou avec des voisins « sûrs » comme la Suisse, la Norvège ou l’Islande) s’estompent et se changent progressivement en quasi-limites administratives similaires au tracé séparant l’Île-de-France de la Bourgogne, ses frontières extérieures se renforcent théoriquement : on érige des murs high tech et on donne à l’Ukraine ou la Libye des millions d’euros pour qu’elles arrêtent chez elles toute la misère du monde. On comprend dès lors le dépit infantile des sans-frontièristes, ardents soutiens des hors-la-loi clandestins, qui éructent contre une « Europe-forteresse » fort peu fortifiée en réalité, car l’idéologie dominante mondialiste en fait une passoire indéniable.

Bien qu’elle s’inscrive dans une logique anti-stato-nationale, l’Union européenne sait bien qu’il lui faut des frontières, car une structure politique ne peut déployer son autorité que sur un espace plus ou moins strictement arpenté. Les eurocrates de Bruxelles cherchent à biaiser cette réalité par des élargissements toujours plus lointains. Ils préparent l’adhésion à moyenne échéance de la Turquie, du Maroc et d’Israël et songent d’y inclure un jour lointain l’Afghanistan, le Soudan et, pourquoi pas ?, la Papouasie - Nouvelle-Guinée… Il est cependant inéluctable que cette « Europe mondiale » se fracassera tôt ou tard sur le mur cruel des événements tragiques.

L’erreur originaire, ontologique même, des pères de la construction européenne fut de ne pas fixer dès le départ une limite ultime à leur ambitieux projet. Un européaniste exalté tel que Jean Thiriart en imagina plusieurs, de l’Irlande aux marches moldaves d’abord, de l’Islande à l’Union soviétique ensuite, de l’« Euro-U.R.S.S. » élargie à la Turquie, au Proche-Orient et à l’Afrique du Nord, enfin. Toutefois aussi étendus que fussent ces espaces géopolitiques fantasmés, ils savaient se donner des bornes. D’autres « européanistes » plus pragmatiques (Dominique Venner ou Henri de Grossouvre) évoquent plutôt un « noyau carolingien » basé sur une complémentarité franco-allemande ou sur un axe Paris - Berlin - Moscou. Ces considérations sur les limites ultimes d’une Europe idéale paraissent fort oiseuses à un moment où le machin de Bruxelles demeure un ectoplasme sectaire. Le repli vers les États et/ou les nations serait-il la solution en attendant mieux ? Méfions-nous toutefois de ce mirage : le cadre étatique et/ou national risque d’être comme ces chênes d’apparence robuste et en fait totalement pourris de l’intérieur, dévastés par le « cosmopolitisme » et des délocalisations industrielles massives.

Repenser des frontières économiques

Relancer le protectionnisme et sortir de l’O.M.C. seraient-elles des solutions judicieuses à la crise ? Des économistes bien-pensants rappellent que la Grande Dépression de 1929 s’installa durablement en raison du relèvement des barrières douanières et de l’adoption par Londres et Paris d’une « préférence impériale » fondée sur leurs colonies. Comparaisons n’est pas raison et on n’est plus dans les années 1930. Il serait temps de débarrasser le protectionnisme de toute connotation péjorative. Ce n’est pas la célébration d’une quelconque autarcie associée, parfois, à la décroissance (4), mais l’édification raisonnable d’« écluses » douanières qui freineraient, arrêteraient ou détourneraient les torrents de la marchandisation mondiale. On peut en outre exiger le retour des frontières en économie sans pour autant verser dans un excès protectionniste. D’autres voies anti-conformistes sont toujours envisageables.

Janpier Dutrieux suggère par exemple de « transcender le libre-échangisme et le protectionnisme, qui sont sources de conflits, et [de] leur opposer un système qui enrichit tout le monde. Ce système, c’est la mutualité commerciale » (5). Sans entrer dans les détails, il s’enchâsserait dans une « économie créditrice » avec « un étalon monétaire stable et fixe : l’eurostable » et « un nouveau système monétaire international autour d’une Union monétaire de compensation internationale qui fondera un mutualisme financier international » (6).

« De quoi s’agit-il, s’interroge donc Janpier Dutrieux ? Il s’agirait de mutualiser les avantages retirés de l’échange entre deux pays afin de ne pas léser la branche ou le secteur de production du pays exportateur (comme le fait le protectionnisme), ni pénaliser celui du pays importateur (comme le fait le libre-échangisme). Techniquement, il s’agirait d’appliquer une taxe sur les exportations (et non sur les importations), prélevée par la douane du pays exportateur. Cette taxe serait égale à la moitié de la rente de situation différentielle que possède la marchandise exportée par rapport à la même marchandise produite par le pays importateur. Le pays exportateur compenserait la branche professionnelle du pays importateur qui fait les frais de cette exportation. Ces échanges pourraient se faire dans le cadre d’une Alliance internationale de mutualité commerciale qui viendra s’opposer aux principes de l’Organisation mondiale du commerce […]. Le produit de cette taxe sur les exportations viendra financer les pertes à gagner des producteurs du pays importateur et permettre à ses branches de production d’améliorer leur compétitivité. (7) »

Il est vraisemblable que cette troisième voie commerciale libérerait l’économie dite « réelle » (les P.M.E., les artisans, les petits producteurs, les consommateurs, les couches populaires et moyennes) de l’emprise de la finance folle. Avec la mutualité commerciale, « les pays importateurs sont gagnants, ils n’ont pas à sacrifier leurs branches de production, ni à délocaliser leurs usines. Les pays exportateurs sont également gagnants, ils peuvent vendre leurs marchandises aux pays plus riches, et ainsi progressivement s’enrichir eux-mêmes. Dans ces conditions, ils pourront faire vivre leurs nationaux. La mutualité commerciale ré-enracine les populations. Elle stoppera les flux migratoires qui déstructurent l’humanité » (8). Voilà comment une réforme radicale des échanges internationaux permettrait aux entités politiques pourvues de frontières restaurées de reprendre le contrôle des déplacements mondiaux d’hommes, de les restreindre, voire de les renverser…

Admettre des frontières sociologiques

On se contente bien souvent de n’examiner les frontières que selon un angle politique et économique en délaissant complètement leur portée sociale ou « sociétale ». Le recours indispensable aux frontières entraîne inévitablement une remise en cause radicale du paradigme égalitaire moderne. Nous vivons, d’après Louis Dumont, à l’ère de l’homo æqualis triomphant (9). Or la destruction des corps intermédiaires et l’absence d’une armature organique participent à la négation des frontières, en l’occurrence sociales, ce qui engendre une quête frénétique, névrotique, quasi-pathologique, de la moindre distinction et l’émergence de l’astre noir de la Modernité, le racisme, qu’il faut considérer comme la nostalgie malsaine d’un désir d’homogénéité égalitaire. On découvre là l’« astre noir » de l’idéologie des Lumières et de son rêve dément d’ingénierie humaine. « L’homme moderne, et cela commence au XVIIIe siècle, observe finement Philippe Ariès, tolère de moins en moins des voisins qui ne sont pas conformes à son modèle. Il tend à les isoler, puis à les expulser, comme notre organisme réagit à un corps étranger. Les sociétés pré-industrielles ignoraient cet appétit d’identité » (10). Au nom d’une « égalité différentielle » exprimée par le slogan aporique « Tous différents, tous égaux ! », le discours multiculturaliste suscite des reconnaissances collectives, plus ou moins provoquées, autour d’affinités culturelles, sociales, sexuelles, linguistiques, confessionnelles…, qui opèrent de facto des clivages, des frontières, à l’intérieur d’une société voulue égalitaire. Certains s’écrient alors au « communautarisme », mais toute société n’est-elle pas un assemblage de multiples collectivités plus restreintes ? Et puis ce phénomène paradoxal de « différenciation égalitaire » ne répond-il pas à la pulvérisation (11) de nos sociétés minées par le couple infernal du productivisme et de l’argent ?

Quelques beaux esprits, égalitaristes frénétiques ou conservateurs patentés, condamnent le communautarisme qui saperait l’État. Ils ne décèlent pas qu’on quitte la Modernité pour un âge dit « néo-moderne », « hyper- moderne », « post-moderne » ou « archéofuturiste ». Ces modernes bientôt hors-jeu ne perçoivent toujours pas que l’individu, détaché de tout lien traditionnel ancestral, dépérit dans une unidimensionalité aliénante qui le réduit en homo consumans - homo faber alors qu’il s’épanouit quand il retrouve des entourages communautaires (12). D’autres le pressentent et multiplient en réponse de ce manque des occasions artificielles festives : les « nuits blanches », les raves parties, les grandes kermesses politico-musicales. L’homme moderne doit oublier sa condition de déraciné en promouvant l’homo festivus. Néanmoins, si les sociétés traditionnelles s’affirmaient par la prédominance du groupe sur l’individu tandis que les sociétés modernes s’analysent par la domination de l’individu sur le groupe, les sociétés post-modernes se définiraient plutôt par un équilibre toujours subtil, parfois conflictuel, entre un individualisme - qu’on ne peut renier et, faute de mieux, qu’on doit assumer - et un vivre-ensemble organique à (ré-)inventer sans sombrer dans l’absorption dangereuse (totalitaire) du privé par le public. La frontière y exerce dès lors par conséquent un rôle déterminant dans la « reholisation » des comportements collectifs.

Quitte à irriter, prenons un exemple provocateur. Le port du foulard islamique par les musulmanes dans nos sociétés participe indirectement à la réhabilitation des frontières. Certes, le tchador marque la volonté d’imposer l’islam sur les terres d’Europe. Oui, son port outrage la femme européenne qui - ne l’oublions jamais - assure la maîtrise du foyer chez nos peuples boréens (Pénélope, Guenièvre, Iseut sont des figures majeures de notre imaginaire forestier, maritime et montagnard qui ne disent rien à un fidèle venu du désert) (13) et ne concerne que des converties. Son port sur notre sol signifie en réalité que la musulmane établit une frontière tangible entre elle et les autres. Ce simple morceau de tissu visualise par conséquent une nette séparation entre l’Oumma et la « Maison de la guerre ». Va-t-on le déplorer comme se lamentent les républicains et humanitaristes ou bien faut-il vraiment se formaliser de cette distinction réelle entre elles (et par delà elles, eux) et nous ?

Indispensables discriminations

Dans le langage courant, la discrimination - toujours mis au pluriel - fait figure de mal absolu. Contre elle, on dilapide chaque année des milliers d’euros dans des campagnes de propagande. L’« idéologie » anti-discriminatoire s’est depuis longtemps infiltrée dans tous les pans de la société. Ainsi, les établissements scolaires ont retiré l’estrade sur laquelle se trouvait le bureau du professeur qui surplombait sa classe si bien que l’enseignant se retrouve maintenant placé au même niveau que ses élèves. Cependant, malgré des réticences, le monde si généreux des pédagogues continue à discriminer par des notes, en distinguant les bonnes copies des mauvaises. La haine contre les enseignants ne serait-elle pas un effet indirect - et inconscient - d’un environnement saturé de thèmes anti-discriminatoires ? Loin d’être politique, la lutte contre les discriminations relève de la moraline et verse souvent dans l’impolitique.

La pensée unique critique donc ces discriminations majeures que sont les frontières, car elles constituent une introduction aux différences. « Traverser une frontière, constate Julien Freund, c’est le plus souvent être dépaysé (au sens plein du terme), parce qu’on entre dans une sorte d’autre monde avec d’autres institutions, d’autres coutumes, d’autres modes de vie, un autre esprit. (14) » Comment ce changement est-il possible ? Parce que, poursuit-il, « la frontière exclut le reste. C’est elle qui donne un sens à l’acte de guerre, c’est elle qui définit l’étranger, c’est elle aussi qui détermine les situations qui désorientent l’être humain et le troublent parfois jusqu’au plus profond de lui-même : celles de l’exilé, du banni, du proscrit, du réfugié, de l’expulsé, de l’émigré, du déporté, etc. » (15). Bref, les frontières sont inévitables, d’autant que « la répartition des humains par unités politiques particulières répond […] à certains besoins de l’homme : celui de se distinguer et celui de “ se situer ”, pour employer une expression du vocabulaire contemporain. La reconnaissance de l’homme par l’homme n’efface jamais les particularités : elles sont aussi vraies que l’homme lui-même. La multiplicité des unités politiques fournit à chacun la possibilité de se définir extérieurement, la discrimination politique étant la plus simple, la plus nette, la plus manifeste et la plus compréhensible » (16). Il en résulte que la discrimination est une donnée irréfragable propre à l’homme.

Il y a dans la Bible un fameux passage dans lequel on sépare l’ivraie du bon grain. N’est-ce pas une métaphore discriminatoire ? Les agences matrimoniales fondent leur réussite et leur réputation sur des discriminations puisque les candidats au mariage recherchent le partenaire idéal à partir de critères précis (le sexe, l’âge, le niveau intellectuel, la profession, la taille, le poids, la couleur des yeux et des cheveux, les goûts, les loisirs…) qu’ils définissent soigneusement. Verra-t-on bientôt, sous peine de Goulag aseptisé, ces agences seulement mentionner : « Être humain recherche quelqu’un » ? Si cette folie anti-discriminatoire prend de l’ampleur, on peut imaginer que tous les mâles jaloux de voir l’actrice Angelina Jolie vivre avec l’acteur Brad Pitt leur intenter un procès pour discrimination parce qu’ils n’auront pas été choisis… Discriminer appartient au politique, au vivant, et non à une morale supposée universelle. L’anti-discrimination s’apparente en dernière analyse à une tentative échevelée de l’égalitarisme pris dans des contradictions inextricables. Ainsi, suite aux pressions féministes, il existe dorénavant à Mexico des compartiments strictement réservés aux femmes dans le métro ; à quand des compartiments pour les végétariens ou pour les porteurs de lunettes (ou pour les gens de non-couleur) (17) ? Cette tendance paradoxale de discrimination anti-discriminatoire est au fond logique puisque « la division de la société en sociétés particulières procède du concept même de politique, explique Julien Freund. La politique provoque la discrimination et la division, car elle en vit. Tout homme appartient donc à une communauté déterminée et il ne peut la quitter que pour une autre » (18). Le combat contre les discriminations qui favorise dans un premier temps une indifférenciation globale, crée, dans un second temps, de nouvelles distinctions plus sournoises encore que les anciennes et dont les natifs européens sont les premières victimes.

Quand on stigmatise l’opposition (la frontière) entre le citoyen et l’étranger au nom du genre humain, on va à l’encontre de sa nature politique. Qu’est-ce qu’un étranger ? « Être un étranger signifie précisément : habiter un pays dont on n’est pas citoyen. (19) » Ce rappel est inacceptable pour l’idéologie actuelle. Réhabiliter le politique, reconstituer la citoyenneté, restaurer l’État régalien (ce qui signifie par exemple de revenir au monopole de battre monnaie et de rétablir le châtiment capital) suppose au préalable de revendiquer et d’appliquer le concept vital de préférence identitaire d’ordre politique (nationale, européenne et/ou régionale) ou ethnique. Il est légitime que chez nous, les nôtres soient prioritaires par rapport aux autres. Une mère de famille se souciera d’abord de nourrir ses enfants avant de donner une bouchée de pain aux rejetons de la famille voisine, à moins qu’agissent des mécanismes de solidarité communautaire qui permettront de dépasser le simple égoïsme pour une coopération équitable entre personnes du même cercle d’appartenance d’une part, entre divers cercles d’appartenance d’autre part. Les enchâssements communautaires (ou les attaches collectives, naturelles ou subjectives) autour de la personne humaine ne sont pas exclusifs, mais plutôt cumulatifs et / ou synergiques. Les mesures anti-discriminatoires en cours dénotent une véritable phobie de l’originalité alors que « le particularisme est une condition vitale de toute société politique » (20). Soulignons en outre que ces lubies affaiblissent dangereusement le corps social qui perd son homogénéité spirituelle (ses traditions, sa mémoire, sa conscience d’être et d’agir au monde) au profit d’une hétérogénéité ethnique et d’une uniformité culturelle inquiétantes. Or « une société qui n’a plus conscience de défendre un bien commun qui lui est particulier, c’est-à-dire toute société qui renonce à son originalité, avertit Julien Freund, perd du même coup toute cohésion interne, se disperse lentement et se trouve condamnée à plus ou moins longue échéance à subir la loi extérieure » (21).

Redoutable machine de guerre contre l’esprit humain et le politique, l’anti-discrimination travaille l’opinion afin de lui inculquer une signification trompeuse. Les discriminations prennent sous son influence le sens de « traitements inégaux », de « préjugés inqualifiables (et désuets) ». Quant à la « discrimination positive », c’est-à-dire admettre une préférence envers des minorités reconnues aux dépens de la majorité et des autres minorités non qualifiées, car ignorées, elle apparaît surtout comme un favoritisme créateur à moyen terme de discordes internes, voire de guerre civile. Par ailleurs, les mesures de « préférence étrangère » posent les jalons de la ségrégation.

S’opposer à la ségrégation, stade suprême de la pulvérisation sociale

Par ségrégation, on désigne premièrement l’action de séparer quelqu’un ou quelque chose d’un ensemble, puis secondement la nette séparation entre groupes ethniques coexistant sur le même territoire. Ce terme connaît actuellement une éclipse relative dans le vocabulaire courant. Il subsiste volontiers quand on évoque la situation du Sud des États-Unis jusqu’aux années 1960 ou l’apartheid (qui se concevait à l’origine comme un développement ethnique séparé) en Afrique du Sud. En réalité, il y a ségrégation quand le primat égalitaire innerve la société et que la majorité pulvérisée, fragmentée, segmentée, égalisée, inquiète pour l’avenir de sa suprématie, réagit par une systématisation radicale de l’exclusion. Les sociétés traditionnelles ne nient pas les inégalités, elles les assument plutôt pleinement. Louis Dumont et Alain Daniélou (22) ont démontré l’inexistence de ségrégations dans le système hindou des castes.

Au contraire, la ségrégation, qui accroît l’anomie de nos sociétés, provient de l’indifférenciation généralisée des conditions d’existence et de l’oubli systématique des frontières. Les relever signifierait du même coup reconstituer un pluralisme authentique, car, si elles séparent, les frontières aussi unissent. Ce sont des interfaces, des lieux d’échanges (pacifiques ou non), entre différents mondes sociaux et culturels. Julien Freund estime que « la frontière est un chiffre de l’existence sociale de l’homme en tant qu’il est citoyen : elle sépare les hommes et en même temps elle est agent de cohésion des groupes et formatrice des communautés, celles-ci restant toujours particulières » (23). C’est « en affirmant la légitimité de certaines discriminations et la vertu des inégalités, de l’originalité et de l’expérimentation sociale, [que la frontière] exprime à sa manière le destin de l’homme par le refus du conformisme social auquel le public est sans cesse tenté de succomber » (24).

La frontière permet au Même de dialoguer avec l’Autre alors que la ségrégation nie, refuse, oublie, occulte, détruit l’altérité, la différence. Sans frontières, l’Autre cesse d’être ce qu’il est pour devenir quelconque ou rien. Les frontières ne nuisent jamais à la diversité humaine, bien au contraire ! Dans ce monde toujours plus terne, le recours aux frontières s’impose indubitablement au nom de l’écologie des cultures et de la variété immarcescible des peuples encore vivants.

Georges Feltin-Tracol

Notes

1 : Cf. Flora Montcorbier, Le communisme de marché, L’Âge d’Homme, coll. « Mobiles géopolitiques », 2000.

2 : Julien Freund, L’essence du politique, Dalloz, 2004, pp. 38 - 39.

3 : Julien Freund, op. cit., p. 42.

4 : Il est compréhensible de craindre que l’application de la décroissance entraîne une perte de puissance pour les États qui l’adopteraient (sauf si une instance mondiale l’impose à tous). Les faits semblent démontrer le contraire. Il existe actuellement un État au monde qui pratique une certaine décroissance économique sans que cela n’obère d’ailleurs sa puissance relative puisqu’il a contraint les États-Unis à céder : c’est la Corée du Nord. Mais à quel prix pour sa population civile…

5 : Janpier Dutrieux, « Nomadisme et enracinement : les nouveaux enjeux économiques, commerciaux et financiers », in sous la direction de Benjamin Guillemaind, La mondialisation est-elle une fatalité ?, Via Romana, 2006, p. 51.

6 : Janpier Dutrieux, art. cit., p. 49.

7 : Idem, pp. 51 - 52. Il importe aussi de relocaliser les économies et d’exhorter les pays émergents, présents et futurs, à cesser d’imiter le modèle occidental. Il revient donc à l’Europe de montrer une fois de plus une nouvelle orientation, la voie de la désoccidentalisation.

8 : Idem, p. 52.

9 : Sur Louis Dumont, cf. Homo hierarchicus. Le système des castes et ses implications, Gallimard, 1970 ; Homo æqualis I. Genèse et épanouissement de l’idéologie économique, Gallimard, 1977 ; Homo æqualis II. L’idéologie allemande. France - Allemagne et retour, Gallimard, 1991 ; Essais sur l’individualisme. Une perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, Le Seuil, 1983.

10 : Philippe Ariès, « Le racisme dans notre société industrielle », in Le Présent quotidien 1955 - 1966, Le Seuil, 1997, p. 262.

11 : Pour comprendre ce concept de « pulvérisation », cf. Éric Werner, Vous avez dit guerre civile ?, Éditions Thael, 1990.

12 : Le démembrement du cadre communautaire de l’être humain par la Modernité « relève d’une volonté de puissance déréglée fondée sur une boursouflure de l’ego. Qu’est-ce que cet ego ? Ce “ moi ” n’a rien à voir avec le cerveau rationnel ; il exprime les instincts du cerveau reptilien associés au cerveau limbique.

La maladie dont souffre l’Amérique et l’Occident est de type métaphysique (et anthropologique) : dans la société “ moderne ” où ne compte que ce qui est fonctionnel au service des instincts animaux, le “ moi ” est divinisé. Dans le cadre collectif, cette divinisation du “ moi ” se traduit par un égalitarisme haineux fondé sur le désir de vengeance. Dans une pareille situation, le système politique lui-même ne peut plus fonctionner normalement », écrit judicieusement Yvan Blot, « Vers un “ fascisme ” gay ? », Polémia, www.polemia.com, 9 décembre 2008.

13 : Dans la trilogie du Seigneur des Anneaux de J.R.R. Tolkien, Eowyn, nièce du roi du Rohan, incarne superbement l’archétype de la féminité européenne et on ne peut la comparer à Schéhérazade des Mille et une nuits.

14 : Julien Freund, op. cit., p. 39.

15 : Idem, p. 39, souligné par nous.

16 : Idem, p. 38.

17 : L’idéologie anti-discriminatoire sombre dans des querelles inextricables. Pour preuve, le 4 novembre 2008, les Californiens approuvent par référendum la proposition 8 qui interdit le « mariage » homosexuel. Les études post-électorales montrent que 70 % des Afro-Américains ont voté en faveur de cette interdiction. En critiquant ce vote populaire, les gays ne versent-ils pas dans la négrophobie tandis que les Noirs donneraient dans l’homophobie ?

18 : Julien Freund, op. cit., p. 38.

19 : Idem, p. 367.

20 : Idem, p. 39.

21 : Idem, p. 39.

22 : Sur Alain Daniélou, cf. Shiva et Dionysos. La religion de la Nature et de l’Éros. De la préhistoire à l’avenir, Éditions Arthème Fayard, 1979 ; Les quatre sens de la Vie. Et la structure sociale de l’Inde traditionnelle, Le Rocher, 1992 ; Le Destin du Monde d’après la tradition shivaïte, Albin-Michel, 1992 ; La Civilisation des différences, Éditions Kailash, coll. « Les Cahiers du Mleccha, volume II », 2003. On lira aussi avec profit d’Alain Daniélou « Le système des castes et le racisme », pp. 37 - 62, in sous la direction de Julien Freund et d’André Béjin, Racismes Antiracismes, Méridiens Klincksieck, 1986, ainsi que dans le même recueil l’excellente contribution de Michel Maffesoli, « Le polyculturalisme. Petite apologie de la confusion », pp. 91 - 117.

23 : Julien Freund, op. cit., p. 39.

24 : Idem, p. 313.

 

lundi, 05 janvier 2009

Entrevue avec Domenico Fisichella sur la notion de totalitarisme

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Archives de SYNERGIES EUROPEENNES - 1987

Entrevue avec Domenico Fisichella sur la notion de totalitarisme

par Giovanni SEMPLICE

Il a cinquante-deux ans et les porte bien. C'est un savant qui jouit d'un prestige international et ses travaux sont publiés à Oxford, à l'Université de Californie, à la Sorbonne, au Centre d'Etudes constitutionnelles de Madrid. Son nom: Domenico Fisichella, professeur ordinaire de Science de la Politique auprès de la Faculté des Sciences Politiques de l'Université "La Sapienza" à Rome. Il enseigne aussi à l'Université Libre Internationale des Etudes Sociales (LUISS). Pour le grand public, il est connu comme étant l'éditorialiste du quotidien  La Nazione de Florence, auquel il a collaboré d'avril 1971 à mars 1977, et comme chroniqueur à Il Tempo de Rome.

Son livre le plus récent, Totalitarismo. Un regime del nostro tempo (La Nuova Italia Scientifica, Ro-me, 1987) constitue une vaste recherche, toute emprein-te de lucidité. L'analyse théorique y est enrichie d'une énorme érudition historique et l'auteur réussit un tour de force: préciser avec minutie un concept central pour la compréhension de l'un des phéno-mè-nes politiques protestataires des plus inquiétants qu'ait jamais connu l'histoire.

C'est de cet ouvrage fondamental que nous nous sommes entretenu avec Domenico Fisichella dans le bureau de sa belle maison de Parioli.

Ma première question concerne directement la loca-li-sation historique du phénomène to-ta-litaire. Pourquoi celui-ci s'inscrit-il dans notre temps? Qu'est-ce qui le distingue des autres formes autocratiques que l'hu-manité a connues jusqu'ici?

Ma réponse renvoie aux caractères propres du XXème siècle. Nous avons une société massifiée, mar-quée par la disparition des distinctions de classe traditionnelles, nous constatons l'émergence de ni-veaux significatifs dans le développement technolo-gique, nous observons des crises de légitimité dans de nombreux pays ainsi que des soubresauts dus à la transformation radicale soit des processus politiques soit des processus socio-économiques ou socio-culturels: sur un tel terrain peut s'alimenter le grand et terrible projet des mouvements totalitaires, qui est de créer l'homme nouveau et l'ordre nouveau. Ces fac-teurs, combinés les uns aux autres, ne se sont jamais rencontrés conjointement dans aucune réalité anté-rieure. Le totalitarisme est donc bien fils de notre temps parce qu'il exprime, dans ses formes et dans son contenu, lesquels sont dramatiquement exas-pérés, distordus, désordonnés et dépourvus de toute espèce de discrimination, l'anxiété des hommes face à l'innovation et à la transformation du monde dans lequel nous vivons.

Placé sous cet angle, quelle est la différence entre un régime totalitaire et un régime autoritaire?

Les différences sont multiples. Je me limiterai à en si-gnaler deux. Pour commencer, tous les régimes totalitaires sont à parti unique, tandis que nous con-nais-sons des régimes autoritaires sans partis, à un seul parti ou à plusieurs partis (dans ce dernier cas, toutefois, dans un contexte non compétitif). Ceci dit, tandis que dans les régimes autoritaires monoparti-tes, l'Etat demeure ou tend à demeurer dans une po-si-tion supérieure et primordiale par rapport au parti, comme dans le cas de l'Espagne franquiste voire dans celui de l'Italie fasciste; dans les régimes tota-li-taires, au contraire, le parti prévaut par rapport à l'E-tat et évide ce dernier de sa signification générale pour s'en appro-prier au nom de l'idée que représente le parti et celui-ci devient ainsi le noyau où germe la société nouvelle: ce processus vaut pour les cas du bolchévisme soviétique, du communisme chinois, du national-socialisme allemand. Et nous pouvons pas-ser à la seconde différence. C'est, en gros, celle du rapport entre régime et société, entre régime et culture. L'autoritarisme montre une compatibilité avec les divers niveaux significatifs du pluralisme so-cial (dans la double dimension économique et culturelle) et les respecte en règle générale. Mais il nie le pluralisme politique. Le totalitarisme, en re-van-che, est intimement anti-pluraliste à tous les ni-veaux et se doit, en conséquence, de détruire toutes les articulations et toutes les autonomies de la vieille société afin de bâtir l'ordre nouveau.

Quand on prend acte de ce schéma, quelle plausibilité acquiert la thèse qui décrit le national-socialisme comme un mouvement et un système de pouvoir bourgeois, comme le produit et la "longue main" des intérêts du capitalisme et de ses exigences en matières de marché et d'hégémonie civile?

A mon avis, de telles interprétations sont désormais am-plement réfutées, vu que nous connaissons l'is-sue tragique du nazisme. Le parti nazi, loin d'être une projection de la bourgeoisie, de ses valeurs et de ses intérêts, en est profondément éloigné. Tout com-me sont très distinctes l'orientation globale du con-servatisme et l'orientation globale du national-socia-lisme. Sans aucun doute, dans la phase d'érosion de la République de Weimar, quand les nazis partirent à la conquête du pouvoir, il y a eu de nombreuses col-lu-sions entre les milieux conservateurs et les mi-lieux nazis, toutes dues, il faut le dire, à une mé-com-pré-hension de la nature véritable du mouvement hitlé-rien. Toutefois, tandis que la polémique conserva-trice dirigée contre la République de Weimar et son système démocratique tendait plutôt à instaurer un ré-gime autoritaire "qualitatif", l'action des natio-naux-socialistes s'efforçait de construire un régime to-talitaire "quantitatif", basé sur les masses. Il est vrai que parfois le capitalisme bourgeois peut, pour as-surer la sauvegarde de ses intérêts économiques, recourir à un instrument politique de type autoritaire, mais penser que ce capitalisme puisse aspirer à un régime totalitaire est une contradiction dans les ter-mes, surtout parce que le totalitarisme, précisément, vise à établir une économie non économique, c'est-à-dire une économie totalement subordonnée à la po-litique, alors que le bourgeoisisme se montre jaloux de préserver sa conquête: l'autonomie de la dimen-sion éco-no-mique.

Le thème central des deux cents solides pa-ges de  Totalitarismo. Un regime del nostro tempo met en exergue un trait distinctif du type politique totalitaire: la révolution permanente. Le totalitarisme est, en deux mots, un régime de révolution, d'une révolution qui ne s'arrête pas. Comment alors ce régime de révolution est-il compatible, lui qui postule une fracture dans le flux de l'his-toire, avec l'idée de permanence, qui sous-tend toujours, de quelque mode que ce soit, le principe de continuité?

Votre observation est subtile. L'apparente con-tradic-tion s'estompe si nous parvenons à percevoir la ré-vo-lution comme un processus et l'histoire comme une succession de déstabilisations induites, et ce, dans une optique de mouvement, de lutte continue. L'idée de "lutte continue", en fait, est proprement to-talitaire. Dès que le pouvoir est conquis, le mouve-ment poursuit la révolution, en l'appliquant cette fois du haut et en déstabilisant la société par une succes-sion d'"ondes" subversives. Cela peut paraître paradoxal, mais le désordre est le trait le plus spécifique du totalitarisme, qui "attend" l'avènement d'un or-dre nouveau qui n'arrive jamais.

(Interview extrait de la revue  Intervento n°82-83, août-octobre 1987; traduction franç.: R. Steuckers; adresse: Intervento, c/o Gruppo Editoriale Ciarra-pi-co, Piazza Monte Grappa 4, I-00195 Roma; abon-nement pour 6 numéros: 40.000 Lire).

 

 

 

dimanche, 04 janvier 2009

Zum 120. Geburtstag von Carl Schmitt / Der "Partisan" - wieder aktuell

 

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Zum 120. Geburtstag von Carl Schmitt / Der »Partisan« – wieder aktuell

Vor 120 Jahren wurde am 11. Juli 1888 im westfälischen Plettenberg der deutsche Staatsrechtstheoretiker und politische Philosoph Carl Schmitt als Sohn eines Kaufmanns geboren. Grund genug, sich seiner wieder einmal zu erinnern.

Nach seinem Studium der Staats- und Rechtswissenschaften in Berlin, München und Straßburg promovierte der junge Schmitt 1915 an der Universität Straßburg. Eine Berufung an die Universität Greifswald erfolgte 1921, er veröffentlichte die Abhandlung »Die Diktatur«, in der er die staatsrechtlichen Grundlagen der Weimarer Republik untersuchte.

Schmitt wurde 1922 Professor an der Universität Bonn. In seiner Schrift »Politische Theologie« arbeitete er seine Staatstheorie, von seinem katholischen Glauben ausgehend, weiter aus. 1923 schrieb er die Analyse: »Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus«. 1926 wurde er Professor der Rechte an der Handelshochschule in Berlin.

1932 kam es dann zur Berufung an die Universität Köln, und Schmitt schrieb sein grundlegendes Werk: »Der Begriff des Politischen«. Diese Staatsrechtslehre beschäftigte sich überwiegend mit der Unterscheidung von Freund und Feind.

Im Dritten Reich nicht straffällig geworden

Am 1. Mai 1933 dann ein folgenschwerer Schritt: der Eintritt in die Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (NSDAP). Im gleichen Jahr folgte die Ernennung zum preußischen Staatsrat durch Hermann Göring und im November 1933 zum Präsidenten der »Vereinigung nationalsozialistischer Juristen«. Zwischen 1933 und 1945 war Schmitt Professor der Rechte an der Universität zu Berlin.

Im Juni 1934 wurde er zum Hauptschriftleiter der Deutschen Juristen-Zeitung ernannt. Zwei Jahre später, im Oktober 1936, führte er den Vorsitz auf einem in Berlin stattfindenden Kongreß akademischer Rechtslehrer. Von 1937 an zog sich Schmitt zunehmend aus seiner herausgehobenen Stellung als führender nationalsozialistischer Rechtsgelehrter in die innere Emigration zurück.

1945 wurde Schmitt seines Lehramts enthoben und zeitweise verhaftet, zu einer Anklage kam es jedoch nicht, weil eine Straftat im juristischen Sinne nicht festgestellt werden konnte. Ab 1950 widmete sich Schmitt nunmehr völkerrechtlichen Studien und veröffentlichte seine Memoiren. Schmitt starb am 7. April 1985 in seiner Geburtsstadt Plettenberg.

Wegen seiner klaren »Feind«bestimmung in der Politik kommt man auch heute nicht um Carl Schmitt herum. Für Carl Schmitt ist ein grundlegendes Kennzeichen des Politischen die Fähigkeit zur Unterscheidung zwischen Freund und Feind. Außerdem macht er in seiner Schrift über den »Begriff des Politischen« deutlich, welche Art von Politik heute wichtig erscheint: »Sind innerhalb eines Staates organisierte Parteien imstande, ihren Angehörigen mehr Schutz zu gewähren als der Staat, so wird der Staat bestenfalls ein Annex dieser Parteien, und der einzelne Staatsbürger weiß, wem er zu gehorchen hat. Das kann eine ›pluralistische Staatstheorie‹ rechtfertigen … In außenpolitischen und zwischenstaatlichen Beziehungen tritt die elementare Richtigkeit dieses Schutz-Gehorsam-Axioms noch deutlicher zutage: das völkerrechtliche Protektorat, der hegemonische Staatenbund oder Bundesstaat, Schutz- und Garantieverträge mannigfacher Art finden darin ihre einfachste Formel.

Es wäre tölpelhaft zu glauben, ein wehrloses Volk habe nur noch Freunde, und eine krapulose Berechnung, der Feind könnte vielleicht durch Widerstandslosigkeit gerührt werden. Daß die Menschen durch einen Verzicht auf jede ästhetische oder wirtschaftliche Produktivität die Welt z.B. in einen Zustand reiner Moralität überführen könnten, wird niemand für möglich halten, aber noch viel weniger könnte ein Volk durch den Verzicht auf jede politische Entscheidung einen rein moralischen oder rein ökonomischen Zustand der Menschheit herbeiführen. Dadurch, daß ein Volk nicht mehr die Kraft oder den Willen hat, sich in der Sphäre des Politischen zu halten, verschwindet das Politische nicht aus der Welt. Es verschwindet nur ein schwaches Volk.«

Im Jahre 1963 veröffentlichte Schmitt die Abhandlung zur »Theorie des Partisanen«. Schmitts Interesse an der Figur des Partisanen ist rein theoretischer Natur. Er sieht ihn als das letzte wirklich politische Wesen der Gegenwart. In seiner »Theorie des Partisanen« läßt Schmitt nicht außer acht, daß »der autochthone Partisan agrarischer Herkunft in das Kraftfeld des unwiderstehlichen technischen-industriellen Fortschritt hineingerissen wird. Seine Mobilität wird durch Motorisierung so gesteigert, daß er in Gefahr gerät, völlig entartet zu werden. In der Situation des Kalten Kriegers wird er zum Techniker des unsichtbaren Kampfes, zum Saboteur und Spion …

»Motorisierter Partisan«

Ein solcher motorisierter Partisan verliert seinen tellurischen Charakter und ist nur noch das transportable und auswechselbare Werkzeug einer mächtigen Weltpolitik treibenden Zentrale … Der Theoretiker kann nichts mehr tun, als die Begriffe wahren und die Dinge beim Namen nennen. Die Theorie des Partisanen mündet in den Begriff des Politischen ein, in die Frage nach dem wirklichen Feind und einem neuen Nomos der Erde.«

Schmitts Werk findet heute wieder weltweite Beachtung. Kein Wunder im Zeitalter des Krieges gegen den »Terror«.

Günter Kursawe

 

mercredi, 31 décembre 2008

L'oeuvre de Bernard Willms

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L'oeuvre de Bernard WILLMS, 1931-1991

 

 

par Robert Steuckers

 

Né le 7 juillet 1931 à Mönchengladbach dans un milieu catholique, Bernard Willms étudie la philosophie, la so­ciologie, l'histoire contemporaine, la philologie germanique et le droit public à Cologne et à Münster. Sous la direction de Joachim Ritter, il présente ensuite une thèse sur la liberté totale chez Fichte. Il devient ensuite, dans les années 60, l'assistant du sociologue libéral-conservateur Helmut Schelsky, brillant analyste de la famille al­lemande, de la sexualité et du rôle des intellectuels dans les sociétés libérales. Le politologue et juriste Ernst Forsthoff exerce également une influence prépondérante sur la pensée de Willms à cette époque où la philoso­phie allemande est déterminée par une autre école: l'Ecole de Francfort. En 1970, Willms est nommé Professeur de sciences politiques à Bochum, où il restera jusqu'à sa mort. Ses intérêts le portent à enseigner principalement la «théorie du politique» et l'histoire des idées politiques. Marqué par l'idéalisme allemand, et plus particulière­ment par Hegel, Willms aborde et approfondit ses connaissances de l'œuvre de Hobbes. Trois ouvrages sur le philosophe anglais, auteur du Leviathan, se succéderont entre 1970 et 1987, fruits de vingt années de spécula­tions et de méditations. Membre du Conseil honoraire de l'International Hobbes Association, il est reconnu comme l'un des plus éminents spécialistes au monde de la pensée de Hobbes.

 

Dans les années 80, Willms devient le philosophe du politique et de la nation. Il fonde de la sorte une école néo-idéaliste qui vise la reconstitution de la souveraineté allemande et désigne le libéralisme comme l'ennemi prin­cipal de toute pensée politique concrète. Programme qui transparaît dans son célèbre ouvrage Die deutsche Nation  (1982). Mais le nationalisme de Willms n'est pas un nationalisme de fermeture: en 1988, notre auteur, avec l'aide de Paul Kleinewefers, ébauche le plan d'une confédération centre-européenne (Allemagne RFA + RDA, Autriche, Tchécoslovaquie), prévoyant le respect des identités nationales/ethniques tout en dépassant le cadre étroit de l'Etat-Nation conventionnel. A partir de 1989, Willms affronte une dimension nouvelle de la philoso­phie politique, née dans le sillage des spéculations post-modernes. S'appuyant sur les classiques de la pensée politique allemande conservatrice de notre après-guerre, Carl Schmitt et Arnold Gehlen, Willms compare cet hé­ritage à la critique française contemporaine de la modernité (Foucault, Lyotard, Derrida, Baudrillard). Il en con­clut que la négation des principes de la modernité doit former l'assise d'un principe positif nouveau qui conduira les nations opprimées, dont l'allemande, à la liberté. Cette négation des fondements de la modernité est simul­tanément une négation du libéralisme, entendu comme idéologie hostile à toutes les institutions, dissolvante et impolitique.

En 1982, il devient co-éditeur de la prestigieuse revue de sciences politiques Der Staat, éditée à Berlin.

 

Bernard Willms meurt le 27 février 1991. Ses étudiants l'ont porté en terre, avec, sur le cercueil, une plaque de cuivre représentant le frontispice du Léviathan de Hobbes et la phrase percutante, inspirée de Caton l'Ancien, que Willms aimait prononcer à la fin de chacune de ses nombreuses conférences: ceterum censeo Germaniam esse restituendam.

 

La Nation allemande. Théorie, Situation, Avenir (Die Deutsche Nation. Theorie. Lage. Zukunft) 1982

 

Ouvrage de base, où Willms a récapitulé les axes principaux de sa démarche philosophique. L'objectif du livre est annoncé d'emblée: il faut penser en termes de «nation». Pour pouvoir penser en termes de nation, il faut élaborer une théorie de la nation. A partir de la renaissance, l'existence humaine se dégage des dogmes médiévaux et sco­lastiques et n'a plus d'autre référent qu'elle-même. Dès lors, elle peut soit sombrer dans l'individualisme  —che­min choisi et emprunté par le libéralisme—  soit se mettre à construire en toute conscience de la socialité  —chemin choisi par l'idéalisme allemand (Fichte, Hegel, Freyer)—  afin de ne pas basculer définitivement dans la loi de la jungle. Le travail, éminemment politique, de construction de la socialité passe par ce qu'Arnold Gehlen appelait les «institutions» (droit, Etat, etc.). Celles-ci ont pour fonction, dans toute société cohérente et civili­sée, de réguler le comportement des individus. Les institutions permettent aux individus de ne pas être désorien­tés dans l'infinité des possibilités d'action qu'offre le monde en perpétuelle effervescence. L'existence des insti­tutions implique qu'il n'existe aucune morale universelle et naturelle: elles sont des fixations toujours tempo­raires, posées devant un horizon infini de possibilités en interaction constante. Le politique, dans une telle op­tique, c'est le travail constant de modification/adaptation des institutions, l'application modulée des principes sur lesquels elles reposent.

 

Comme les institutions varient selon les contextes, les nous collectifs, réceptacles des libertés individuelles, que sont les nations constituent des réalités incontournables. La liberté individuelle ne peut s'exprimer concrè­tement qu'au travers d'un filtre institutionnel national, sinon elle déchoit en pure négativité (la voie du libéra­lisme). Toute philosophie ancrée dans le réel est donc «nationale» sur le plan politique. La philosophie de la na­tion explore de ce fait le rapport qui existe entre le particulier (la liberté individuelle) et le général (les institu­tions qui filtrent les énergies émanant de ce particulier, dans un contexte donné, soit la nation). La philosophie politique n'acquiert concrétude que par la reconnaissance de ce rapport qui fonde le politique, comme l'avait déjà reconnu Aristote, dont l'anthropologie faisait de l'homme un être théorique et politique ancré dans une polis, es­pace concret. La polis  actuelle est la nation. Par conséquent, l'impératif national est catégorique. La disparition ou l'effacement de la concrétude «nation» engendre l'irrationalité politique; ce n'est pas l'adhésion positive à cette concrétude qui est irrationnelle: Willms prend ici le contre-pied des postulats négateurs, hostiles à toute af­firmation dans l'orbite du politique, de la philosophie critique que l'Ecole de Francfort  —et à sa suite Habermas— avait voulu imposer au discours philosophique et politique allemand de notre après-guerre.

 

Le retour à la concrétude, la volonté de ré-ancrer la philosophie dans les contextes nationaux passe par une cri­tique serrée des principes de l'Aufklärung  et de ses avatars récents. Ceux-ci sont portés par un optimisme pro­gressiste qui raisonne au départ de situations inexistantes: la société sans classe ou le village-monde des «mondialistes». Or, dans le concert international, depuis toujours, nous n'avons affaire ni à l'une ni à l'autre mais à un pluriversum  de nations, aux institutions différenciées, répondant aux besoins, aux nécessités et aux aspirations d'hommes ancrés sur des sols particuliers qui leur imposent géologiquement un mode de vie précis, non interchangeable.

 

Cet ancrage dans la polis/nation n'est pas une disposition naturelle de l'homme, comme les sentiments qui le lient à son terroir, mais est le produit d'un travail de réflexion. Le politique, qui est travail, se sert d'un instru­ment, l'Etat, qui se comporte vis-à-vis de la concrétude nation, de la matière nation, comme l'ébauche de l'architecte vis-à-vis du bâtiment construit, comme la forme vis-à-vis de la matière travaillée. Ce qui implique qu'il n'a pas d'objet sans la concrétude et qu'exclure ou amoindrir conceptuellement la matière nation est une sot­tise théorique. Le rapport de la nation à l'Etat est donc un rapport d'auto-réalisation consciente. L'Etat, dans cette optique, n'est pas un concept abstrait mais un concept nécessaire, un concept qui exprime une nécessité vitale. Concept et Begriff  signifient, étymologiquement, con-capere, be-greifen  saisir et rassembler, fédérer: il im­plique donc la présence d'une concrétude à saisir, à travailler, à hisser à un niveau de conscience supérieur.

 

L'Etat est concept nécessaire donc réel et est soumis aux conditions mêmes du réel: exister dans le temps et dans l'espace. Dans une histoire et sur un territoire, aux frontières mouvantes sous les coups des aléas. L'idéologie de l'Aufklärung  refuse les implications de la réalité histoire. C'est pourquoi elle bascule dans l'abstraction et l'utopie. L'histoire est soit acceptée dans sa totalité soit intégralement ignorée. Les individualités ou les peuples qui perdent le sens de leur histoire perdent également tout rapport fécond avec le réel dans le présent. Les partis politiques n'acceptent qu'une partie de l'histoire; ils entretiennent à son égard un rapport partisan/sélectif mutilant qui conduit au déclin par insuffisance théorique et négligence des pans de réel qui déplaisent.

 

L'idée «Nation», la perspective nationale-idéaliste, est née à l'aube du XIXième siècle, de la conjonction des théories émises précédemment par Rousseau, Herder, Schiller, Arndt, Görres, Fichte et Wilhelm von Humboldt. Willms entend réactualiser ce corpus doctrinal, battu en brèche par le libéralisme et les idéologies politiques de diverses obédiences, nées dans son sillage. L'idée nationale, dans ce sens, recèle une dimension subversive, dans le sens où elle est un projet idéel positif et affirmateur qui se mesure sans cesse à une réalité faite de com­promis boîteux, régie par les «Princes» ou l'«établissement».

 

Cette dimension subversive de l'idée nationale ne puise pas dans le corpus de l'Aufklärung  mais dans une tradi­tion qui lui est opposée et qui a été théorisée de Herder à Arnold Gehlen. Cette tradition philosophique idéaliste s'insurge contre l'interprétation occidentale (française, anglaise et américaine) du rationalisme, qui, sur le plan politique, tombe rapidement dans un «contractualisme unidimensionnel» figé et refuse souvent de reconnaître les limites de temps et d'espace inhérentes à toute réalité. Kant, le théoricien le plus pointu de la tradition des Lumières, a pourtant perçu les limites de l'Aufklärung,  nous explique Willms, en constatant que l'esprit peut théoriquement descendre partout mais que quand il descend, il descend toujours dans une concrétude pluri-déter­minée par la langue, l'histoire, le peuple. La tradition opposée aux Lumières appliquées stricto sensu, sans réfé­rence explicite au temps et à l'espace, constitue donc une pensée plus riche et plus profonde, tenant compte de davantage de paramètres. La pluralité des paramètres oblige à plus de circonspection; tenir compte de cette plura­lité, de la complexité et de l'imprévisibilité qu'elle postule, n'est pas de l'«irrationalisme» mais, au contraire, constitue une rationalité plus fine, qui n'exclut pas l'aléatoire.

 

Certes, l'idée nationale peut se radicaliser dangereusement et les sentiments nationaux, légitimes, peuvent subir des manipulations qui les discréditent ultérieurement. C'est un risque qu'il faut inclure dans tous les calculs poli­tiques.

 

Pour Willms, il n'existe aucun concept politique qui soit hiérarchiquement supérieur, en théorie comme en pra­tique, à l'Etat national. L'idée d'humanité, d'Etat mondial, de société humaine globale sont toutes des construc­tions abstraites qui n'ont aucun répondant dans le monde réel. Celui-ci, parce qu'il est un pluriversum, ne connaît que des Etats nationaux. De plus, toute forme de coopération internationale ne peut fonctionner que par la recon­naissance et dans le respect des sujets politiques, donc des Etats nationaux. Le monde évoluera sans doute vers des confédérations sur de plus grands espaces: il n'empêche qu'elles se forgeront au départ d'adhésions volon­taires d'Etats nationaux ou seront rassemblées par la coercition, l'hégémonisme ou l'impérialisme. Toutes les formes d'internationalisme iréniste sont vouées à l'échec. Il existe toutefois une forme d'internationalisme particuliè­rement pernicieuse: celle qui dérive de la dynamique d'un sentiment national, comme l'idée de «grande nation» de la France révolutionnaire. Cet internationalisme part d'une concrétude nationale tangible, la France, mais veut se débarrasser des limites incontournables, propres à toute concrétude nationale, pour se mondialiser. Ce pro­cessus pervers d'évacuation des limites s'accompagne généralement d'un engouement pour les idéologèmes de l'Aufklärung  et d'une accentuation extrême du pathos nationaliste. En dépit de ce pathos qui peut surgir à tout moment, l'idée nationale postule, en ultime instance, une ascèse assez rigoureuse qui limite son action à un cadre précis sans vouloir le déborder. Le nationalisme français ne s'adresse plus à la seule nation française mais veut planétariser les idéaux des Lumières. Le national-socialisme allemand se mue en impérialisme qui veut asseoir dans le monde entier la domination de la race nordique, éparpillée sur plusieurs continents, donc sur une multi­tude de contextes différents, ce qui interdit de la penser comme une nation, donc comme limitée à un et un seul contexte précis. Avec Max Weber, Willms affirme que la Nation ne doit vouloir que sa propre continuité, ne doit affirmer qu'elle-même. L'idée de nation n'est donc pas une valeur, qui pourrait être contestée comme toutes les va­leurs, mais un fait objectif que l'on ne contourne pas, un destin (Schicksal).

 

Donc la nation est un but en soi, elle n'est jamais un moyen pour arriver à d'autres fins, comme, dans le cas fran­çais, à faire triompher une idéologie, celle des Lumières, ou, dans le cas allemand/hitlérien, à promouvoir à l'échelle de la planète entière un fantasme racial, ou, dans le cas anglais, à généraliser une praxis économique qui ne connaît pas de limites, le libre-échange libéral.

 

Willms pense également la coexistence politique, car différences ne signifient pas nécessairement antago­nismes. Pour Willms, la coexistence part 1) de la reconnaissance des réalités politiques que sont les nations; 2) d'une prise en compte des transformations dues aux faits de guerre et de paix; 3) d'une contestation de toutes les prétentions à vouloir représenter seul, devant l'histoire et le monde entier, la réalité humaine dans toute sa glo­balité; 4) d'une promptitude à amorcer toute espèce de coopération en politique extérieure qui aille dans le sens des intérêts de toutes les parties.

 

Après ce panorama théorique, Willms analyse la situation historique de l'Allemagne: d'où vient-elle, où est-elle? Le pays est divisé et un ensemble précis de forces cherche à perpétuer ad infinitum cette division. Dans le con­texte du grand débat autour de la nation qui s'est déroulé en Allemagne dans la première moitié des années 80, Willms énonce des recettes pour reconstituer la nation allemande dans son intégralité. Cette nation reprendra ensuite sa place dans un contexte international.

 

Identité et résistance. Discours sur fond de misère allemande (Identität und Widerstand. Reden aus dem deutschen Elend), 1986

 

Le recul de la politologie nationale a créé un vide en Allemagne. Un vide théorique d'abord puisque les traditions politologiques dérivées de l'idéalisme allemand, de Fichte, Treitschke, etc. ont été abandonnées et n'ont plus été approfondies, confisquant du même coup au peuple allemand la possibilité d'élaborer un droit et une praxis poli­tique concrète en accord avec ses spécificités identitaires. Un vide existentiel ensuite, puisque, sans pleine sou­veraineté, le peuple allemand ne jouit pas de droits pleinement garantis, car, en dernière instance, cette garantie se trouve entre les mains de puissances étrangères. Pour Willms, le peuple allemand, en perdant ses traditions intellectuelles, a perdu le pouvoir de cerner son identité (de prendre sereinement acte de «son» réel) et d'articuler une praxis politique en conformité avec cette identité. Conséquence: le déficit en matière d'identité postule un droit imprescriptible à la «résistance».

 

Willms se penche ensuite sur l'arrière-plan de cette misère allemande qui devrait déclencher cette résistance. Cette misère est à facettes multiples et d'une grande complexité. A l'échelle du globe, la misère allemande a pour toile de fond la fin de l'après-guerre, processus qui s'est déroulé en plusieurs étapes: décolonisation, guerre froide, course aux armements. La confrontation entre les deux superpuissances, les Etats-Unis et l'URSS, jette l'Europe et l'Allemagne dans une situation d'insécurité. Le centre du continent européen est devenu une zone d'affrontement potentiel. L'intérêt de tous les Européens est de sortir de ce contexte insécurisant qui leur con­fisque tout destin.

 

L'idée de nation, poursuit Willms, permet de sortir de cette impasse. Le monde est un pluriversum  de nations, de sujets politiques et non un One World  ou une société sans classe planétaire. Les hommes, animaux politiques selon la définition d'Aristote, n'existent concrètement que dans des communautés politiques déterminées, les­quelles sont plurielles et diverses. Cette diversité est postulée par la nécessité brute et vitale de faire face à des aléas naturels et historiques, chaque fois différents selon les circonstances, les lieux, les époques. Dire qu'il existe des idées supérieures à l'idée de nation, c'est utiliser une formule idéologique pour occulter une volonté dé­libérée de domination, d'impérialisme ou de colonialisme. Ainsi, le «socialisme universel» sert les desseins de l'impérialisme soviétique, tandis que l'idéal démocratique des droits de l'homme sert la machine politico-écono­mique des Américains. Nous avons donc là deux idéologies supra-nationales qui égratignent les souverainetés concrètes des puissances plus petites, en injectant, de surcroît, dans leurs tissus sociaux, des ferments de décom­position par le biais de partis à leur dévotion qui servent d'officines de propagande aux idéaux abstraits instru­mentalisés depuis Moscou ou Washington.

 

Willms démontre les effets pervers des idéologies mondialistes: elles arasent les droits concrets et diversifiés des peuples, les plongeant dans une bouillabaisse de droits mutilés, handicapés et stérilisés par les abstractions. Le concert des nations a des dimensions bellogènes  —Willms ne le nie pas—  mais le type de conflits qui en ressort, reste localisé et permet d'asseoir et d'affirmer des formes de droit particulières, bien adaptées à des con­textes précis. Malgré ce risque de guerre localisée, les limites qu'implique l'idée de nation offrent aux citoyens un horizon saisissable, qui confère du sens. Les super-puissances, elles, sont des impasses de l'évolution histo­rique, affirme Willms. Gigantesques comme des dinosaures, elles n'ont pas d'avenir sur le long terme car leurs jeunesses vivent en permanence un sentiment d'absurde, issu de ce discours tablant sur l'illimité, donc trop abs­trait et insaissisable pour le citoyen moyen, confiné dans une spatio-temporalité précise, limitée et déterminée. Les universalismes engendrent un sentiment d'absurde par évacuation de la concrétude nation. Par suite, le retour de la concrétude nation restaure du sens dans l'histoire et dans le monde.

 

Instruments des grandes puissances dominatrices, les idéologies universalistes désignent des ennemis qui ne sont pas les ennemis immédiats et réels des peuples soumis à leur emprise. Le jeu normal du politique est dès lors vicié puisqu'une désignation concrète de l'ami et de l'ennemi s'avère impossible. La mobilisation des citoyens, dans un tel contexte aberrant, s'effectue au bénéfice de religions laïques, issues des spéculations philosophiques du XVIIIième siècle. Ces religions désignent des ennemis absolus, contrairement au politique qui ne connaît que des ennemis provisoires, qui peuvent devenir amis demain et alliés après-demain.

 

Prenant le cas de l'Allemagne, Willms constate qu'elle a très peu d'amis réels, qui souhaitent franchement sa réu­nification. Les hommes politiques allemands doivent dès lors œuvrer à soutenir les initiatives étrangères qui ac­ceptent le principe de la réunification parce que celle-ci contribuerait à déconstruire les antagonismes qui s'accumulent en Europe centrale. Sont donc ennemis intérieurs de la nation allemande, tous ceux qui embrayent sur les discours universalistes, camouflages des impérialismes qui mettent l'Allemagne sous tutelle, tous ceux qui font passer d'autres intérêts que ceux qui concourent à accélérer la réunification. Willms énonce sept péchés capitaux contre l'identité allemande, dont l'auto-culpabilisation, la moralisation du politique (projet irréalisable car tout ne peut être moralisé d'emblée), le renoncement à forger une démocratie taillée sur mesure pour l'identité allemande, la servilité à l'égard des vainqueurs de 1945, la reconnaissance de facto de la division allemande, l'irénisme infécond, cultiver la peur de l'histoire (même si la peur est compréhensible dans la perspective d'un conflit nucléaire en Europe centrale).

 

Idéalisme et nation. A propos de la reconstruction de la conscience de soi politique chez les Allemands (Idealismus und Nation. Zur Rekonstruktion des politischen Selbstbewußtseins der Deutschen),  1986

 

Anthologie de textes classiques des grands auteurs de référence de Willms, tels Justus Möser, Herder, Ernst Moritz Arndt, Joseph Görres, Wilhelm von Humboldt et Fichte, ce livre est doublé d'une série de définitions et d'analyses philosophiques, ayant pour objets les contenus conceptuels de cette «conscience nationale alle­mande», exprimée par l'idéalisme et le romantisme. Willms cherche surtout à comparer et à opposer les Lumières (Aufklärung)  et l'idéalisme. Dans cette opposition se reflète également le dualisme antagoniste franco-alle­mand. Les Lumières ont pris leur envol en France car, depuis Philippe le Bel et la corruption des Papes d'Avignon, les diversités composant la société française ont été progressivement mises au pas au profit de l'absolutisme royal. La Saint-Barthélémy de 1572 et la révocation de l'Edit de Nantes ont constitué deux mesures de restauration de l'absolutisme en déclin. L'idéologie des Lumières en France s'insurge contre cet absolutisme mais en reprend les structures mentales dans la mesure où elle perçoit le monde comme une diversité dépourvue de sens qu'il faut soumettre aux critères d'une raison omnilégiférante. Montesquieu a été une exception: il relativi­sait l'absolutisme en recourrant à l'histoire et au réel. Les Lumières, version révolutionnaire, n'ont pas retenu sa leçon. Leur démarche dualiste et moralisante restaurait une pensée para-religieuse, paradoxalement la même que celle qui régissait la religion et l'absolutisme qu'elles combattaient. Depuis Guillaume d'Ockham et la renais­sance, les hommes avaient découvert le Règne de la Liberté, c'est-à-dire un règne du hasard, de l'aléatoire, du risque qui réclame l'action consciente, la création consciente et constante d'ordres politiques viables. Le Règne de la Liberté, rude et rigoureux, postule Travail et Devenir. Les Lumières, elles, chavirent dans le pastoralisme idyllique et immanent, mauvaise caricature de la théologie défunte. Avec Thomas Hobbes, l'auteur du Léviathan, Willms demande de prendre la Règne de la Liberté au sérieux. La liberté est un défi à cette existence humaine mi­séreuse, animale, brève (Hobbes, Léviathan, Ch. 13), à cette déréliction où l'homme peut être un dieu ou un loup pour l'homme. La liberté et la raison n'existent que dans un devenir fragile, si bien qu'elles doivent être inlassa­blement construites dans le Léviathan, seule réalisation active pensable de la liberté et de la raison.

 

L'idéologie des Lumières entend construire un stade final de l'histoire dans l'immanence, où le travail constant de réalisation/incarnation de la raison et de la liberté ne sera plus nécessaire. L'au-delà de la religion descend dans l'immanence, transformant l'idéologie des Lumières en nouvelle foi laïque organisée par une hiérocratie d'intellectuels qui n'hésite pas, le cas échéant, à déclencher la terreur. L'idéologie des Lumières est par consé­quence une tentative d'échapper aux implications du Règne de la Liberté. Elle rompt les liens qui unissent les hommes au réel. Ce n'est donc pas parce que les intellectuels modernes occidentaux ont perdu Dieu que leur pen­sée s'est affranchie du réel mais parce qu'ils ont opéré cette immanentisation des structures mentales fixistes de la religion, fuyant de la sorte les impératifs du réel qui réclament l'action permanente. Cette rupture entre la pen­sée et le réel a conduit aux horreurs des révolutions française et russe et des guerres du XXième siècle. Si l'idée motivante d'une construction permanente du Léviathan n'avait pas cessé, à cause de l'idéologie des Lumières, de mobiliser les hommes dans la mesure et les limites spatio-temporelles inhérentes à tout fait de monde, ce cor­tège d'horreurs, déclenché parce qu'il y a volonté d'absolu dans l'immanence, n'aurait jamais eu lieu.

 

Les ordres concrets qui structurent les peuples sont perçus, par les tenants de l'idéologie des Lumières, comme des résidus irrationnels et pervers qu'il faut éliminer. En refusant de tenir compte de la tangibilité de ces ordres concrets, les protagonistes de l'idéologie des Lumières, prétendant introduire dans le discours politique une di­mension «critique», s'abstraient des conditions concrètes de leur propre histoire. Erreur dans laquelle l'idéalisme allemand n'a pas basculé. Willms enjoint ses lecteurs à relire Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Goethe, Hölderlin et Schiller. Cet idéalisme s'enracine toujours dans une spécificité qui, en l'occurrence, est allemande. L'esprit al­lemand a toujours voulu saisir pleinement le réel. Ce qui le rend immanent parce que conscient. Cette conscience dans l'immanence conduit à concevoir tout réel comme réalisation (Verwirklichung). Tout réel est, par suite, de­venir. L'idéalisme allemand restaure donc le lien qui unit la pensée européenne contemporaine à Héraclite. Mais l'Obscur d'Ephèse est observateur du devenir tandis que l'idéaliste conçoit la réalisation du réel par un sujet, c'est-à-dire par un homme conscient de sa liberté. Il y a donc dans l'idéalisme germanique un primat du pratique, de l'action. Son anthropologie repose sur une conception où l'homme ne doit compter que sur lui-même pour af­fronter le monde, que sur ses propres mains et son propre cerveau.

 

La liberté qui rend possible le travail de «réalisation du réel» n'est donc pas simplement définissable négative­ment; elle n'est pas simple «bris de chaînes»: elle exprime la structure réflexive de l'organisme humain; elle est la conditio humana  par excellence.

 

Ouverture sur l'erreur comme sur la réussite, la liberté, sur le plan politique, doit travailler à créer des institu­tions, c'est-à-dire des cadres de vie communautaires/collectifs déterminés par un ensemble de circonstances pré­cises. L'idéalisme complète de la sorte le nominalisme d'Ockham qui reconnaissait la rationalité du contingent, la réalité du particulier et les lois propres régissant l'individuel. Il n'y a, pour la tradition nominaliste née sous l'impulsion d'Ockham, que du particulier et de l'individuel. Ce qui ne signifie pas que le monde est un chaos ato­misé. Il y a du général individué à organiser. Ce général individué se présente au sujet réalisateur tantôt avec pré­cision tantôt avec imprécision. Le sujet le hisse au niveau de l'idée, ce qui le rend instrumentalisable et systéma­tisable. L'idée n'est de ce fait pas une abstraction: elle émerge du réel auquel elle peut sans cesse être confrontée. L'idée est réalité hissée au niveau de la conscience. L'idéalisme est de ce fait une attitude mentale qui consiste à élever sa propre existence au niveau de l'idée, donc à tirer de soi le meilleur de soi-même. Pour parler le langage de l'entéléchie: à devenir ce que l'on est. Deux erreurs philosophiques règnent aujourd'hui: dire que le matéria­lisme est plus proche du réel que l'idéalisme. Ensuite, dire que l'idéalisme est un romantisme nébuleux, une illu­sion détachée du réel et lui opposer un «réalisme» qui n'est qu'utilitarisme particulier ou trivialité.

 

Mais l'idéalisme a basculé dans les abîmes du XXième siècle. Il s'agit, non pas de le reconstruire, mais d'en redé­gager la substance. A la suite de Walter Wimmel (Die Kultur holt uns ein. Die Bedeutung der Textualität für das geschichtliche Werden, Würzburg, 1981), Willms décrit l'idéalisme comme un «grand texte», fonctionnant comme un dépôt, un magasin, un champ ouvert, où les éléments sont entassés ou rangés en vue d'un usage futur. L'archétype qui structure le «grand texte» de l'idéalisme est celui de la liberté qui appelle les hommes au travail de construction du Léviathan, dieu périssable, tandis que l'archétype de l'idéologie des Lumières est la volonté de réaliser une fois pour toutes le paradis céleste sur la terre, état de chose voulu comme définitif.

 

Puisque la vie dans le Règne de la Liberté est travail et combat, le noyau de l'idéalisme, expression et reconnais­sance philosophique de cet état de chose, c'est le politique, réalisation de l'éthique dans le temps et l'espace comme veut le démontrer le discours hégélien. Le cadre du politique est la nation, aux dimensions précises et li­mitées, instance qui ne saurait en aucun cas se soumettre aux critères d'une morale absolue, soustraite au temps et à l'espace. De même, il est impossible de hisser l'individu au-dessus du collectif nation, produit de l'histoire, sans sombrer dans la pure démagogie ou dans l'absurdité. L'homme, en effet, ne peut vivre qu'imbriqué dans un réseau de rapports politiques concrets, déterminé par un temps et un espace. En dehors de tels rapports, dont la concrétion est la polis  d'Aristote ou ses avatars ultérieurs, dont la nation au sens allemand du terme, l'homme n'est pas homme: il n'est qu'animal ou dieu.

 

En définissant l'idéalisme selon la tradition allemande, Willms opte pour une «politique réaliste» contre une «politique idéologique». Avec la domination depuis près de deux cents ans qu'exercent les principes de l'Aufklärung  d'origine française, notre civilisation a basculé dans le nihilisme. En bout de course, l'idéalisme lui-même s'est trop mâtiné d'illuminisme, si bien que le nationalisme allemand, qui, théoriquement, voulait agir dans le cadre concret d'une nation  —l'allemande— prise dans sa globalité, a échoué parce qu'il s'est imposé sur la scène politique dès l'ère wilhelminienne comme un parti, donc comme une instance d'exclusions multiples qui refusait de prendre en compte bon nombre de pans du réel. Pour Willms, la «révolution conservatrice» est un idéalisme de l'ère nihiliste, qui a nié le parlement de Weimar, son système de partis et n'a vu dans le général de son époque qu'un vulgaire système de besoins et d'intérêts. Négation non suivie d'un investissement concret de ces instances pour les infléchir dans le sens de l'idée de nation. La «révolution conservatrice» n'a pas suivi les traces des deux grands continuateurs de l'idéalisme, Hans Freyer et Arnold Gehlen.

 

En conclusion de son anthologie et de son plaidoyer pour l'idéalisme contre les Lumières, Willms énonce les pistes que doit emprunter, à ses yeux, l'idéalisme à l'ère atomique: cet idéalisme doit refuser toutes les utopies de type religionnaire; il ne fonctionne pas à la haine ou à l'emphase mais a besoin de décision. Il ne reconnaît que des nécessités, au-delà du bien et du mal. Il désigne ses ennemis mais n'a aucun ennemi a priori, défini au nom de sentiments, d'une idéologie, d'une race. Il combat tous les ennemis de sa nation concrète et se montre solidaire à l'égard de toutes les autres nations libres.

L'idéaliste contemporain doit ensuite juger et agir au nom de la raison nationale-politique et non au nom d'une idéologie qui ne connaîtrait pas de cadre précis, limité dans le temps et dans l'espace.

 

La lutte pour la liberté est une lutte pour permettre à celle-ci de s'exercer de toutes les façons, de forger en tous lieux des institutions adaptées à chaque locus  destinal, de manière à canaliser et renforcer des flux d'énergies par­ticuliers, uniques, non interchangeables.  

 

Renouveau au départ du centre. Prague. Vienne. Berlin. En-deçà de l'Est et de l'Ouest (Erneuerung aus der Mitte. Prag. Wien. Berlin. Diesseits von Ost und West),  1988

 

Ecrit en collaboration avec Paul Kleinewefers, ce livre répond à l'engouement pour la Mitteleuropa qui a agité le débat politique allemand au cours des années 1984-1989. L'objet premier de ce travail est de penser l'Europe cen­trale au-delà de la partition du continent, scellée dans l'immédiat après-guerre. L'objet second est de concevoir une unité allemande sans liens trop privilégiés avec l'Ouest. Une Westbindung  trop prononcée serait une invo­lution historique déracinante et renforcerait la division du continent. Le renouveau européen doit dès lors venir du centre de l'Europe. Sur le plan institutionnel, ce renouveau doit se baser sur un fédéralisme associatif regrou­pant Tchèques, Slovaques, Allemands (de l'Est et de l'Ouest) et Autrichiens dans une instance confédérale nou­velle, animée par des principes économiques de «troisième voie». Willms étudie les principes historiques du fé­déralisme et les structures de la démocratie libérale en vigueur en RFA et en Autriche pour proposer une réforme constitutionnelle allant dans le sens d'une assemblée tricamérale (Parlement, Sénat, Chambre économique). Le Parlement se recruterait pour moitié parmi des candidats désignés par des partis et élus personnellement (pas de vote de liste); l'autre moitié étant constituée de représentants des conseils corporatifs et professionnels. Le Sénat est essentiellement un organe de représentation régional. La chambre économique, également organisée sur base des régions, représente les corps sociaux, parmi lesquels les syndicats.

 

En concevant ce plan pour une nouvelle Mitteleuropa, Willms ne renonce pas à sa théorie de la nation, cadre ins­titutionnel indépassable. Tout comme l'idée d'Etat, quand elle est correctement comprise, ne détruit pas la liberté de l'individu, mais, au contraire, permet qu'elle se déploie, la libre coopération entre nations libres est un projet qui permet à ces nations de croître, de se rendre plus fortes par la coopération, à rebours de ce qui se passait dans l'ancien système fait de nations en conflit. La coopération entre grandes et petites nations au sein des confédéra­tions de modèle nouveau doit être réglée juridiquement.

 

Willms a voulu dépasser le nationalisme étroit que certains polémistes et idéologues croyaient déceler dans son œuvre. La Mitteleuropa est un projet de civilisation dans lequel tous les peuples ont leur place et toute leur place. Ce projet n'est pas une utopie: il n'est pas quelque chose qui n'a pas de lieu. Au contraire, il gère, harmonise et organise des lieux. Il rappelle tout simplement sur la scène de l'histoire une réalité historique qui a été.

 

Thomas Hobbes. Le Règne du Léviathan (Thomas Hobbes. Das Reich des Leviathan), 1987

 

Couronnement des multiples études de Willms sur Hobbes, ce livre nous offre une biographie politique du philo­sophe anglais, une présentation fouillée de sa science et de son système, sa théorie de la guerre civile, sa théorie du Léviathan, son appréhension du facteur religion et ses positions relatives à la théologie. En fin d'ouvrage, Willms brosse un tableau de l'influence de l'œuvre de Hobbes aux XVIIième, XVIIIième et XIXième siècles et ana­lyse les recherches sur Hobbes au XXième.

 

Willms rappelle les circonstances de la naissance de Hobbes en 1588. L'Angleterre était prise de panique à l'approche de la grande armada de Philippe II d'Espagne. Une fausse alerte, annonçant le débarquement des troupes espagnoles, provoqua l'accouchement prématuré du petit Thomas qui, plus tard, aimait à dire qu'il avait une sœur jumelle, la peur. Toutes les réflexions politiques ultérieures du philosophe seront axées sur l'omniprésence angoissante de la peur dans les sociétés.

 

Devenu à l'âge adulte précepteur des Barons Cavendish, Hobbes voyagera à travers toute l'Europe avec ses pu­pilles. Au cours de l'un de ces «grands tours», il découvre les Elementa  d'Euclide, qui le fascinent par leur ratio­nalité parfaite et leur mode d'argumentation sans faille. Cette lecture lui fournit l'armature de son système philo­sophique articulé en trois volets: la nature, l'homme et la politique (De corpore, de homine, de cive). La science, pour Hobbes, consiste à comprendre constructivement le réel parce que l'homme a toujours affaire à lui-même, soit à ses propres constructions. Celles-ci, faits de monde, doivent d'abord être conceptuellement démontées puis recomposées par un jeu d'analyse et de synthèse que Hobbes appelle la méthode «résolutive/compositive» (De Corpore, VI, 1). La generatio,  dans l'orbite de cette méthode «résolutive/compositive», est donc la force in­trinsèque de la raison productive et constructive. La dissociation des éléments conduit à leur connaissance et à leur conceptualisation. La vision du monde de Hobbes n'est donc pas purement mécaniciste ni physicaliste ni scientiste, explique Willms. Les méthodes mécanicistes sont précisément des méthodes d'action;  elles ne vi­sent pas à expliquer  le monde. Contrairement aux tenants de l'idéologie des Lumières, Hobbes ne croit  pas à la science ou à un progrès qui serait mis à l'enseigne du mécanicisme. L'axiomatique physicaliste de Hobbes ne se veut pas modèle du monde mais tremplin de départ pour le travail constructeur de la raison. Cette axiomatique ne veut pas réduire le monde à un éventail de formules mathématiques. Elle ne cherche qu'à évacuer les faux ques­tionnements, les reliquats des philosophies abâtardies par les engouements stériles et les opinions génératrices de luttes intestines et de guerres civiles.

Cette méthode et cette axiomatique font de l'homme le point focal de la philosophie. C'est lui qui construit le savoir qui l'oriente dans le monde.

 

La phrase de Hobbes, homo homini lupus  (l'homme est un loup pour l'homme) est connue mais souvent citée en dehors de son contexte où elle a été écrite à côté de homo homini deus  (l'homme est un dieu pour l'homme). Hobbes, pour avoir dit que l'homme pouvait être un loup pour l'homme, a été considéré comme un philosophe pessimiste voire un misanthrope. Mais il n'a souligné que les deux possibles de l'homme tout en insistant sur la menace que fait peser sur la paix publique les tendances agressives tapies dans l'âme humaine. Menace dont il faut encore tenir compte dans tout calcul politique. L'homme, pour Hobbes, est essentiellement mu par la passio  qui est tantôt «pulsion vers», tantôt «évitement de», qui est tantôt amour tantôt haine ou peur. Contrairement à ce qu'avaient affirmé la théologie et la métaphysique traditionnelles, les fondements de la morale ne sont donc plus extérieurs à l'homme; ils s'enracinent en lui, dans sa finitude qui est mélange d'instincts divers, tirant vers le sublime ou vers l'horreur, au gré du hasard. Cette finitude imparfaite fonde l'anthropologie des temps mo­dernes et c'est au départ de cette imperfection, de cette corporéité humaine, que doit se construire le politique. L'homme ajoute aux choses de ce monde en mouvement des connotations moralisantes spécifiques, posant du même coup une classification opératoire distinguant les choses «bonnes pour moi» et «mauvaises pour moi». Plongé dans l'incertitude et la peur, l'homme désire un avenir stabilisé; comme le dit Hobbes, etiam fame futura famelicus  (il a faim anticipativement en pensant à la famine de demain). Cette faculté d'anticiper fait que l'homme est le seul être mortel, fini, à avoir un avenir ouvert. Ouverture due à la peur qui corrobore sa liberté. La raison est donc intimement liée à la peur. Dans l'orbite du politique, cette raison dérivée de la peur appelle une question angoissante: comment peut-on affronter, en tant que philosophe, la catastrophe de la guerre civile? En dépassant l'état de nature, où l'homme est toujours un loup pour l'homme. Dans l'état de nature, qui réémerge dans la guerre civile, règnent la concurrence, la défiance, le désir d'acquérir gloire et honneurs. Dans une telle situa­tion, écrit Hobbes, travail, assiduité, zèle constructif n'ont plus de place, ne peuvent plus se faire valoir. Tous réclament le droit à tout. Tout le monde affronte tout le monde. Chaos qui est le résultat de la nature humaine, privée à l'ère moderne de ses référants axiologiques traditionnels. La disparition de ces référants provoque le re­tour de l'état de nature et postule une stabilisation raisonnable. Comme la liberté, qui découle de la disparition du cadre axiologique traditionnel, ne peut nullement s'exercer dans le chaos de l'état de nature, il faut la limiter pour qu'elle puisse s'exercer quand même dans un cadre bien circonscrit. Cette limitation s'effectue grâce au contrat, lequel institue un Etat, une civitas,  instances qui stabilisent provisoirement le déchaînement des passions de l'état de nature. Cet Etat est le Léviathan, dieu mortel qui nous procure une paix toujours provisoire et permet à nos énergies de donner le meilleur d'elles-mêmes. Le Léviathan lie et oblige les hommes tout en annullant l'état de nature qui empêche leur liberté d'être productrice. Willms perçoit dans l'anthropologie de Hobbes l'antidote par excellence qui nous vaccine contre toutes les séductions des utopies et de l'idéologie des Lumières. La mé­thode claire et euclidienne du philosophe anglais fait de son œuvre le «plus grand réservoir de sagesse poli­tique».

 

Postmodernité et politique (Postmoderne und Politik), 1989

 

Prélude à un livre que Willms n'a jamais pu écrire, ce texte important, paru dans la revue Der Staat  (Berlin), pré­figurait les orientations nouvelles que notre philosophe cherchait à impulser dans le discours (méta)politique al­lemand. Pour Willms, la postmodernité, surtout celle théorisée par Jean-François Lyotard, permet un dépasse­ment constructif de l'idéologie des Lumières, dominante depuis deux bons siècles. La démarche de Lyotard, pour Willms, correspond très précisément à celle de Hobbes, dans le sens où elle veut instituer des «enchaînements» pour contrer l'action déliquescente du chaos, postérieur à l'effondrement des grands récits modernes. En voulant instituer des «enchaînements», Lyotard, selon Willms, prend le relais de Hobbes et réclame le retour du déci­sionnisme politique. L'étude de Hobbes, des grands classiques de l'idéalisme allemand et de Carl Schmitt doit donc se compléter d'une exploration minutieuse du continent philosophique «post-moderne» et de l'œuvre de Lyotard.

 

(Robert Steuckers).

 

- Bibliographie: Die totale Freiheit. Fichtes politische Philosophie, 1967; Die Antwort des Leviathans. Thomas Hobbes' politische Philosophie, 1970; Revolution und Protest oder Glanz und Elend des bürgerlichen Subjekts, 1969; traduction japonaise; Planungsideologie und revolutionäre Utopie, 1969; Funktion. Rolle. Institution, 1971; Die politischen Ideen von Hobbes bis Ho Tschi Minh, 1971; 2ième éd., 1972; trad. finlan­daise; Entwicklung und Revolution, 1972; Kritik und Politik. Jürgen Habermas oder das politische Defizit der Kritischen Theorie, 1973; Entspannung und friedliche Koexistenz, 1974; Selbstbehauptung und Anerkennung. Grundriß einer politischen Dialektik, 1977; Offensives Denken, 1978; Einführung in die Staatslehre, 1979; Der Weg des Leviathan,  1979; Die Hobbes-Forschung von 1968-1978, 1981; Die deutsche Nation. Theorie. Lage. Zukunft, 1982; Idealismus und Nation. Zur Rekonstruktion des politischen Selbstbewußtseins der Deutschen, 1986; Identität und Widerstand. Reden aus dem deutschen Elend, 1986; Deutsche Antwort. Zehn Kapitel zum Recht auf Nation, 1986; Thomas Hobbes. Das Reich des Leviathan, 1986; Erneuerung aus der Mitte. Prag. Wien. Berlin, 1988 (en collaboration avec Paul Kleinewefers).

- Contributions à des ouvrages collectifs (liste non exhaustive); «Zur Dialektik der Planung. Fichte als Theoretiker einer geplanten Gesellschaft», in Säkularisation und Utopie. Ernst Forsthoff zum 65. Geburtstag, Stuttgart, 1967; «Systemüberwindung und Bürgerkrieg. Zur politischen bedeutung von Hobbes' Behemoth, in H. Baier (Hrsg.), Freiheit und Sachzwang, Opladen, 1977; «Tendenzen der gegenwärtigen Hobbes-Forschung», in U. Bermbach et K.M. Kodalle (Hrsg.), Furcht und Freiheit. Leviathan-Diskussion 300 Jahre nach Thomas Hobbes, Opladen, 1982; «Tendencies of Recent Hobbes Research», in J. G. v.d. Bend, Thomas Hobbes. His View of Man, Amsterdam, 1982; «Antaios oder die Lage der Philosophie ist die Lage der Nation», in Norbert W. Bolz (Hrsg.), Wer hat Angst vor der Philosophie?, Paderborn, 1982; «Die sieben Todsünden gegen die deutsche Identität und die auf sie antwortenden sieben Imperative», in Peter Dehoust (Hrsg.), Die deutsche Frage in der Welt von morgen, Kassel, 1983; «Das deutsche Wesen in der Welt von morgen. Überlegungen zur Aufgabe der Nation, in Peter Dehoust (Hrsg.), op. cit., Kassel, 1983; «Die Erneuerung des Nationalbewußtseins aus dem Geist der Politik. Kampf um Selbstbehauptung», in Peter Dehoust (Hrsg.), Mut zur geistigen Wende, Kassel/Coburg, 1984; «Die politische Identität der Westdeutschen. Drei erbauliche Herausforderungen und eine politische Antwort», in H.J. Arndt, D. Blumenwitz, H. Diwald, G. Maschke, W. Seiffert, B. Willms, Inferiorität als Staatsräson. Sechs Aufsätze zur Legitimität der BRD, Krefeld, 1985; «Die Idee der Nation und das deutsche Elend», in Bernard Willms, Handbuch zur Deutschen Nation, Band I, Geistiger Bestand und politische Lage, Tübingen, 1986; «Volk, Staat, Nation und Gesellschaft. Die methodische und politische Bedeutung des nationa­len Standpunktes», in Bernard Willms, Handbuch zur Deutschen Nation, Band II, Nationale Verantwortung und liberale Gesellschaft, Tübingen, 1987; «Über die Unfähigkeit zu erinnern. Geschichtsbewußtsein und Selbstbewußtsein in Westdeutschland», in Bernard Willms, Handbuch zur Deutschen Nation, Band 3, Moderne Wissenschaft und Zukunftsperspektive, Tübingen, 1988; «Carl Schmitt - jüngster Klassiker des politischen Denkens?», in Helmut Quaritsch (Hrsg.), Complexio Oppositorum. Über Carl Schmitt,  Berlin, 1988.

- Articles importants (liste non exhaustive): «Einige Aspekte der neueren englischen Hobbes-Literatur», in Der Staat, 1, 1962, pp. 93-106; «Von der Vermessung des Leviathan. Aspekte neuerer Hobbes-Literatur», in Der Staat,  6, 1967, pp. 75-100; «Ist weltpolitische Sicherheit institutionalisierbar? Zum Problem des neuen Leviathan», in Der Staat, 15, 1974, pp. 305-334;  «Staatsräson und das Problem der politischen Definition. Bemerkungen zum Nominalismus in Hobbes' Behemoth», in Staatsräson, 1975, pp. 275-300; «Tendenzen der gegenwärtigen Hobbes-Forschung», in Zeitschrift für philosophische Forschung, 34, 1980, pp. 442-453; «Politische Identität der Deutschen. Zur Rehabilitation des nationalen Arguments», in Der Staat, 21, 1982, pp. 69-96; «Weltbürgerkrieg und Nationalstaat. Thomas Hobbes, Friedrich Meinecke und die Möglichkeit der Geschichtsphilosophie im 20. Jahrhundert», in Der Staat, 22, 1983, pp. 499-519; «Fängt der mündige Bürger heute erst beim Parteifunktionär an?», in Die Welt,  9 avril 1983; «Autorenporträt: Thomas Hobbes (1588-1679)», in Criticón, 92, 1985, pp. 241-247, article suivi d'une bilbiographie précise sur Hobbes; «Deutsches Nationalbewußtsein und Mitteleuropa. Die europäische Alternative», Criticón, 102, 1987, pp. 163-165; «Widergänger oder Widerlager? Zum aktuellen Umgang mit Hegels Rechtsphilosophie», in Der Staat, 27, 3, pp. 421-436; «Der Leviathan und die delischen Taucher. Zur Entwicklung der Hobbes-Forschung seit 1979», in Der Staat, 27, 3, pp.569-588; «Gespräch mit Prof. Dr. Bernard Willms», Na klar!, 43, 1988 (trad. franç., cf. infra); «Il Leviatano, le superpotenze e la postmodernità» (texte d'une leçon publique incluse dans un cycle de sémi­naires sur Thomas Hobbes, tenue pendant l'année académique 1988-89 à Teramo à la Faculté de Jurisprudence et de sciences politiques de l'Université Gabriele d'Annunzio), in Behemoth, 6, 1989); «Postmoderne und Politik», in Der Staat, 3, 1989 (trad. it.: «Postmoderno e politica», in Behemoth, 8, 1990).

- En français: Martin Werner Kamp, «Le concept de nation selon Bernard Willms», in Vouloir, n°19/20, 1985; Luc Nannens, «Identité allemande et idée nationale. Le combat du Professeur Willms», in Vouloir, n°40/41/42, 1987; «Entretien avec le Professeur Bernard Willms. Vous avez dit "Mitteleuropa"?», in Vouloir, n°59/60, 1989; Thor von Waldstein, «Hommage au Professeur Bernard Willms. Entre Hobbes et Hegel», in Vouloir, n°73/74, 1991.

THEMES CONNEXES: idéalisme, nation, institution, nature du politique, liberté, cité, idéologie des Lumières, concrétude, idée, identité, destin, coexistence, droit de résistance, souveraineté, irénisme, devenir, nomina­lisme, révolution conservatrice.

PHILOSOPHES: Helmut Schelsky, Fichte, Ernst Forsthoff, Hegel, Hobbes, Carl Schmitt, Arnold Gehlen, Hans Freyer, Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean-François Lyotard, Jean Baudrillard, Jean-Jacques Rousseau, Herder, Schiller, Ernst Moritz Arndt, Görres, Wilhelm von Humboldt, Max Weber, Justus Möser, Guillaume d'Ockham.

 

 

samedi, 27 décembre 2008

Vilfreedo Pareto and Political Irrationality

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Vilfredo Pareto and Political Irrationality

Tomislav Sunic

Few political thinkers have stirred so much controversy as Franco-Italian sociologist and economist Vilfredo Pareto (1848-1923). In the beginning of the twentieth century, Pareto exerted a considerable influence on European conservative thinkers, although his popularity rapidly declined after the Second World War. The Italian Fascists who used and abused Pareto's intellectual legacy were probably the main cause of his subsequent fall into oblivion. 

Pareto's political sociology is in any case irreconcilable with the modern egalitarian outlook. In fact, Pareto was one to its most severe critics. Yet his focus extends beyond a mere attack on modernity; his work is a meticulous scrutiny of the energy and driving forces that underlie political ideas and beliefs. From his study, he concludes that irrespective of their apparent utility or validity, ideas and beliefs often dissimulate morbid behavior. Some of Pareto's students went to so far as to draw a parallel between him and Freud, noting that while Freud attempted to uncover pathological behavior among seemingly normal individuals, Pareto tried to unmask irrational social conduct that lay camouflaged in respectable ideologies and political beliefs. 

In general, Pareto argues that governments try to preserve their institutional framework and internal harmony by a posteriori justification of the behavior of their ruling elite--a procedure that stands in sharp contrast to the original objectives of government. This means that governments must "sanitize" violent and sometimes criminal behavior by adopting such self-rationalizing labels as "democracy," "democratic necessity," and "struggle for peace," to name but a few. It would be wrong, however, to assume that improper behavior is exclusively the result of governmental conspiracy or of corrupted politicians bent on fooling the people. Politicians and even ordinary people tend to perceive a social phenomenon as if it were reflected in a convex mirror. They assess its value only after having first deformed its objective reality. Thus, some social phenomena, such as riots, coups, or terrorist acts, are viewed through the prism of personal convictions, and result in opinions based on the relative strength or weakness of these convictions. Pareto argues that it is a serious error to assume that because his subjects or constituents feel cheated or oppressed, a leader of an oppressive regime is necessarily a liar or a crook. More than likely, such a leader is a victim of self-delusions, the attributes of which he considers "scientifically" and accurately based, and which he benevolently wishes to share with his subjects. To illustrate the power of self-delusion, Pareto points to the example of socialist intellectuals. He observes that "many people are not socialists because they have been persuaded by reasoning. Quite to the contrary, these people acquiesce to such reasoning because they are (already) socialists." 
       

Modern Ideologies and Neuroses 

In his essay on Pareto, Guillaume Faye, one of the founders of the European "New Right," notes that liberals and socialists are scandalized by Pareto's comparison of modern ideologies to neuroses: to latent manifestation of unreal effects, though these ideologies--socialism and liberalism--claim to present rational and "scientific" findings. In Freud's theory, psychic complexes manifest themselves in obsessional ideas: namely, neuroses, and paranoias. In Pareto's theory, by contrast, psychic impulses--which are called residues--manifest themselves in ideological derivatives. Rhetoric about historical necessity, self-evident truths, or economic and historical determinism are the mere derivatives that express residual psychic drives and forces such as the persistence of groups once formed and the instinct for combination. 

For Pareto, no belief system or ideology is fully immune to the power of residues, although in due time each belief system or ideology must undergo the process of demythologization. The ultimate result is the decline of a belief or an ideology as well as the decline of the elite that has put it into practice. 
        
Like many European conservatives before the war, Pareto repudiated the modern liberal, socialist myth that history showed an inevitable progression leading to social peace and prosperity. Along with his German contemporary Oswald Spengler, Pareto believed that no matter how sophisticated the appearance of some belief or ideology, it would almost certainly decay, given time. Not surprisingly, Pareto's attempts to denounce the illusion of progress and to disclose the nature of socialism and liberalism prompted many contemporary theorists to distance themselves from his thought. 
        
Pareto argues that political ideologies seldom attract because of their empirical or scientific character--although, of course, every ideology claims those qualities--but because of their enormous sentimental power over the populace. For example, an obscure religion from Galilee mobilized masses of people who were willing to die, willing to be tortured. In the Age of Reason, the prevailing "religion" was rationalism and the belief in boundless human progress. Then came Marx with scientific socialism, followed by modern liberals and their "self-evident religion of human rights and equality." According to Pareto, underlying residues are likely to materialize in different ideological forms or derivatives, depending on each historical epoch. Since people need to transcend reality and make frequent excursions into the spheres of the unreal and the imaginary, it is natural that they embrace religious and ideological justifications, however intellectually indefensible these devices may appear to a later generation. In analyzing this phenomenon, Pareto takes the example of Marxist "true believers" and notes: "This is a current mental framework of some educated and intelligent Marxists with regard to the theory of value. From the logical point of view they are wrong; from the practical point of view and utility to their cause, they are probably right." Unfortunately, continues Pareto, these true believers who clamor for social change know only what to destroy and how to destroy it; they are full of illusions as to what they have to replace it with: "And if they could imagine it, a large number among them would be struck with horror and amazement." 
        
Ideology and History 
        

The residues of each ideology are so powerful that they can completely obscure reason and the sense of reality; in addition, they are not likely to disappear even when they assume a different "cover" in a seemingly more respectable myth or ideology. For Pareto this is a disturbing historical process to which there is no end in sight: 
        

"Essentially, social physiology and social pathology are still in their infancy. If we wish to compare them to human physiology and pathology, it is not to Hippocrates that we have to reach but far beyond him. Governments behave like ignorant physicians who randomly pick drugs in a pharmacy and administer them to patients." 
        
So what remains out of this much vaunted modern belief in progress, asks Pareto? Almost nothing, given that history continues to be a perpetual and cosmic eternal return, with victims and victors, heroes and henchmen alternating their roles, bewailing and bemoaning their fate when they are in positions of weakness, abusing the weaker when they are in positions of strength. For Pareto, the only language people understand is that of force. And with his usual sarcasm, he adds: "There are some people who imagine that they can disarm their enemy by complacent flattery. They are wrong. The world has always belonged to the stronger and will belong to them for many years to come. Men only respect those who make themselves respected. Whoever becomes a lamb will find a wolf to eat him." 
        
Nations, empires, and states never die from foreign conquest, says Pareto, but from suicide. When a nation, class, party, or state becomes averse to bitter struggle--which seems to be the case with modern liberal societies--then a more powerful counterpart surfaces and attracts the following of the people, irrespective of the utility or validity of the new political ideology or theology: 
        
"A sign which almost always accompanies the decadence of an aristocracy is the invasion of humanitarian sentiments and delicate "sob-stuff" which renders it incapable of defending its position. We must not confuse violence and force. Violence usually accompanies weakness. We can observe individuals and classes, who, having lost the force to maintain themselves in power, become more and more odious by resorting to indiscriminate violence. A strong man strikes only when it is absolutely necessary--and then nothing stops him. Trajan was strong but not violent; Caligula was violent but not strong." 
        
Armed with the dreams of justice, equality, and freedom, what weapons do liberal democracies have today at their disposal against the downtrodden populations of the world? The sense of morbid culpability, which paralyzed a number of conservative politicians with regard to those deprived and downtrodden, remains a scant solace against tomorrow's conquerors. For, had Africans and Asians had the Gatling gun, had they been at the same technological level as Europeans, what kind of a destiny would they have reserved for their victims? Indeed, this is something that Pareto likes speculating about. True, neither the Moors nor Turks thought of conquering Europe with the Koran alone; they understood well the importance of the sword: 
        
"Each people which is horrified by blood to the point of not knowing how to defend itself, sooner or later will become a prey of some bellicose people. There is probably not a single foot of land on earth that has not been conquered by the sword, or where people occupying this land have not maintained themselves by force. If Negroes were stronger than Europeans, it would be Negroes dividing Europe and not Europeans Africa. The alleged "right" which the people have arrogated themselves with the titles "civilized"--in order to conquer other peoples whom they got accustomed to calling "non-civilized"--is absolutely ridiculous, or rather this right is nothing but force. As long as Europeans remain stronger than Chinese, they will impose upon them their will, but if Chinese became stronger than Europeans, those roles would be reversed."


        
Power Politics 
        
For Pareto, might comes first, right a distant second; therefore all those who assume that their passionate pleas for justice and brotherhood will be heeded by those who were previously enslaved are gravely mistaken. In general, new victors teach their former masters that signs of weakness result in proportionally increased punishment. The lack of resolve in the hour of decision becomes the willingness to surrender oneself to the anticipated generosity of new victors. It is desirable for society to save itself from such degenerate citizens before it is sacrificed to their cowardice. Should, however, the old elite be ousted and a new "humanitarian" elite come to power, the cherished ideals of justice and equality will again appear as distant and unattainable goals. Possibly, argues Pareto, such a new elite will be worse and more oppressive than the former one, all the more so as the new "world improvers" will not hesitate to make use of ingenious rhetoric to justify their oppression. Peace may thus become a word for war, democracy for totalitarianism, and humanity for bestiality. The distorted "wooden language" of communist elites indicates how correct Pareto was in predicting the baffling stability of contemporary communist systems. 
        
Unfortunately, from Pareto's perspective, it is hard to deal with such hypocrisy. What underlies it, after all, is not a faulty intellectual or moral judgment, but an inflexible psychic need. Even so, Pareto strongly challenged the quasi-religious postulates of egalitarian humanism and democracy--in which he saw not only utopias but also errors and lies of vested interest. Applied to the ideology of "human rights," Pareto's analysis of political beliefs can shed more light on which ideology is a "derivative," or justification of a residual pseudo-humanitarian complex. In addition, his analysis may also provide more insight into how to define human rights and the main architects behind these definitions. 
        
It must be noted, however, that although Pareto discerns in every political belief an irrational source, he never disputes their importance as indispensable unifying and mobilizing factors in each society. For example, when he affirms the absurdity of a doctrine, he does not suggest that the doctrine or ideology is necessarily harmful to society; in fact, it may be beneficial. By contrast, when he speaks of a doctrine's utility he does not mean that it is necessarily a truthful reflection of human behavior. On the matters of value, however, Pareto remains silent; for him, reasoned arguments about good and evil are no longer tenable. 
        
Pareto's methodology is often portrayed as belonging to the tradition of intellectual polytheism. With Hobbes, Machiavelli, Spengler, and Carl Schmitt, Pareto denies the reality of a unique and absolute truth. He sees the world containing many truths and a plurality of values, with each being truthful within the confines of a given historical epoch and a specific people. Furthermore, Pareto's relativism concerning the meaning of political truth is also relevant in reexamining those beliefs and political sentiments claiming to be nondoctrinal. It is worth nothing that Pareto denies the modern ideologies of socialism and liberalism any form of objectivity. Instead, he considers them both as having derived from psychic needs, which they both disguise. 
        
The New Class 
        
 For his attempts to demystify modern political beliefs, it should not come as a surprise that Pareto's theory of nonlogical actions and pathological residues continues to embarrass many modern political theorists; consequently his books are not easily accessible. Certainly with regard to communist countries, this is more demonstrably the case, for Pareto was the first to predict the rise of the "new class"--a class much more oppressive than traditional ruling elites. But noncommunist intellectuals also have difficulties coming to grips with Pareto. Thus, in a recent edition of Pareto's essays, Ronald Fletcher writes that he was told by market researchers of British publishers that Pareto is "not on the reading list," and is "not taught" in current courses on sociological theory in the universities. Similar responses from publishers are quite predictable in view of the fact that Pareto's analyses smack of cynicism and amorality--an unforgivable blasphemy for many modern scholars. 
        
Nevertheless, despite the probity of his analysis, Pareto's work demands caution. Historian Zev Sternhell, in his remarkable book La droite revolutionnaire, observes that political ideas, like political deeds, can never be innocent, and that sophisticated political ideas often justify a sophisticated political crime. In the late 1920s, during a period of great moral and economic stress that profoundly shook the European intelligentsia, Pareto's theories provided a rationale for fascist suppression of political opponents. It is understandable, then, why Pareto was welcomed by the disillusioned conservative intelligentsia, who were disgusted, on the one hand, by Bolshevik violence, and on the other, by liberal democratic materialism. During the subsequent war, profane application of Pareto's theories contributed to the intellectual chaos and violence whose results continue to be seen. 
        
More broadly speaking, however, one must admit that on many counts Pareto was correct. From history, he knew that not a single nation had obtained legitimacy by solely preaching peace and love, that even the American Bill of Rights and the antipodean spread of modern democracy necessitated initial repression of the many--unknowns who were either not deemed ripe for democracy, or worse, who were not deemed people at all (those who, as Koestler once wrote, "perished with a shrug of eternity"). For Pareto the future remains in Pandora's box and violence will likely continue to be man's destiny. 
       

The Vengeance of Democratic Sciences 
        
Pareto's books still command respect sixty-five years after his death. If the Left had possessed such an intellectual giant, he never would have slipped so easily into oblivion. Yet Pareto's range of influence includes such names as Gustave Le Bon, Robert Michels, Joseph Schumpeter, and Rayond Aron. But unfortunately, as long as Pareto's name is shrouded in silence, his contribution to political science and sociology will not be properly acknowledged. Fletcher writes that the postwar scholarly resurgence of such schools of thought as "system analysis," "behavioralism," "reformulations," and "new paradigms," did not include Pareto's because it was considered undemocratic. The result, of course, is subtle intellectual annihilation of Pareto's staggering erudition--an erudition that spans from linguistics to economics, from the knowledge of Hellenic literature to modern sexology. 
        
But Pareto's analyses of the power of residues are useful for examining the fickleness of such intellectual coteries. And his studies of intellectual mimicry illustrate the pathology of those who for a long time espoused "scientific" socialism only to awaken to the siren sound of "self-evident" neoconservativism--those who, as some French writer recently noted, descended with impunity from the "pinnacle of Mao into the Rotary Club." Given the dubious and often amoral history of the twentieth-century intelligentsia, Pareto's study of political pathology remains, as always, apt. 

Tomislave Sunic, a Croatian political theorist, has contributed a long essay to Yugoslavia: The Failure of Democratic Communism (New York, 1988).

[The World and I (New York), April, 1988]

 

 

 

 

mercredi, 17 décembre 2008

P. Kondylis and the obsoleteness of conservatism

 

 

 

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Panajotis Kondylis and the obsoleteness of conservatism

Paul Gottfried

Panajotis Kondylis (1943-), a Greek scholar who lives in Heidelberg and writes in German, may be, unbeknownst to himself, one of the great conservative thinkers of our age. Describing Kondylis as a conservative might leave him and his readers puzzled. His five-hundred page work Conservatism (1986) examines "the historical content and decline" of its subject. For Kondylis, conservatism had already declined in the last century as a major political force. It was the ideal of an essentially medieval hierarchical society defended by landed aristocrats and their intellectual followers. What Americans have usually presented as conservative values, Kondylis explains, belongs to a "bourgeois world of thought." Indeed the historical constructions of American traditionalists have been at most attempts to "exalt an older conceptual legacy and a long dead way of life against the newest developments in the direction of a consumerist mass democracy."[1] Kondylis cites Russell Kirk and the Southern Agrarians as examples of this tendency to conjure up an ideal organic past in a society that has always been nearer to mass democracy than it has to European traditionalism.

Kondylis identifies himself with Marxism, broadly understood. In a recent essay, "Marxism, Communism, and the History of the Twentieth Century," Kondylis offers this revealing opinion: "The planetary social project of Communism failed not because of moral or economic inferiority but because the national power of Russia encountered the superior national power of the United States." Furthermore, "Never before has the Marxist view of history been as true and current as it is now in the initial phase of a planetary history," particularly in determining social relations and the "ideological" forms that they take.[2] In my German correspondence with him, Kondylis makes the point that, unlike me, "he stands far closer to Marx than to [the German legal thinker] Carl Schmitt."[3] His detailed analysis of social class and of ideological consciousness as reflected in culture point back to Marx and to the twentieth-century Marxist interpreter of intellectual history, George Lukacs. Kondylis underlines these connections whenever he can.

His transparent dislike for the United States and its current devotion to "human rights" may offend some American patriots. He reduces the American faith in democracy and in universal rights to an instrument of national power. In a caustic piece for the Frankfurter Rundschau (August 18, 1996), "Human Rights: Conceptual Confusion and Political Instrumentalization," he notes that the United States speaks of human rights in the context of international affairs, not as a replacement for its own national laws that still distinguish between citizens and non-citizens: "No state can grant all of humanity the same rights--e.g., rights of settlement and voting--without ceasing to exist." For the American government, "human rights are a political tool within a planetary context whose density requires the use of universalist ideologies; within this framework, however, great nations continue to determine the binding interpretation of those same constructs."[4] Kondylis dislikes not only Americans for what he perceives as political hypocrisy but for their consumerist mentality. He has editorialized against the corrupting effect of American hedonism, which he thinks is now infecting Europeans.

Kondylis's brief against the United States occasionally descends into superficial generalization. "Human rights" ideology is by no means accepted by all Americans; and contrary to what Kondylis asserts, "human rights" ideologues are willing to blur the distinction between the rights of citizens and of noncitizens. Recent judicial decisions that bear on the "rights" of illegal aliens have interpreted the Fourteenth Amendment as establishing universally binding human rights. Meanwhile, advocates of a human rights-based foreign policy, like the editorial boards of the New York Times and Wall Street Journal, have been equally zealous in upholding an expansionist immigration policy. Conversely, American nationalists on the Old Right have been both isolationists and critics of "human rights."[5] As for the assurance given that "economic inferiority" had nothing to do with the disintegration of the Soviet empire, this particular statement is never demonstrated. Kondylis goes on to speak of the "superior national power of the United States," which may be another way of referring to the working economy of the U.S., as opposed to the fatally paralyzed one of the former Soviet Union.[6]

Despite Kondylis's Marxist self-labeling and distaste for the United States, one can find in him an identifiable man of the Right. But the Right to which Kondylis belongs is not the European counterpart of the American Right-Center, made up of pro-business supporters of a democratic welfare state and of a consumer economy. Like the intellectual movement called the European New Right, which often quotes him, Kondylis stresses the merits of traditional community, which he believes to be threatened by American mass democracy and American economic expansion. Unfortunately, antiAmericanism has become instinctive for many on the European Right.[7] I say "unfortunately" not because this sentiment is never justified. I think it often is, given the human rights and globalist triumphalism of American state department spokesmen and journalists and the moral pollution produced by our entertainment industry. But anti-Americanism gets in the way of understanding our current political context. Much of what the European New Right blames on the American people are recent developments, such as crusades for human rights with an often changing content; while what is perceived as quintessentially American is equally characteristic of other Western societies. Here a sense of historical change may be necessary. For example, Southern planters and the Northeastern merchant class of the midnineteenth century were far removed from late twentieth-century mass democracy. They were in fact as far removed from it as the world of Palmerston and Disraeli was from the social democratic and multicultural England which I visited last year.

Note that the Marxism that Kondylis expounds is highly selective and without the egalitarian and "utopian" aspects of the original product. Kondylis praises Marx and some Marxists for looking behind ideologies for the social and/or political interests which they incarnate. Like Marx, he considers "ideology" to be "false," a shared body of social and cultural attitudes which distorts historical reality, willfully or unwittingly. Kondylis mocks ethicists for packaging as "human rights" the interests of empires or the political ambitions of particular intellectuals. For Kondylis, such ethicizing conceals a will to power or the force of an expanding consumer economy. But Kondylis rarely seizes on the terms "ideologeme" or "false consciousness" when he analyzes the restorationist thought of the early and mid-nineteenth century. Although a sound argument can be made that Joseph de Maistre, Friedrich Stahl, and Le Comte de Bonald were defending a dying European order against a rising bourgeois society, Kondylis discusses such counter revolutionaries with profound respect. Not all of the foredoomed battles in his work or in his view of world history are traced to "false consciousness," and it may be observed that the closer he gets to the modern era of "mass democracy," planetary politics, and a consumerist culture the more Kondylis talks about dishonest ideologues.

This selectiveness may be partly the result of ingrained attitudes. Though a visceral anti-American fond of Marxist terminology, Kondylis has no use for mass democracy and its cultural and economic accompaniments. Sprung from an illustrious Greek family that produced both statesmen and military officers, he remains proud of his own antecedents. As he explained, with self-deprecation in a letter to me, unlike other Kondylises who accomplished much, "all he has managed to do is write long books in German." His books, by the way, are not only long but recondite, written in exceedingly dense prose and marked by tortuous explications.

This stylistic difficulty and his questionable generalizations about Americans to the contrary notwithstanding, Kondylis reveals two strengths that American conservatives would do well to imitate. One, he contextualizes ideas, without reducing them to mere epiphenomena of other historical forces. Kondylis grasps the necessary relation between cultural and moral ideals and the social and political configurations in which they develop. He demonstrates the disintegration of a conservative vision, one based on fixed orders with corresponding duties and privileges, in a society then undergoing critical changes, namely urbanization and the Industrial Revolution. Those who wished to represent an already superannuated conservative vision lost their social base and were forced to modify their public stance to include bourgeois ideals.

In this modified conservative view that emerged in the second half of the nineteenth century, defenders of medieval hierarchy and civil order made common cause against revolt from below. They and bourgeois liberals opposed democratic revolutionaries and socialist reformers. In this alliance, however, the truly conservative vision of order became increasingly vestigial.[8] The major lines of division were thereafter between "bourgeois modernity" and "mass democratic postmodernity," a topic minutely discussed in Kondylis's book The Decline of the Bourgeois Form of Thought and Life (1991).[9] Social visions remain competitive, Kondylis reminds his reader, for only as long as they are tied to a dominant or powerful class. Once that class is overwhelmed by political or material changes, its ideas inevitably fall out of favor. Though Kondylis points out the historical precondition for the predominance of what he as well as Richard Weaver calls a "vision of order," he does not relativize all such visions. From his descriptions it is clear that Kondylis favors the restorationist thought of the early nineteenth century over the liberal bourgeois Denkformen that replaced it. Despite his attempted detachment in surveying the end of mass democracy, Kondylis despises the disorder and boundless self-indulgence which he associates with the postmodern age.

He presents mass democracy as a total way of life that develops in a favorable political and economic climate. He does not use the term simply to express contempt for what he dislikes. Nor does he try to reduce mass democracy to a side effect of some material transformation, for example, by treating it as a byproduct of industrial growth or of the shifting of population toward cities. Kondylis does note certain political and economic preconditions for the rise of mass democracy, most particularly universal suffrage, material abundance, and the identification of self-government with public administration. But he also stresses its cultural and intellectual presuppositions. Among those that preoccupy him are the avant-garde artistic movements of the early twentieth century and the kind of experimental theater that began shortly thereafter. Unlike the Marxist Lukacs, who viewed such movements as sources of bourgeois amusement, Kondylis interprets them as the beginnings of a cultural war. Artists and playwrights collaborated in bringing down the bourgeois liberal world. For they despised precisely what it exalted, social constraint, rationally comprehensible art, and a coherent view of life and civic responsibility.

In their place Western society received a highly subjective, self-expressive, and ideologically inflammatory culture. Once this became wed to material hedonism, the erosion of identity, and a fixation on total equality, Kondylis maintains, a mass democratic world view established itself.[10] Kondylis points to the cultural components of this world view as omens of postmodernism. Rather than identifying this phenomenon exclusively with the most recent assaults on fixed or received meanings, Kondylis argues that postmodernism has been extensive with the entire mass democratic age.[11] The relativization of meaning is only the latest strategy for advancing social equality and for evacuating nondemocratic opinions associated with an elitist past.

Mass democracy, as interpreted by Kondylis, is also a global process. Moving from the West where it supplanted "an oligarchic and hierarchical bourgeois liberalism," it is now "merging with a planetary landscape," in which Marxism and Communism have become the preparatory phases in a mass democratic end of history.[12] Unlike the liberal age it ended or the Communism it surpassed in material productiveness, mass democratic society both proclaims and works toward providing material gratification. In a secularized and dehierarchical setting, it does what Marxist socialism promised but only occasionally could produce. Here Marx, according to Kondylis, offered a partially accurate prediction but grafted onto it a happy historical ending that is unlikely to come to pass. Marx "had clung to the idea of a normative-eschatological unification of world history" and "had explained this unitary character of a planetary event through social and economic factors while drawing appropriate political conclusions [from his assumptions]."But this unitary world history which Marx saw as tied to economic modernization is also intensifying the war against social cohesion, in the name of individual gratification and universal sameness. Kondylis observes the irony that the struggle against Communism, "fought not least of all for liberal ideals," has resulted in the victory of a postliberal society, one whose dissimilarity from the bourgeois age is greater than the distance that had separated Europe before the French Revolution from the Europe of the late nineteenth century. This exemplifies the ideological misrepresentation that Kondylis believes characterizes the promoters of mass democracy. They insist on a fictional continuity with the liberal past.[13]

Kondylis's contextualization of conservative, liberal, and mass democratic world views and his detailed analysis of mass democracy carries implications that he spells out for would-be conservatives. The term "conservative" is now being applied, he explains in an essay, "The Archaic Character of Political Concepts," to those who have nothing to do with an agrarian aristocratic society and less and less to do with a bourgeois liberal order. Kondylis finds it useless to define conservatives as "those who defend existing institutions, no matter what they happen to be."[14] He mocks journalists and academics who indiscriminately apply "conservative" to Chancellor Kohl or to Russian insurgents. They are accused of the same semantic opportunism as those who use "liberal" not to describe the "economic and constitutional conceptions of the European bourgeois but the right to abortion or an unlimited right to asylum."Least of all does Kondylis accept the Marxist practice, common during the Cold War, of designating the anti-Communist West as "conservative." Such a designation is unsuited for a "system which has revolutionized productive forces to an unprecedented extent and which places at the disposal of individuals material and mental possibilities that represent an astonishing and world-historical novum."[15]

Kondylis believes that a conservative politics in the sense that he understands that concept can no longer be fruitfully pursued. The socio-political context for this orientation was already disappearing by the late nineteenth century, and a similar fate overtook bourgeois liberalism, which gave way to mass democracy. Moreover, the mass democratic system that Kondylis analyzes embraces politics, the economy, ethical reasoning, and the arts. It permeates and shapes human relations and expectations, and, despite its war against most of the Western heritage, is now held to be the crowning achievement of Western democratic peoples. It also condemns and dissolves traditional gender, social, and ethnic distinctions, and, ethically and economically, prepares the way for a global society of uprooted and increasingly indistinguishable individuals. Whether or not one accepts Kondylis's view of the United States as the vital source of this mass democratic empire, what he describes in any case is too monolithic and popular to be effectively opposed by eighteenth- or nineteenth-century visionaries.

Inasmuch as Kondylis makes fun of political labels "with changing contents," it is hard to imagine that he would take seriously any conservatism anchored in mass democracy. While an ambitious politician or political journalist might find reasons to praise this state of affairs, their reasoning, he would conclude, has nothing to do with conservatism. Those who exalt "human rights" and call for open borders and global democracy may be taking positions that help their careers and make them part of a respectable opposition. But nothing substantive separates them from other boosters of mass democracy or links them to either classical conservatism or bourgeois liberalism. There is also no evidence that such "conservatism" slows down the dynamism of mass democracy. At most, "moderate" mass democrats may create procedural obstacles that prevent democratic change from moving more quickly; in other situations, however, they may accelerate that change by their devotion to multinational corporations and by their dislike for national and regional differences.

In contrast to the bogus, would-be conservatisms that Kondylis finds in the postmodern age, he does view the counterrevolutionary Right as a genuine alternative to mass democracy. But this Right offers not a "conservative" alternative to the present age but a force of resistance to radical change: "the distinguishing characteristic of the Right consists of its willingness to suspend political liberalism for the sake of protecting economic liberalism and private property against leftist assault. In this sense the Right belongs to liberalism, however much the 'enlightened' segment of the bourgeois might show embarrassment about this connection."[16] In one crucial respect this authoritarian Right does resemble the counterrevolutionary conservatism of the early nineteenth century: in its willingness to impose "provisional dictatorship" to prevent "the overthrow of existing institutions through a revolutionary sovereign dictatorship." The distinction between "commissarial" and "sovereign" dictatorship, one that suspends legality (as in the case of Peru) in order to restore it in peaceful conditions and one that supplants a constitutional order by force, is taken from the work of Carl Schmitt, a legal theorist who defended precisely the kind of authoritarian Right that Kondylis describes.[17] But such a Right, which may take over because of a Communist threat or because of the radicalization of mass democracy, can lurch out of hand. It may culminate in the sometimes irresponsible violence unleashed by a military coup or in the kind of substantive "national revolution" sought by idealistic Italian fascists. In either case the socio-economic upheaval wrought by these events or later reactions to them will far surpass whatever order is brought by provisional dictatorship.

In other cases, alluded to by Kondylis, the "authoritarian dominance of the Right" has "created the institutional framework for modernization and industrialization in a capitalist direction, to the exclusion of socialist experiments."[18] But these charges have sometimes led, as in the case of Spain, to the establishment of a mass democratic culture. Social democracy, a consumer society, "human rights" ideology and a disintegrating nuclear family have all followed once a welfare state and modern economy have been established. Pointing these problems out is not the same as deploring twentieth-century technology or exaggerating the benevolence of landed aristocrats or Victorian merchants. It is to state a causal connection between postmodernity in its social, political, and cultural forms and a progressive vanishing of inherited identities, civil society, as opposed to the state and economy, parental authority, and anything once understood to be "tradition." Kondylis believes that what has caused this situation is not the failure of public administrators to teach "values" or of manufacturers to promote "democratic capitalism." For him, the problems are systemic and lie in the fit between human appetites and changing institutional arrangements. They are also rooted in what Kondylis sees as the inevitability of struggle as the human condition. In the planetary age, people are fighting over resources but do so while appealing to the human rights slogans invented by intellectuals and the media.[19]

Kondylis claims to be pursuing value-free science and stresses the distinction by nineteenth-century social thinkers between descriptive statements and concepts formed out of observation and value-assertions. He insists that his scholarship does not contain expressions of normative morality and is openly contemptuous of political advocacy disguised as analytic thought. Yet the nonscientific aspect of his own judgments keeps intruding, seen in the obvious moral passion shown by Kondylis in scolding political utopians. Since 1991, when the "end of history" argument was first advanced by neoconservative publicist Francis Fukuyama, Kondylis has held forth against the notion that human history is ending with the fall of Communism. He has ridiculed the idea and the presumed intent behind it, that all or most of humanity is being drawn into a democratic capitalist orbit marked by peaceful trade and orderly change.

To this Kondylis has responded that history will likely go on, as has been the case until now, with struggles and ideological self-justifications. In a world of expanding population, limited resources, and rising materialist expectations, he finds no reason to think that human conflict is about to end. Moreover the terms "democracy," "capitalism," and "rights" have been made to mean whatever partisan politicians and intellectuals wish them to mean. All of these terms now have been given what Kondylis calls a "polemical" function: they are used to carry on a struggle against political and cultural enemies or obstacles. Here Kondylis may be entirely on the mark. As I myself found in doing research on a book dealing with the managerial state, "democracy," "liberalism," and "right" have lost any specific meaning in "Western democracies." What provides these terms with steady points of reference are their connection to postmodern societies and their sacral use by a particular elite. Public administrators, journalists, and other segments of the political class determine or alter the meaning of political doctrine. Even so, Kondylis, no less than those he argues against, is speaking "polemically." His attempts to refute global democrats are not disinterested scientific statements. They proceed from a moral stance composed of his tragic view of life and dislike for ideological manipulation. This view does not weaken Kondylis's arguments and in fact may enhance them, but it clearly does not represent the triumph of value-free science.

His interest in the cultural and geographic extensions of mass democracy has resulted in, among other projects, a book on planetary politics published in 1992. The argument of this work features prominently in Kondylis's critical remarks on another recent study of world politics, Samuel Huntington's provocative thesis on impending cultural wars presented in Foreign Affairs in 1993. Kondylis disagrees sharply with Huntington's view (which I happen to share), that future planetary conflicts will be fueled by the tensions among cultural-religious blocs. In opposition to this gloomy prediction, he offers another equally somber one, that mass democracy will create both spiritual stupor and a growing desire for material well-being. This will lead not to peace, but to devastating wars pursued for resources, without much regard for moral self-justification. The belligerents will simply trot out the already worn mass democratic tags about "equality" and "human rights."[20]

For all the pessimism of his work, Kondylis remains cheerful in his demeanor. He attributes this serene cheer to the kind of stoic apatheia which he cultivates. Already in his mid-fifties, he continues to live in austere solitude, dividing his time between two bachelor residences, in Heidelberg and in the Kifisia district of Athens. He has never held a full-time academic appointment, but has made do with a series of grants and the payment received for his political journalism. Despite the unfavorable comparison he draws between himself and better-known members of his family, Panajotis Kondylis may add further luster to an already distinguished name.

Notes

1. Panajotis Kondylis, Konservativismus: Geschichtlicher Gehalt und Untergang (Stuttgart, 1986), 51.

2. Panajotis Kondylis, "Marxismus, Kommunismus und die Geschichte des 20. Jahrhunderts" in Der Marxismus in seinem Zeitalter (Leipzig, 1994), 25, 33.

3. Letter from Kondylis dated February 14, 1997.

4. "Menschenrechte, begriffliche Verwirrung und politische Instrumentalisierung," Frankfurter Rundschau, August 18, 1996, 12.

5. Cf. George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America since 1945, revised edition (Wilmington, Del., 1996), 329-41; and Paul Gottfried, The Conservative Movement, second edition (New York, 1993), 142-66.

6. Der Marxismus in seinem Zeitalter, 25 and 34.

7. For an expansive statement of this anti-American sentiment by Europe's most prominent New Right spokesman, see Alan de Benoist's Il etait une fois l'Amerique (Paris, 1984); and Thomas Molnar's "American Culture: A Possible Threat," The World and l (May 1987), 440-42.

8. See Konservativismus: Geschichtlicher Gehalt und Untergang, 387-447 and 507.

9. See Kondylis, Der Niedergang der burgerlichen Denk-und Lebensform: Die liberale Moderne und die massendemokratische Postmoderne (Weinheim, 1991), especially 169-88.

10. Ibid., 208-26.

11. Ibid., 238-67.

12. Der Marxismus in seinem Zeitalter, 15-16.

13. Der Marxismus in seinem Zeitalter, 18-19.

14. "Die Antiquiertheit der politischen Begriffe," Frankfurter Allegemeine Zeitung, October 5, 1991, 8.

15. Ibid., see also "Globalisierung, Politik, Verteilung," Tagesanzeiger, November 29, 1996, 8.

16. Konservativismus, 505.

17. References to Carl Schmitt abound in Kondylis's interview with the Deutsche Ze itschrift fur Philosophie 4 (1994), 683-94; and in his work.

18. Konservativismus, 504.

19. See Kondylis's feature pieces "Globale Mobilmachung" in Frankfurter Allemeine Zeitung, July 13, 1946, 7: "Bluhende Geistesgeschafte," ibid., December 28, 1995; "Was heisst schon westlich?," ibid., November 19, 1994; and Planetarische Politik nach dem Kalten Krieg (Berlin, 1992).

20. See "Globale Mobilmachung" in Frankfurter Allgemeine Zeitung, July 8, 1995, 7; and "Wege in die Ratlosigkeit," ibid., May 7, 1995. The latter article is particularly revealing of Kondylis's historical and moral outlook, inasmuch as it treats the "information revolution" dismissively and insists that the "logic of information will remain subordinate to interpersonal relations and ideological orientations."

[Modern Age; Fall97, Vol. 39 Issue 4, p403, 8p]

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jeudi, 27 novembre 2008

En souvenir de Julien Freund

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Archives de "Synergies Européennes" - 1993

En souvenir de Julien Freund

 

par Alessandra COLLA

 

Le 10 septembre 1993, Julien Freund nous a quitté silencieusement. En Europe, il était l'un des plus éminents philosophe de la politique, une référence obligée pour tous ceux qui voulaient penser celle-ci en dehors des sentiers battus. La presse n'en a pas fait écho.

 

Né à Henridorff, en Alsace-Lorraine, en 1921, il s'engage dans les rangs de la résistance au cours de la seconde guerre mondiale. Dans l'immédiat après-guerre, il enseigne d'abord la philosophie à Metz, puis devient président de la faculté des sciences sociales de l'université de Strasbourg, dont il assurera le développement.

 

Inspiré initialement pas la pensée de Max Weber, un auteur peu connu dans la France de l'époque, Freund élabore petit à petit une théorie de l'agir politique qu'il formule, en ses grandes lignes, dans son maître-ouvrage, L'essence du politique (1965).

 

«Le politique est une essence, dans un double sens: d'une part, c'est l'une des catégories fondamentales, constantes et non éradicables, de la nature et de l'existence humaines et, d'autre part, une réalité qui reste identique à elle-même malgré les variations du pouvoir et des régimes et malgré le changement des frontières sur la surface de la terre. Pour le dire en d'autres termes: l'homme n'a pas inventé le politique et encore moins la société et, d'un autre côté, en tous temps, le politique restera ce qu'il a toujours été, selon la même logique pour laquelle il ne pourrait exister une autre science, spécifiquement différente de celle que nous connaissons depuis toujours. Il est en effet absurde de penser qu'il pourrait exister deux essences différentes de la science, c'est-à-dire deux sciences qui auraient des présupposés diamétralement opposés; autrement, la science serait en contradiction avec elle-même».

 

Ou encore: «La politique est une activité circonstancielle, causale et variable dans ses formes et dans son orientation, au service d'une organisation pratique et de la cohésion de la société [...]. Le politique, au contraire, n'obéit pas aux désirs et aux fantaisies de l'homme, qui ne peut pas ne rien faire car, dans ce cas, il n'existerait pas ou serait autre chose que ce qu'il est. On ne peut supprimer le politique  - à moins que l'homme lui-même, sans se supprimer, deviendrait une autre personne».

 

Freund, sur base de cette définition de l'essence du politique, soumet à une critique serrée l'interprétation marxiste du politique, qui voit ce dernier comme la simple expression des dynamiques économiques à l'œuvre dans la société. Freund, pour sa part, tient au contraire à en souligner la spécificité, une spécificité irréductible à tout autre critère. Le politique, dans son optique, est «un art de la décision», fondé sur trois types de relations: la relation entre commandement et obéissance, le rapport public/privé et, enfin, l'opposition ami/ennemi.

 

Ce dernier dispositif bipolaire constitue l'essence même du politique: elle légitimise l'usage de la force de la part de l'Etat et détermine l'exercice de la souveraineté. Sans force, l'Etat n'est plus souverain; sans souveraineté, l'Etat n'est plus l'Etat. Mais un Etat peut-il cessé d'être «politique»? Certainement, nous répond Freund:

 

«Il est impossible d'exprimer une volonté réellement politique si l'on renonce d'avance à utiliser les moyens normaux de la politique, ce qui signifie la puissance, la coercition et, dans certains cas exceptionnels, la violence. Agir politiquement signifie exercer l'autorité, manifester la puissance. Autrement, l'on risque d'être anéanti par une puissance rivale qui, elle, voudra agir pleinement du point de vue politique. Pour le dire en d'autres termes, toute politique implique la puissance. Celle-ci constitue l'un de ses impératifs. En conséquence, c'est proprement agir contre la loi même de la politique que d'exclure dès le départ l'exercice de la puissance, en faisant, par exemple, d'un gouvernement un lieu de discussions ou une instance d'arbitrage à la façon d'un tribunal civil. La logique même de la puissance veut que celle-ci soit réellement puissance et non impuissance. Ensuite, par son mode propre d'existence, la politique exige la puissance, toute politique qui y renonce par faiblesse ou par une observation trop scrupuleuse du droit, cesse derechef d'être réellement politique; elle cesse d'assumer sa fonction normale par le fait qu'elle devient incapable de protéger les membres de la collectivité dont elle a la charge. Pour un pays, en conséquence, le problème n'est pas d'avoir une constitution juridiquement parfaite ou de partir à la recherche d'une démocratie idéale, mais de se donner un régime capable d'affronter les difficultés concrètes, de maintenir l'ordre, en suscitant un consensus favorable aux innovations susceptibles de résoudre les conflits qui surviennent inévitablement dans toute société».

 

On perçoit dans ces textes issus de L'essence du politique  la parenté évidente entre la philosophie de Julien Freund et la pensée de Carl Schmitt.

 

Particulièrement attentif aux dynamiques des conflits, ami de Gaston Bouthoul, un des principaux observateurs au monde de ces phénomènes, Freund fonde, toujours à Strasbourg, le prestigieux Institut de Polémologie  et, en 1983, il publie, dans le cadre de cette science de la guerre, un essai important: Sociologie du conflit, ouvrage où il considère les conflits comme des processus positifs: «Je suis sûr de pouvoir dire que la politique est par sa nature conflictuelle, par le fait même qu'il n'y a pas de politique s'il n'y a pas d'ennemi».

 

Ainsi, sur base de telles élaborations conceptuelles, révolutionnaires par leur limpidité, Freund débouche sur une définition générale de la politique, vue «comme l'activité sociale qui se propose d'assurer par la force, généralement fondée sur le droit, la sécurité extérieure et la concorde intérieure d'une unité politique particulière, en garantissant l'ordre en dépit des luttes qui naissent de la diversité et des divergences d'opinion et d'intérêts».

 

Dans un livre largement auto-biographique, publié sous la forme d'un entretien (L'aventure du politique, 1991), Freund exprime son pessimisme sur le destin de l'Occident désormais en proie à une décadence irrémédiable, due à des causes internes qu'il avait étudiées dans les page d'un autre de ses ouvrages magistraux, La décadence (1984). Défenseur d'une organisation fédéraliste de l'Europe, il avait exprimé son point de vue sur cette question cruciale dans La fin de la renaissance (1980). Julien Freund est mort avant d'avoir mis la toute dernière main à un essai sur l'essence de l'économique. C'est le Prof. Dr. Piet Tommissen qui aura l'insigne honneur de publier la version finale de ce travail, à coup sûr aussi fondamental que tous les précédents. Le Prof. Dr. Piet Tommissen sera également l'exécuteur testamentaire et le gérant des archives que nous a laissé le grand politologue alsacien.

 

Dott. Alessandra COLLA.

(la version italienne originale de cet hommage est paru dans la revue milanaise Orion, n°108, sept. 1993; adresse: Via Plinio 32, I-20.129 Milano; abonnement pour 12 numéros: 100.000 Lire).

 

mardi, 18 novembre 2008

El "katechon" como idea metapolitica

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El katechon como idea metapolítica

 

 

Por Alberto Buela
Filósofo Argentino

 

El término griego katechon que debe castellanizarse como katechon y pronunciarse katéjon, es el participio presente del verbo katecho (katécho) que significa: retener, agarrar, impedir.

Es el apóstol San Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses, versículos 6 y 7, quien lo utiliza por primera vez como idea de obstáculo, de impedimento, a la venida del Anticristo.

Veinte siglos después, es el filósofo del derecho y jurista alemán Carl Schmitt (1888-1985) quien en varios trabajos suyos recupera la idea de katechon otorgándole una significación politológica. 

Nuestra tarea va a ser exponer primero la versión de San Pablo y las más significativas interpretaciones, luego la del pensador de Plettenberg, para finalmente intentar, nosotros, una lectura metapolítica de la idea  de katechon.

 

Doctrina paulina del katechon

Antes de la parusía o segunda venida de Cristo tienen que suceder dos hechos: la gran apostasía universal, y la manifestación del hombre de pecado llamado por San Juan el anticristo. Pero San Pablo agrega una cláusula para determinar más precisamente todos estos eventos, él transmite a los fieles de Tesalonia la doctrina del katechon.

El texto apocalíptico completo es el siguiente:  

“Hermanos, os suplicamos, por el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, que no abandonéis ligeramente vuestros sentimientos, ni os alarméis con supuestas revelaciones, con ciertos discursos o con cartas que se suponga enviadas por nosotros, como si el día del Señor estuviera ya cercano. Que nadie os engañe en manera alguna. Porque antes ha de venir la apostasía y se ha de manifestar el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición. El cual se opondrá y se alzará contra todo lo que se dice Dios, o es objeto de culto, hasta llegar a sentarse en el mismo templo de Dios, dando a entender que es Dios. Vosotros sabéis lo que ahora lo detiene (to katechon), de manifestarse a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad ya está actuando. Tan solo sea quitado del medio el que ahora lo detiene (ho katechon). Y entonces se dejará ver aquel inicuo a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca y destruirá con el resplandor de su venida. Aquel inicuo que vendrá con el poder de Satanás, con todo poder, señales y prodigios falsos. Y con todo engaño de iniquidad para los que se condenan por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará el artificio del error que les hace creer en la mentira. Para que sean juzgados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.” (2ª Tes. 2, 1-12)     

El contexto de la carta es el siguiente: En la Iglesia de Tesalónica habían sucedido disturbios a consecuencia de la creencia que la segunda venida de Cristo era inminente. Esta señal era perteneciente parcialmente a unos malos entendidos de la 1ª. de Tesalonicenses (4:15 y sigs.), parcialmente a las maquinaciones de los impostores. Fue como una forma de remediar éstos desórdenes que San Pablo escribió su segunda epístola a los Tesalonicenses, introduciendo específicamente en los versículos 6 y 7 su doctrina del katechon como un complemento a su visión apocalíptica. 

Si releemos en forma detenida el contenido de las cláusulas 6 y 7:

Vosotros sabéis lo que ahora lo detiene (to katechon) de manifestarse a su tiempo. Porque el misterio de iniquidad ya está actuando- Tan solo sea quitado del medio el que ahora lo detiene (ho katechon). Y entonces se dejará ver aquel inicuo a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca y destruirá con el resplandor de su venida.

VUL 2 Thes 2:6 "et nunc quid detineat scitis ut reveletur in suo tempore 7 nam mysterium iam operatur iniquitatis tantum ut qui tenet nunc donec de medio fiat 8 et tunc revelabitur ille iniquus quem Dominus Iesus interficiet spiritu oris sui et destruet inlustratione adventus sui" 

Vemos como aquí el apóstol nos habla de dos tipos de katechon. En el versículo 6 usa una frase con el pronombre neutro to, que traducimos por lo, y en el versículo 7 utiliza el pronombre masculino ho, que traducimos por el.

Al haber utilizado San Pablo en dos versículos seguidos y continuos vocablos personales –ho- como impersonales –to- para referirse al mismo participio substantivado katechon como el obstáculo o el impedimento, muchas han sido a lo largo de la historia las hipótesis para explicar la frase. Hay opiniones para todos los gustos.

Recopilemos algunas interpretaciones del katechon. 

  1. Para la mayoría de los autores latinos y sus traductores el principal impedimento es el Imperio Romano, con sus leyes e instituciones. San Agustín, así como gran parte de los padres de la Iglesia son de esta opinión.

  2. Para el teólogo oficial de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, trece siglos después, también el impedimento era el Imperio Romano, quien luego de su caída se prolongó en la Iglesia, ya que el vínculo con Roma estaba dado por la continuación de la antigua localización en el espacio: La Roma eterna unión  del imperium y el sacerdotium.

  3. Para los teólogos protestantes que vivieron después del siglo XVII, San Pablo se refirió a personas y acontecimientos de su tiempo es así que para ellos, el impedimento son los emperadores Calígula, Tito, Nerón, Claudio.

  4. Otra opinión es la del teólogo B. B. Warfield, quien sugiere que “el poder que lo detiene” es la continuación del Estado Judío, luego que la apostasía judaica se completó y el cristianismo perseguido por Roma y sus emperadores, Santiago de Jerusalén es el que personifica este katechon.

  5. Los teólogos Frame,  Best, Grimn y Sinar, consideran que la fuerza que mantiene el dominio no es otra que Satanás, cuya influencia ya está en el mundo como misterio de iniquidad.

  6. Una opinión totalmente opuesta es la desarrollada por Strobel Trilling, afirmando que es el propio Dios en la persona del Espíritu Santo, la fuerza que demora la parusía que los fieles de la época estaban experimentando.

  7. Tenemos también la opinión de un teólogo como O. Cullman, que se suma a una tradición muy extendida según la cual el obstáculo que retiene es la proclamación del evangelio a todas las naciones por los misioneros cristianos incluida la conversión de Israel.

Luego de esta colección de hipótesis acerca de la naturaleza del katechon, es casi temerario hacer una afirmación categórica, no obstante la de mayor hondura teológica es aquella que sostiene que es Dios mismo a través del Espíritu Santo quien en última instancia permite que el Anticristo se manifieste, luego de poder predicar el evangelio a todas las naciones.

En cuanto a éste último, afirma el prestigioso Dollinger en la Enciclopedia Católica:

“La persona individual de Anticristo no será un demonio, como algunos de los escritores antiguos creían; tampoco será la persona del Diablo encarnado en la naturaleza humana de Anticristo. Él será una persona humana, tal vez de extracción Judía, si la explicación de Génesis 49:17, junto con aquella de la omisión de Daniel en el catálogo de las tribus, como se encontró en el Apocalipsis, sea correcto”.

El Anticristo que se sentará en el trono de Pedro y hará prodigios es denominado por San Pablo, anomos, “el sin ley”, esto último nos da pie para pasar a la teoría de Carl Schmitt.

 

La teoría schmittiana sobre el katechon

El concepto aparece fugazmente mencionado en las breves páginas de "Historiographia in nuce: Alexis de Tocqueville" en el opúsculo "Ex Captivitate Salus" (1946) y desarrollado luego in extenso en voluminoso trabajo sobre  "El Nomos de la tierra" (1952), retomando finalmente el tema en "Teología política II" (1970).

La primera observación que podemos hacer siguiendo las fechas de los trabajos, es que el interés de Schmitt por el tema corresponde a su período de postguerra.

Para nuestro autor las categorías con que se maneja la política moderna no son otra cosa que categorías teológicas secularizadas, en esta tesis se apoya toda su teología política, una de cuyas ideas cardinales es la de katechon.

Es un concepto históricamente decisivo que desde el Imperio Romano,  recorre todo el medioevo cristiano y que tiene como cadena de transmisión, para impedir el avance del mal, la lengua común del derecho romano y un sistema de orden espacio-temporal que ha practicado la ciencia jurídica europea, el ius publicum europaeum, del cual, él Carl Schmitt, se considera su último representante. Como vemos, él se asume existencialmente como un katechon, observación esta última obviada por sus comentaristas. En este sentido no hay que olvidar que él es contemporáneo de Heidegger, de Marcel, de Junger, de Le Senne, pensadores todos que adoptan vitalmente sus propios postulados filosóficos.

Para Schmitt el concepto tiene una pluralidad de significados que ejemplifica con realizaciones históricas. Así, menciona como impedimentos u obstáculos:

  1. Al “Imperio bizantino, que desde Constantinopla regía los vestigios romanos de Oriente, era un Imperio costero. Disponía aún de una poderosa flota y poseía un arma secreta: el llamado fuego griego. Sin embargo, estaba por completo reducido a la defensiva. Así y todo, pudo, en cuanto potencia naval, realizar algo que el Imperio de Carlomagno- pura potencia terrestre- no fue capaz de llevar a cabo; fue un auténtico dique, un katechon, empleando la voz helénica; pese a su debilidad, se sostuvo frente al Islam durante varios siglos y, merced a ello, impidió que los árabes conquistasen toda Italia, De lo contrario, hubiese sido incorporada aquella península al mundo islámico, con completo extermino de su cultura antigua y cristiana, como por entonces ocurrió con el Norte de Africa” (1)

  2. A la Iglesia católica “cuyo poder político no reside en los medios económicos o militares. La Iglesia posee ese Pathos de la autoridad en toda su pureza. Es una representación personal y concreta de una personalidad concreta. Además es portadora, en la mayor escala imaginable, del espíritu jurídico y la verdadera heredera de la jurisprudencia romana. En esa capacidad que tiene para la Forma jurídica radica uno de sus secretos sociológicos. Pero tiene energía para adoptar esta Forma o cualquier otra porque tiene la fuerza de la representación. Representa la civitas humana, representa en cada momento histórico al propio Cristo personalmente” (2) y en su capacidad representativa  radica su tarea de katechon, sobre todo frente a la era del pensamiento económico y la sociedad de consumo.

  3. La Respublica Christiana “que enlaza el Derecho medieval de Gentes con el Imperio romano. Lo fundamental de este imperio cristiano es el hecho de que no sea un imperio eterno, sino que tenga en cuenta su propio fin y el fin del eón presente, y que a pesar de ello sea capaz de poseer fuerza histórica. El concepto decisivo de su continuidad, de gran poder histórico, es el de katechon. Imperio significa en este contexto la fuerza histórica que es capaz de detener la aparición del anticristo y el fin del eón presente, una fuerza qui tenet, según las palabras de San Pablo apóstol” (3). Destaca así mismo a los emperadores medievales Otón el Grande y Federico Barbarroja que con su luchas han aplazado la llegada del Anticristo. Y así lo afirma explícitamente en su conferencia del 11 de mayo de 1951 en el Ateneo de Madrid, titulada "La Unidad del mundo", cuando dice: “Siglos enteros de historia medieval cristiana y de su idea de Imperio se basan en la convicción de que el Imperio de un príncipe cristiano tiene sentido de ser precisamente un tal katechon. Magnos emperadores medievales como Otón el Grande y Federico Barbarroja, vieron la esencia histórica de su dignidad imperial en que, en su calidad de katechon, luchaban contra el Anticristo y sus aliados, y aplazaban así el fin de los tiempos” (4)

Estos ejemplos, los más sobresalientes por su tarea de katechon nos muestran de manera palpable que Schmitt, como buen jurista, finca su teoría a partir del katechon como nomos, como impedimento a la instauración del mal, entendido por él como anomia.

Pero como eminente politólogo que fue sabe que “detrás de toda gran política hay un arcano” y este secreto es la función de la gran política como katechon. Si se prescinde de esto solo se puede hacer surgir políticamente “el cesarismo”, que es una forma de poder no cristiano, separado de una corona real, de un reino y de una misión. Este cesarismo sin misión se expresa, según Schmitt, en “la exclamación de los judíos antes de la crucifixión de Jesucristo: “No tenemos mas rey que el cesar” (San Juan, 19,15)(5).

 

El katechon como idea metapolítica

La metapolítica, según la hemos definido en nuestros trabajos (6), es una ciencia interdisciplinaria que tiene por objeto el estudio de las grandes categorías que condicionan la acción política. Supone una crítica a la cultura dominante que después se proyecte a la realidad de la vida. Es decir, que no puede existir metapolítica sin política, lo que obliga a no pensar al nudo sino en miras a una transformación de la realidad moderna “para suplantar a los gobernantes y mantenedores de la presente conducción”, en palabras de Max Scheler(7).

Al enigma de San Pablo acerca de  nunc quid detineat (lo que ahora detiene) y qui teneat nunc (el que ahora detiene) nosotros, siguiendo en parte a Schmitt en su idea de Grossraum, sostenemos que: Ante el proceso ideológico de globalización anunciado en 1991 por el presidente Busch, padre, en el sentido de la construcción de un one world, un mundo uno, debemos propiciar la construcción de grandes espacios autocentrados y específicamente la de un gran espacio suramericano, como katechon a la “visión fundamentalista de la globalización según la cual éste es el único de los mundos posibles” (8) y su proyecto mundialista de dominación de la tierra bajo un gobierno único. Y decimos un gran espacio y no un Estado solo, porque la época del Estado-nación ya caducó, incluso la de países continente como Rusia, China, India o Brasil. Hoy la acción de un Estado aislado es irrelevante para el gobierno mundial del G8, como poder ejecutivo, el FMI como poder gerencial-financiero o de Davos, como poder deliberativo.

El sentido metapolítico de la idea de katechon lo vislumbramos en la idea de gran espacio, pero no en cualquier gran espacio, sino sólo en aquel que se construya sobre un arcano. Esto es, para la realización de una gran política. "Lo grande nace grande" dice Heidegger, y un gran espacio suramericano tiene que nacer grande, y así comenzar por la alianza de Brasil y Argentina, los dos grandes, hasta extenderse a toda Suramérica. Para ello, poseemos una lengua franca, el portuñol, una historia común económica y cultural  de expoliación y colonización cultural, un enemigo común: el anglosajón, ingleses en el siglo XIX y yanquis en el XX,(9) una religión común: el cristianismo inculturizado de expresión heterodoxa. Genuinas instituciones políticas en común, más allá de la democracia liberal, como la figura del caudillo y su representación por acclamatio. Una masa poblacional hoy (2002) de 330 millones de habitantes. Cincuenta mil kilómetros de ríos navegables en el interior. Con una complementación tecnológica de cada uno de sus diez Estados-nación que parece surgida por azar. Y todo ello localizado en un espacio común de esta isla continental de casi 18 millones de km2, el doble que Europa y, también de los Estados Unidos.

El segundo sentido metapolítico del katechon lo barruntamos nosotros en el hecho que Suramérica forma parte de un espacio cultural mayor que es Iberoamérica; esto es, los pueblos que van desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego. Y este espacio tiene un singular destino escatológico que está dado por el esplendor solar de la Virgen Morena de Guadalupe, que como observa el estudioso Primo Siena: “Confirmamos que es la primera vez, en el entero curso milenario de las teofanías marianas, que la imagen de Nuestra Señora aparece encinta como lo fue en el oculto viaje hacia Belén narrado por los evangelistas, o como resulta del maravilloso cuadro solar, presentido en el Apocalipsis por el discípulo predilecto. Existe una correspondencia desde el mil seiscientos entre la Virgen guadalupana y  la “Mujer vestida de Sol” del texto profético” (10).

Es muy probable que este sea el arcano de la gran política que deba darse este nuevo katechon que tiene que ser Nuestra América.

El tercer sentido metapolítico de katechon está dado en la lucha por la pertenencia a un espacio territorial determinado y la conservación del mismo expresado en la defensa de lo que Virgilio llamó genius loci, esto es suelo, clima y paisaje. Hoy el misterio de iniquidad es la idolatría hacia el monoteísmo del libre mercado, que genera el individualismo y el nihilismo social y aquello que lo detiene, quid detineat (to katechon) es la resistencia cultural, ética y espiritual que en el interior del sistema de globalización neoliberal llevan a cabo las personas, los grupos y los pueblos que quieren seguir manteniendo su identidad, su ipse, su sí mismo.

Lo difícil es saber qui teneat (ho katechon), quien lo obstaculiza, y aquí sólo podemos apelar al poeta, que tiene caminos que el filósofo desconoce, cuando decía:

Se necesitaría Roosevelt, ser Dios mismo,
El Riflero terrible y el fuerte Cazador,
Para poder tenernos en vuestras férreas garras.
Y, pues, contáis con todo; falta una cosa: Dios. (11)

 

Notas

 

  1. Schmitt, Carl: Tierra y Mar, Madrid, Estudios Políticos, 1952, pp. 19/20. -

  2. Schmitt, Carl: Catolicismo y Forma política, Madrid, Tecnos, 2000, p.23

  3. Schmitt, Carl: El Nomos de la tierra, Madrid, Est.Const. , 1979, p.38

  4. Schmitt, Carl: La Unidad del mundo, Madrid, Ateneo, 1951,  p.32.-

  5. Schmitt, Carl: El Nomos, op.cit. p.44.-

  6. Buela, Alberto: Ensayos de disenso, Barcelona, Nueva República, 1999, p. 93 a 98. -

  7. Scheler, Marx: El hombre en la etapa de la nivelación, en  Metafísica de la libertad, Bs.As. , Nova, 1960, p.189.-

  8. Jaguraribe, Helio: Argentina y Brasil en la globalización, Bs.As. , FCE, 2001,  p.39.-

  9. Cagni, Horacio: Escritos de política mundial de Carl Schmitt, Bs.As., Heraclés, 1995, p.24.- “El Grossraum es para Schmitt una idea basada en su invariante amigo-enemigo. La enemistad determina el gran espacio”.

  10. Siena, Primo: La Virgen morena y el destino escatológico americano, en revista Disenso N° 10, Bs.As. , verano 1997. - 

  11. Darío, Rubén: Poema a Roosevelt en Cantos de vida y esperanza (1905)

dimanche, 02 novembre 2008

Une biographie de Bertrand de Jouvenel

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Bertrand de Jouvenel 

de Olivier Dard (Auteur)
Présentation de l'éditeur
 
Homme du monde, journaliste brillant, essayiste à succès, théoricien politique, pionnier de l'écologie, républicain militant tenté par le fascisme, Bertrand de Jouvenel (1903-1987) a eu tant de facettes qu'il semble défier l'analyse. C'est dire tout l'intérêt de cette première biographie, pour laquelle Olivier Dard a pu bénéficier - outre ses livres, ses articles et sa correspondance - des 250 Cahiers tenus par Jouvenel tout au long de sa vie. Cette source inédite, qui tient à la fois du document de travail, d'une chronique du siècle et d'un journal intime, permet de démêler l'écheveau d'une vie où se croisent Colette, Emmanuel Berl, Drieu la Rochelle, Otto Abetz, Pierre Mendès France, Jacques Doriot, Adolf Hitler, Raymond Aron et Friedrich von Hayek.

Biographie de l'auteur

Olivier Dard, professeur à l'université Paul-Verlaine de Metz, est un spécialiste reconnu des années 1920-1960 ; il a notamment publié chez Perrin La Synarchie, le mythe du complot permanent et Voyage au cœur de l'OAS.


 

  • Broché: 526 pages
  • Editeur : Librairie Académique Perrin (28 août 2008)
  • Langue : Français
  • ISBN-10: 2262029164
  • ISBN-13: 978-2262029166

jeudi, 30 octobre 2008

Citation de Hubert Lagardelle

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L'utopie de la démocratie

"L'utopie de la démocratie a été de dépouiller l'individu de ses qualités sensibles, de le réduire à l'état abstrait de citoyen.  De l'homme concret de chair et d'os, qui a un métier, un milieu, une personnalité, elle a fait un être irréel, un personnage allégorique en dehors du temps et de l'espace, et le même à tous les étages de la société.
Ni ouvrier ni paysan, ni industriel ni commerçant, ni du Nord ni du Midi, ni savant ni ignorant : un homme théorique."

Hubert Lagardelle, janvier 1931.

mardi, 28 octobre 2008

Etat national et subsidiarité

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Etat national et subsidiarité

 

 

par Germanico GALLERANI

 

Il y a longtemps, à la fin de l'année 1947, Carl Schmitt, le célèbre philosophe allemand du politique, avait clairement pris conscience que l'Etat national cheminait désormais vers un déclin inexorable. La forme “Etat” que Schmitt voyait décliner était celle qui avait caractérisé la grande période historique qui va de Hobbes à Hegel, période à laquelle on peut lier le concept d'“Etat”.

 

Aujourd'hui, si l'on observe les multiples mouvements qui ébranlent les Etats nationaux, on est bien contraint de dire que ces mouvements, dans ce qu'ils ont d'essentiel, s'expriment en dehors du cadre national. L'Etat national, sur le plan intérieur, se lézarde fortement, à cause de l'apparition de nouveaux mouvements sociaux et de la persistance de régionalismes et d'autonomismes qu'il ne réussit plus à intégrer; à tout cela s'ajoutent une prolifération de réseaux associatifs et l'affirmation de nouvelles formes communautaires. C'est précisément ainsi que se reconstruisent les structures intermédiaires de socialité que l'Etat national avait détruites au cours de son processus d'édification. Aujourd'hui, ces structures détruites se reconstituent, reviennent à l'avant-plan et se tournent contre la structure centralisée qu'est l'Etat national. C'est ainsi que s'approfondit sans cesse le fossé qui sépare la société civile de la classe politique et qui a généré le vide de sens dont souffrent les institutions. C'est ainsi également que les demandes les plus intelligentes et les plus conscientes de participation à la vie politique ont été déviées vers d'autres «mondes vitaux», étrangers à l'Etat.

 

Sur le plan extérieur, l'Etat national est en crise parce qu'il se constitue des bureaucraties intergouvernementales, parce qu'il se forme des institutions supranationales, et parce que l'influence des appareils techno-scientifiques internationaux devient de plus en plus forte, de même que les pressions des groupes transnationaux. En somme, l'Etat national en arrive à une situation telle, qu'il est de fait dépassé, du moins pour une large part de ses prérogatives. A cela s'ajoute que l'expansion mondiale du marché, sous l'influence des multinationales, du jeu des opérations boursières, du mouvement financier continu, de la bataille financière artificielle qui se livre sans cesse, extravertit les économies nationales au détriment des marchés internes et induit ce phénomène d'«occupation industrielle», déjà décrit par Carl Schmitt en son temps, une «occupation industrielle» qui consiste à prendre possession de la totalité des moyens de production, selon l'adage cuius industria, eius regio.

 

Contestée à la base comme au sommet, la forme «Etat national» n'est plus capable d'assurer une fonction intégratrice ni de garantir la réglementation des rapports entre une “société politique”, critiquée de toutes parts, et une “société civile”, en voie de fragmentation. La forme «Etat national» semble donc avoir épuisé ses potentialités. Mais si la forme «Etat national», centralisatrice, totalisante, omnia facens,  est véritablement en train de mourir, le «Principe-Etat», lui, en revanche, est toujours bien vivant; c'est ce Principe cardinal du politique qui permet aux choses de tenir, de rester en place, de se maintenir debout (stare),  qui confère stabilité et durée à un ensemble d'éléments qui, autrement, subiraient la dispersion centrifuge.

 

L'Etat, entendu comme principe politique se situant au-delà des particularités, confère totalité  et unité  aux multiples segments dont se compose la société nationale; mais cet Etat n'est pas lié à une forme déterminée une fois pour toutes. Ce n'est pas la société qui confère unité  à l'Etat, mais c'est le principe de pouvoir et de souveraineté, qu'incarne l'Etat, qui rend une  la société nationale. Le Principe-Etat, en somme, se place, dans son essence, sous le signe de l'unité des contraires, où l'unité n'agit pas selon un mode destructeur ou niveleur, en d'autres mots, contre  la multiplicité qui constitue la société.

 

En conséquence, l'Etat est toujours un, même quand sa forme, au lieu de s'inspirer d'un critère d'unitarisme rigide et mécanique, se moule sur une idée d'unité organique, composite, approuvant les autonomies, les décentralisations et la pluralité, en d'autres mots, respectant et reflétant ce qui est la structure naturelle de la société des hommes.

 

Que des structures intermédiaires de socialité se reforment, prennent corps à l'intérieur même de l'Etat national, que des «mondes vitaux» se meuvent dans des directions différentes par rapport à la collectivité, c'est désormais un fait qui nous interpelle dramatiquement: en effet, ce sont là des questions qui ne sont plus évacuables; est-il encore possible de réintégrer en une unité des phénomènes sociaux qui, tout en étant des éléments de vitalité positive, fonctionnent pour le moment dans le sens d'une désarticulation du cadre formel unitaire de l'Etat et remettent en cause la possibilité même d'un consensus civil. Est-il dès lors possible de disposer d'un principe,  simultanément capable de recomposer le tissu des divers autonomismes, en les confinant dans l'espace qui est légitimement leur, et de les articuler dans une unité?  Il nous semble qu'un tel principe,   —qui serait en mesure de restituer au monde social et politique ordre et intelligibilité, dans l'attente que se profile une nouvelle forme-Etat—  pourrait se retrouver dans l'idée de subsidiarité,  remise sur le tapis aujourd'hui par la philosophie sociale chrétienne.

 

Le principe de subsidiarité  est utilisé pour désigner les sociétés articulées, où l'ordre résulte d'un rapport organique entre personnes singulières, entre sociétés mineures et sociétés majeures, d'un rapport centré sur un lien d'aide, sur l'idée de subsidium afferre,  qui ne doit jamais se transformer en absorption ou en élimination de la personne ou de la société aidées. Cela signifie que la société aidante doit s'auto-limiter dans son action, de façon à ne pas envahir la sphère de compétence d'autrui, comme il n'est pas licite d'enlever aux individus ce que ces individus sont capables d'accomplir par leurs propres moyens; une tel acte de confiscation de compétences et de droits représente une entorse gravissime à l'encontre de tout ordre social juste: on ne transfère pas à une société majeure, de grade plus élevé, ce que des sociétés mineures et de grade inférieur sont en mesure d'accomplir de leurs propres forces. Trouvant son origine dans la détermination des fonctions de l'Etat et des limites de son action face aux individus et aux sociétés mineures, le principe de subsidiarité, dans sa formulation entière, vise à dépasser toutes les formes d'individualisme et indique le chemin à suivre pour atteindre un système harmonieux de rapports entre les individus et les communautés existantes et entre les diverses communautés entre elles. Ce principe, en maintenant des espaces politiques décentralisés et des zones de décision jouissant d'une autonomie relative, vise à conserver unis  les multiples segments de la société.

 

Il nous semble utile de rappeler que le principe de subsidiarité ne se pense pas sur le mode de l'abstraction. Au contraire, il se veut une norme spéciale qui, dans le «concret», régle les compétences des personnes singulières et des diverses sociétés naturelles et politiques, et détermine les devoirs qu'ont ces sociétés vis-à-vis de leurs membres. L'organicité de la polis,  qu'implique le principe de subsidiarité, anticipe une forme d'Etat comprenant des fonctions multiples qui conservent leurs caractères spécifiques et une relative autonomie, en se coordonnant, en s'intégrant réciproquement, en convergeant vers une unité supérieure qui ne cesse jamais d'être pré-supposée au niveau de l'idéal. Il y a donc autant d'unité que de multiplicité, il y a gradualité et articulation, mais jamais ce binôme entre un centre et une masse qui lui est soumise, qu'il nivelle. Le principe de subsidiarité, comme critère de la “totalité” sociale, semble être sur la même longueur d'onde que le principe d'unité qui fonde le concept d'Etat.

 

Mais, avant toute chose, le principe de subsidiarité assure que l'autonomisme relatif est un élément essentiel dans tout système organique, au même titre qu'une décentralisation relative; celle-ci pourra être d'autant plus poussée que le centre unifiant saura exprimer unité, souveraineté et autorité.

 

Germanico GALLERANI.

(article issu de Pagine Libere di Azione sindacale, n°2/1993, dossier spécial: «Reinventare la democrazia»; adresse: Via Principe Amedeo 42, I-00.185 Roma; abonnement annuel (six numéros): 40.000 Lire; traduction française: Robert Steuckers).

samedi, 18 octobre 2008

Entretien avec M. Veneziani (1995): démocratie participative

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Archives de "Synergies Européennes" - 1995

Pour une nouvelle politique, une démocratie participative, communautaire et décisionniste

 

Entretien avec Marcello Veneziani

 

Q.: Dans votre dernier livre Sinistra e destra (= Gauche et droite), vous accusez le système majoritaire d'avoir enfoncé les partis dans le ”politicantisme”. Mais ce ”politicantisme” n'est-il pas plutôt dû à l'enlisement des idéologies, qui a permis le dialogue civil?

 

MV: Je ne crois pas que le système majoritaire a en soi provoqué cette situation. Je crois en revanche que ce sont les sujets politiques qui ont interprété le système majoritaire de cette façon. Le “politicantisme” naît de la tentative de recentrer les instances de la gauche et de la droite, dans l'espoir d'obtenir un consensus, même dans le ventre modéré de notre paysage politique. Je crois que le “politicantisme” est un échec aujourd'hui, tant sur le plan projectuel (on ne peut plus formuler de projet réel) parce qu'on n'a plus d'idées, que sur le plan concret, parce qu'on est devenu incapable de gouverner. Nous avons débouché sur une phase où la politique reste suspendue entre les idées et les faits et se contente d'images et de paroles.

 

Q.: Quelles sont les perspectives actuelles de créer des idées réalistes et réalisables et de formuler des programmes réels?

 

MV: Je crois que de telles perspectives sont liées à la qualité des classes dirigeantes qui, en ce moment, me semble fort décadentes, ce qui implique, forcément, que les perspectives sont difficiles. Je crois que toutes les “agences civiles”, à commencer par les journaux, devraient se poser la question et proposer des hypothèses, ensuite et surtout, solliciter les forces politiques à présenter des programmes clairs et distincts qui ne sont pas de simples paroles et ne se fondent pas sur de simples slogans. Je pense que c'est sur cette base que l'on pourra attirer l'attention des électeurs sur les idées, même si nous sommes aujourd'hui dans un pays un peu démotivé à la suite de deux années d'espérance révolutionnaire où les concrétisations n'ont pas abouti.

 

Q.: Vous accusez la droite d'être hostile non seulement à la culture de gauche mais à toute forme de culture. Je ne comprends pas votre raisonnement car la droite, et vous-même, s'est donné pour modèle celui de l'intellectuel gramscien...

 

MV: C'est vrai. Mais ce n'est pas là toute la vérité. Il est vrai toutefois que nous avons, voici quelques années, identifier l'intellectuel à l'intellectuel organique de gauche, parce que la droite restait hostile à la libre pensée. La droite a cru que l'idéal de ses militants devait être de croire, d'obéir et de combattre, d'où l'idée que l'on puisse penser, émettre des objections, était incompatible avec cet idéal quiritaire. A travers mes multiples expériences personnelles, je puis effectivement témoigner du fait qu'il est difficile de concilier l'engagement absolu et la défense de sa propre liberté d'expression et son propre esprit critique. Je crois que c'est une tare de la droite de se méfier à ce point de la culture, ce qui, par ailleurs, ne rend pas justice à la richesse des références culturelles que pourrait avancer la droite: ces références mériteraient d'être bien plus amplement défendues et illustrées dans les cadres politiques actuels.

 

Q.: La gauche, écrivez-vous, projette vers l'avenir un modèle de société préconçu, tandis que la droite prend acte de la société telle qu'elle est. Donc, si la droite se met à son tour à formuler des projets futuristes de société, elle perd sa nature, ou est-il possible d'envisager une droite qui propose une nouvelle architecture sociale?

 

MV: La marque la plus profonde de la gauche, c'est la recherche d'un monde meilleur, d'un monde nouveau faisant abstraction des réalités histroriques, concrètes, faisant abstraction des traditions de tous les pays, de tous les peuples. L'idée de “pays normal” qu'envisagent de promouvoir ou de construire des hommes de gauche tels Bobbio, Foa, ou, plus récemment, D'Alema, est en fait une Italie imaginée, une Italie qui doit être faite et non pas une Italie qui est. Je crois effectivement que le trait fondamental de la gauche est cette propension à l'utopie, cette volonté d'avancer l'idée de libération comme émancipation de tous les liens et de toutes les traditions.

 

De l'autre côté, la culture de droite se fonde sur l'enracinement, sur le besoin d'enraciner ses propres expériences politiques ou sa propre existence dans une culture précise, non remise en cause, sur des valeurs civiles ou religieuses léguées. Tels sont à mon sens les grands principes qui divisent la gauche et la droite. Cependant, si on regarde les réalités politiques de plus près, on constatera que le paysage politique est si bouleversé qu'il est possible désormais de découvrir des gauches droitières et des droites gauchisantes, si bien que pour finir, gauches et droites s'acheminent vers l'annulation d'elles-mêmes et finissent par ne plus rien représenter du tout.

 

Q.: Quelles sont les formes politiques de la “Révolution Conservatrice” que vous avez théorisées?

 

MV: Je crois que la révolution conservatrice moderne est l'idée d'une démocratie participative, communautaire et décisionniste, c'est-à-dire d'une démocratie qui, institutionnellement, s'exprime à travers un pacte direct et fiduciaire, à travers un rapport direct entre gouvernants et gouvernés, à travers l'élection directe de l'exécutif mais qui aurait comme équivalent, précisément, ce populisme, que l'on définit toujours péjorativement, et qui devrait être le trait fondamental de la droite moderne, c'est-à-dire la capacité d'interpréter le tissu national et populaire d'un pays en termes modernes.

 

Q.: Vous écrivez aussi que l'ennemi naturel de la droite n'est pas la gauche mais le nihilisme des valeurs qui se profile derrière celle-ci. Ne pensez-vous pas que le libéralisme pur que la droite italienne a adopté sans restriction est une forme de soft-idéologie, donc de nihilisme?

 

MV: L'adoption de ce libéralisme pur procède d'une lacune: la droite politique n'a pas interprété les phénomènes politiques et civils à la lumière d'une tradition culturelle bien ancrée. Si elle accepte la logique bipolaire qui est une logique d'agrégation d'éléments divers, si elle accepte l'idée que le sujet politique Berlusconi représente la variante la plus importante de notre système politique, son discours devient compréhensible. Quand on ne fait pas la distinction entre la plan politique et le plan culturel, on risque de devenir le vecteur sain ou malsain d'une variante floue du nihilisme qui pourrait éventuellement prendre les traits d'un ultra-libéralisme ou d'un libéralisme; parce que le nihilisme, finalement, n'a pas a priori une connotation de droite ou de gauche en soi; son trait essentiel c'est de provoquer la dissolution des identités et de leurs significations, en empruntant le véhicule d'une culture de type progressiste pour déboucher sur une culture globale “modérée”. En bout de course, on vivra la coexistence de formes sociales, politiques et économiques de type capitaliste.

 

Q.: La patrie, les racines, les valeurs communautaires: comment peuvent-elles survivre à notre époque qui rapidement dépasse tout, brûle tout, annulle toutes les valeurs. Dans un tel contexte, faut-il construire ce que Domenico Fisichella a appelé le “droite néo-futuriste”?

 

MV: Justement, si l'on veut éviter la présence de ce “novisme” continuel, on doit construire des contre-poids solides. Ces contre-poids ne peuvent être que les racines qui permettent de gouverner la modernité. Celui qui croit que l'on doit accepter passivement la modernité devient en fait une victime de la modernité et cesse d'être un acteur politique et historique, devient un sujet passif. Je crois qu'il faudra bien vite redécouvrir ce fameux “modernisme réactionnaire”, qu'avait naguère définit un historien des idées américain, en soulignant la capacité de ce complexe idéologique à affronter efficacement la modernité, ses dégâts, mais aussi ses innovations positives. Ce “modernisme réactionnaire” s'est montré capable d'affronter son époque en se basant sur des anticorps solides; en effet, quand il n'y a pas d'anticorps, on ne peut plus affronter et maîtriser cette modernité: on la subit, tout simplement.

 

Q.: Vous nous signalez la présence d'un mal endémique de la politique italienne: l'extrémisme, qui trahit une absence historique de pensée modérée. Comment expliquez-vous ce phénomène?

 

MV: Je tiens à dire, d'abord, que je ne considère pas comme un mal en soi la présence, dans toute notre culture politique, d'une culture “immodérée”, c'est-à-dire rétive aux enfermements de la modération. Car le “modératisme” n'est rien d'autre que le déguisement d'une culture faite d'“arrangements”, de compromis au sens le plus vulgaire du terme. L'“immodératisme” peut donc souvent être positif. On ne peut juger une culture politique au taux de modération qu'elle porte en elle. Je préfère la juger à son taux de vérité, de dignité et de crédibilité. Je n'accorde aucune valeur axiologique au fait d'être modéré ou de ne pas l'être, mais je reste convaincu que l'extrémisme en soi reste, comme le disait Lénine, une “maladie infantile”.

 

Q.: Quels risques court-on de voir s'affirmer les dites “minorités illuminées” dans notre société?

 

MV: Le risque est de voir se créer une nouvelle forme de jacobinisme porté par une secte d'illuminés qui décrètera qui sera normal et qui ne le sera pas, qui valorisera ceux qui se mouvront correctement dans l'esprit du temps et qui condamnera ceux qui resteront incorrectement en opposition à cet esprit, qui appuira seulement ceux qui se placeront dans la logique du présent et du progrès. Tel est le plus grand danger qui nous guette et qui semble prendre forme dans certains cénacles de gauche. Cette volonté de contrôle et d'inquisition est née de la conviction que le peuple n'exprime que des consensus inadéquats dérivés de réflexes et d'instincts frustes, vulgaires, rétrogrades, brutaux et réactionnaires. Et de la conviction que seules les minorités éclairées peuvent stabiliser le pays dans un projet de modernité. Voilà une dérive condamnable, qui nous mènera à l'intolérance la plus rabique, à l'exemple du jacobinisme français. Il convient de dénoncer ce danger.

 

Q.: Nous allons voir. Mais le Mezzogiorno a connu un précédent, notamment la réaction du peuple face à la République Parthénopéenne de 1799, réprésentant le phénomène politique le plus “avancé” de son temps. Dans cette construction révolutionnaire, imitée de la France, le comportement de la minorité éclairée face au peuple confirme votre thèse...

 

MV: En observant cette révolution de 1799, je partage les positions de Vincenzo Cuoco qui affirmait que les révolutions importées, imposées de haut par des sectes éclairées sont surtout des révolutions qui ne durent jamais longtemps parce qu'elles ne s'ancrent pas solidement dans le peuple; ce sont des révolutions soudaines et éphémères, non des révolutions qui s'imbriquent dans les faits. Il me semble important de relier les racines organiques d'un peuple à sa culture et à sa manière de représenter ses humeurs, son art de vivre et ses intérêts matériels. A partir du moment où ce circuit de réciprocité s'interrompt, nous avons affaire à la folie jacobine, où la violence de la minorité éclairée s'exerce sur la majorité; dans une phase ultérieure, quand il y a scrutin, la majorité dégagée exerce alors son pouvoir sans ménagement et fait subir mille et une vexations aux minorités, ce que nous pouvons voir dans les variantes démagogiques des démocraties de masse. Signalons aussi la violence pédagogique exercée par les minorités actives sur la majorité.

 

Q.: Vous affirmez que la liberté n'est pas une valeur, mais la condition qui permet aux valeurs de s'affirmer. Votre affirmation ne pourrait-elle pas servir d'alibi aux liberticides pour mettre un terme à l'exercice de la démocratie sous prétexte que celle-ci ne laisse pas d'espace à l'expression de leurs propres valeurs minoritaires? Ils légitimeraient ainsi leur propre pouvoir de minorité éclairée, ce qui serait un processus totalement négatif, comme vous venez de l'indiquer.

 

MV: Je crois que la liberté court effectivement le danger de tomber entre les mains de ceux qui l'affirment par pure rhétorique, sans jamais définir ce que doit être la démocratie au concret. Je crois que la liberté est une condition de vie et non pas une valeur. La liberté est une condition pour l'exercice des valeurs, pour exprimer sa différence et sa personnalité: une condition indispensable. Si je retiens la liberté comme indispensable, je crois donner à la valeur liberté une importance fondamentale, sans laquelle il est impossible d'avoir une société civile avancée; je perçois un danger chez ceux qui utilisent le terme “liberté” ou “libéralisme” comme une simple étiquette et mettent dans cette coquille vide tous leurs fantasmes, toutes les fables auxquelles il croient.

 

Q.: Qu'y a-t-il au-delà de la droite et de la gauche?

 

MV: Je crois qu'on va redéfinir complètement la droite et la gauche et qu'on leur donnera peut-être de nouveaux noms. Personnellement, je ne me batterai pas pour ces vocables et je ne briserai aucune lance pour les restaurer. Si les prochaines représentations bipolaires se nomment encore gauche et droite, je les nommerai aussi ainsi, mais si elles se nomment autrement, je les nommerai autrement. Je cherche bien plutôt à préciser une opposition entre un type de culture libéral et un type de culture communautaire, en espérant que cette distinction sera de quelque utilité pour comprendre l'avenir.

 

Q.: Si vous deviez créer un parti sur base de vos réflexions comment le réaliseriez-vous? Quelles allures aurait le parti de Marcello Veneziani?

 

MV: Je vous dis tout de suite que je n'ai pas la moindre intention de créer un parti. Ceci dit, je pense que pour faire un parti qui représenterait les besoins et les malaises d'un peuple, il faudrait d'emblée le concevoir comme d'inspiration communautaire et décisionniste tout à la fois. Ce parti devrait aussi représenter les exigences diffuses d'un pouvoir influent, c'est-à-dire d'un pouvoir suffisamment fort et capable de satisfaire correctement, sans recours à la coercition, le besoin du pays en décisions claires et nettes. Et, en même temps, le besoin de le réamarrer aux racines communautaires, en sachant que l'unique légitimation qu'une force politique peut avoir est justement celle d'interpréter l'âme d'un pays selon un mode actuel, non anachronique. A partir du moment où la politique n'incarne plus l'âme d'un pays, on n'a plus besoin de politique, il suffit d'avoir des administrateurs et des technocrates qui assureront sans heurts leurs condominium. Ensuite, il me paraît nécessaire que la politique conserve ce zeste de passion civile sans lequelle elle n'a plus raison d'être.

 

Q.: Que pensez-vous de la droite actuelle? Vous avez eu des mots très durs à son égard.

 

MV: Il faut tenir compte du fait que le niveau de ces personnages de la droite, tant d'un point de vue humain que d'un point de vue stratégique et politique, est plutôt bas. En Italie existe une droite profonde mais je crois que la droite majoritaire l'a supprimée; par ailleurs, il existe une culture de droite qui a ses lettres de noblesse et qui s'est enraciné dans la paysage culturel italien. Au milieu de tout cela, nous avons des sujets politiques qui n'ont pas la moindre attention de les écouter. Je pense qu'aujourd'hui cette force de droitesans profil, sans profondeur ni culture, entre dans une phase de pure jactance où communient et la gauche et la droite, avant de participer sans vergogne aux structures du pouvoir. Elle mobilisent les foules sur les places publiques pour des motifs dépourvus de toute noblesse.

 

Q.: Existe-t-il une véritable culture de droite actuellement? Vous avez opéré des distinctions très nettes entre la droite politique et la droite culturelle.

 

MV: Je pense que la culture de droite existe surtout au niveau des racines; il existe en effet un grand patrimoine culturel de droite mais qui baigne dans l'indifférence la plus totale, auquel la caste politique manifeste de l'hostilité. Un patrimoine qui n'est finalement que peu de chose. Mais pourquoi? Il en subsiste peu de chose à l'état actif car la droite a subi l'hégémonie culturelle de la gauche, soit un pouvoir culturel qui exerçait la contrainte contre tous ceux qui osaient penser différemment. Face à cette terreur, elle a dû pratiquer le mimétisme ou se doter d'un corpus culturel complètement éloigné de la politique, où ses protagonistes vivaient mal leur frustration d'être marginalisés. Mais il faut dire aussi que la droite politique est incapable de penser une politique culturelle; en disant cela, je pense à ce que le communisme de Togliatti a été capable de faire à gauche; les droites qui ont essayé d'imiter cette stratégie payante, en fondant des maisons d'édition, des centres culturels, des revues et des journaux, ne sont pas arrivées à la cheville de leur modèle communiste. Je connais bien l'histoire des revues de droite: c'est une histoire perpétuelle d'homicides et de suicides culturels, causés par ceux qui ne toléraient pas les expressions non aliénées dans le monde de la droite.

(propos recueillis par Matteo Bua et Nino Reina; ex Parolibera, n°3/95; traduction française: Robert Steuckers).

jeudi, 16 octobre 2008

Carl Schmitt: Etat, Nomos et "grands espaces"

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Carl Schmitt: Etat, Nomos et “grands espaces”

 

La maison d'édition berlinoise Duncker & Humblot, qui publie l'essentiel de l'œuvre de Carl Schmitt, a eu le mérite l'an passé d'avoir publié une anthologie d'articles définitionnels fondamentaux du juriste et polito­logue allemand (CS, Staat, Großraum, Nomos - Arbeiten aus den Jahren 1916-1969), magistralement pré­facés par Günter Maschke. Ce fut sans doute, à nos yeux, le nouveau livre le plus important en philoso­phie politique exposé à la Foire de Francfort en octobre 1995. Mais c'est aussi un livre fondamental pour comprendre dans tous ses rouages le monde d'après la Guerre Froide. Günter Maschke, un des plus grands spécialistes allemands de Carl Schmitt, mérite nos éloges pour avoir annoté avec une remar­quable précision tous ces articles et surtout les avoir resitués dans leur vaste contexte. Maschke fournit en effet au lecteur  —à l'étudiant comme à l'érudit—  des commentaires et des analyses très mé­thodiques et très fouillées. Staat, Großraum, Nomos est divisé en quatre parties: 1. Constitution et dicta­ture; 2. Politique et idée; 3. Grand-Espace et Droit des gens et 4. Du Nomos de la Terre. A notre avis, l'essentiel pour notre monde en effervescence depuis la chute du Mur réside dans les deux dernières par­ties.

 

Cette nouvelle anthologie a l'immense mérite de concentrer toute son attention sur un aspect moins connu, mais toutefois déterminant, de la pensée et de l'œuvre de Carl Schmitt: la géopolitique. Notre “Centre de Recherches en Géopolitique” avait jadis déjà mentionné quelques-uns de ces textes fonda­mentaux, mais le vaste ensemble d'articles et d'essais sélectionnés par Maschke permet de jeter, sur cette géopolitique schmittienne, un regard beaucoup plus synoptique.

 

Le “Grand-Espace”

 

Notre Centre a publié depuis 1988 un certain nombre de textes de géopolitique; depuis 1991, nous réflé­chissons intensément sur le nouvel ordre mondial après l'effondrement de l'Union Soviétique. L'ère nou­velle sera très vraisemblablement marquée par la notion de “Grand-Espace”, toutefois dans un sens peut-être différent de celui que lui donnait Carl Schmitt. Commençons notre analyse par une citation de Joseph Chamberlain qui illustre bien l'intention des géopolitologues et de Schmitt lui-même: «L'ère des petites na­tions est révolue depuis longtemps. L'ère des empires est advenue» (1904). Mais l'effondrement de l'URSS nous enseigne que l'ère des empires traditionnels est elle aussi révolue, si l'on considère toutefois que le dernier des empires traditionnels a été l'Union Soviétique. A la place des empires, nous avons dé­sormais les “Grands-Espaces”. Dans son essai Raum und Großraum im Völkerrecht, Schmitt définit clai­rement le concept qu'il entend imposer et vulgariser: «Le “Grand-Espace” est l'aire actuellement en ges­tation, fruit de l'accroissement à l'œuvre à notre époque, où s'exercera la planification, l'organisation et l'activité des hommes; son avènement conduira au dépassement des anciennes constructions juridiques dans les petit-espaces en voie d'isolement et aussi au dépassement des exigences postulées par les systèmes universalistes qui sont liés polairement à ces petits-espaces».

 

Schmitt cite Friedrich Ratzel et montre, en s'appuyant sur ces citations, comment, à chaque génération, l'histoire devient de plus en plus déterminée par les facteurs géographiques et territoriaux. C'est d'autant plus vrai aujourd'hui pour notre génération, car la bipolarité d'après 1945 fait place à une multipolarité, dont on ne connaît pas encore exactement le nombre de protagonistes.

 

Maschke, dans ses commentaires sur l'article intitulé Völkerrechtliche Großraumordnung mit Interventionsverbot für raumfremde Mächte, mentionne à juste titre la théorie de Haushofer qui envisa­geait de publier un Grundbuch des Planeten, un livre universel sur l'organisation territoriale de la planète. La géopolitique, selon Haushofer, ne devait pas servir des desseins belliqueux  —contrairement à ce qu'allèguent une quantité de propagandistes malhonnêtes—  mais préparer à une paix durable et éviter les cataclysmes planétaires du genre de la première guerre mondiale. Ce Grundbuch  haushoférien devait également définir les fondements pour maintenir la vie sur notre planète, c'est-à-dire la fertilité du sol, les ressources minérales, la possibilité de réaliser des récoltes et de pratiquer l'élevage au bénéfice de tous, de conserver l'“habitabilité” de la Terre, etc., afin d'établir une quantité démographique optimale dans cer­tains espaces. Les diverses puissances agissant sur la scène internationale pratiqueraient dès lors des échanges pour éviter les guerres et les chantages économiques. Certes, on peut reprocher à ce Grundbuch de Haushofer, un peu écolo avant la lettre, d'être utopique et irénique, mais force est de cons­tater que ses idées étaient fondamentalement pacifistes et qu'elles ne coïncidaient pas avec les projets agressifs de l'Allemagne nationale-socialiste. Pourtant, Maschke rappelle que Schmitt et Haushofer ne correspondaient apparemment pas et ne s'étaient jamais vus.

 

Cet article sur le völkerrechtliche Großraumordnung... constituaient une tentative d'introduire en Europe une “doctrine de Monroe” au cours de la seconde guerre mondiale. Dans son commentaire, Maschke rap­pelle les thèses d'un géographe américain, Saul Bernard Cohen, qui a eu le mérite de maintenir à flot les idées géopolitiques avant leur retour à l'avant-plan. Le concept cohenien de “région géopolitique”, déve­loppé depuis les années 60 et actualisé aujourd'hui, s'avère pertinent dans le contexte actuel de “fin de millénaire”. Ces idées de “grand-espace” et de “région géopolitique” se retrouvent également chez les deux experts espagnols de droit international, fortement influencés par Schmitt: Camilo Barcia Trelles et Luis Garcia Arias.

 

L'étude de Schmitt Das Meer gegen das Land (La mer contre la terre) de 1941 contient le noyau essentiel du futur livre de Schmitt Land und Meer. Maschke pense que Schmitt a été influencé par la lecture de Vom Kulturreich des Meeres (1924) de Kurt von Boeckmann, et de Vom Kulturreich des Festlandes (1923) de Leo Frobenius.

 

Une recension écrite par Schmitt en 1949 garde toute sa pertinence aujourd'hui, souligne Maschke. Elle s'intitule Maritime Weltpolitik. Schmitt y écrit: «La domination de l'espace aérien et la possession de moyens de destruction modernes pourront à elles seules s'assurer la domination sur la terre et sur la mer. [Par ces moyens techniques], notre planète est encore devenue plus petite. En comparaison avec les structures qu'érige la technique moderne sur la planète, la Tour de Babel apparaît comme une entreprise très modeste. La Mer a perdu sa puissance en tant qu'élément et notre Terre est devenue un aérodrome» (p. 479 de l'édition de Maschke).

 

Quelques années après la seconde guerre mondiale déjà, Schmitt tire la conclusion: dans le futur, le con­trôle de la planète s'exercera par le biais des communications aériennes (et plus tard spatiales); la Terre et la Mer perdront de l'importance. Le nouvel espace  —jeu de mot!—  sera l'espace.

 

Schmitt mentionne l'œuvre de l'Américain Homer Lea (1876-1913) dans sa recension. Lea avait terminé sa carrière comme conseiller militaire de Sun Yat Sen en Chine. Il avait écrit des livres importants, largement oubliés aujourd'hui: The Day of the Saxon (1912) et The Valor of Ignorance (1909). Le polémologue suisse Jean-Jacques Langendorf, ami et complice de Maschke, avait préfacé une réédition allemande de The Day of the Saxon et prépare actuellement une vaste étude sur le écrits militaires et géopolitiques de Lea.

 

Le Nomos

 

Penchons-nous maintenant sur la quatrième partie de cette anthologie, qui commence par la définition que donne Schmitt du “nomos”: «Il est question d'un Nomos de la Terre. Ce qui signifie: je considère la Terre  ­l'astéroïde sur lequel nous vivons—  comme un Tout, comme un globe et je recherche pour elle un ordre et un partage globaux. Le terme grec “nomos”, que j'utilise pour désigner ce partage et cet ordre fondamental, dérive de la même étymologie que le mot allemand “nehmen” (= prendre). Nomos signifie dès lors en première instance, la “prise”. Ensuite, ce terme signifie, le partage et la répartition de la “prise”. Troisièmement, il signifie l'exploitation et l'utilisation de ce que l'on a reçu à la suite du partage, c'est-à-dire la production et la consommation. Prendre, partager, faire paître sont les actes primaires et fonda­mentaux de l'histoire humaine, ce sont les trois actes de la tragédie des origines» (Maschke, p. 518).

 

Dans une étude datant de 1958 et intitulée Die geschichtliche Struktur des Gegensatzes von Ost und West  (= La structure historique de l'opposition entre l'Est et l'Ouest), Schmitt mentionne quelques-unes des théories géopolitiques de base énoncées par Sir Halford John Mackinder. Il se réfère au géographe britannique quand il affirme que l'opposition entre puissances continentales et puissances maritimes constitue la réalité globale de la guerre froide. Quand il commente cette étude, Maschke commet la seule erreur que j'ai pu trouver dans son travail par ailleurs exemplaire. L'“Ile du monde” selon Mackinder est l'Europe + l'Asie + l'Afrique et non pas l'“hémisphère oriental” comme le dit Maschke (p. 546). Celui-ci af­firme également que Mackinder avait été influencé par le géographe allemand Joseph Partsch. Je ne pré­tends pas être un expert dans l'œuvre de Mackinder, mais c'est bien la première fois que je lis cela...

 

Nous avions déjà eu l'occasion de recenser un ouvrage important de Schmitt, Gespräch über den neuen Raum (= Conversation sur le nouvel espace). C'est l'une des contributions les plus pertinentes de Schmitt à la géopolitique depuis 1945. Le message de Schmitt dans ce travail (et dans d'autres), c'est un appel à la constitution de différents “Grands-Espaces”, ce qui semble advenir aujourd'hui, surtout depuis la Guerre du Golfe. La théorie du pluralisme des Grands-Espaces, Schmitt l'a bien exprimée dans un autre texte figurant dans l'anthologie de Maschke: Die Ordnung der Welt nach dem Zweiten Weltkrieg (= l'Ordre du monde après la seconde guerre mondiale). Schmitt y écrivait: «De quelle manière se résoudra la con­tradiction entre le dualisme de la Guerre Froide et le pluralisme des Grands-Espaces...? Le dualisme de la Guerre Froide s'accentuera-t-il ou bien assistera-t-on à la formation d'une série de Grands-Espaces, qui généreront un équilibre dans le monde et, par là même, créeront les conditions premières d'un ordre paci­fique stable?» (Maschke, p. 607).

 

En 1995, nous connaissons la réponse à la question que posait Schmitt en 1962. Le dualisme n'est plus et nous pouvons assister à l'émergence (timide) de Grands-Espaces, qui pointent à l'horizon. Nous ne pouvons toujours pas deviner quelle sera l'issue de ce processus. Des changements surviendront indubi­tablement dans le cours des choses mais nous pouvons d'ores et déjà penser que l'ALENA et l'UE seront deux de ces Grands-Espaces, et ils coopéreront sans doute avec le Japon. Le Lieutenant-Général William E. Odom de l'US Army, aujourd'hui à la retraite, a lancé quelques éléments dans le débat visant à structurer le système qui prendra le relais de celui de la Guerre Froide dans son ouvrage How to Create a True World Order (= Comment créer un véritable Ordre Mondial?; Orbis, Philadelphia, 1995). La Russie, la Chine, l'Inde, le Sud-Est asiatique et le monde musulman pourraient bien devenir des Grands-Espaces autonomes. L'Afrique continuera à végéter dans la misère, sauf peut-être le Nigéria et l'Afrique du Sud. L'attitude agressive croissante de la Chine aura sans doute pour résultat d'avertir les petites puissances d'Asie; elles prépareront dès lors leur défense contre l'impérialisme chinois à venir.

 

Dans la quatrième partie de l'anthologie de Maschke, nous trouvons encore un texte fondamental, Gespräch über den Partisanen (= Conversation sur la figure du partisan). Au départ, il s'agissait d'un dé­bat radiodiffusé en 1960 entre Schmitt et un maoïste allemand, Joachim Schickel. ce débat était bien en­tendu marqué par la grande question de cette époque: l'insurrection croissante au Vietnam. Il n'en de­meure pas moins vrai que la question de la guerilla (ou du Partisan) demeure. Le Law Intensity Warfare (= la guerre à basse intensité) continuera à faire rage sur la surface du monde et influencera les processus politiques. Résultat: le terme de “Guerre civile mondiale” acquerra sans cesse de l'importance (1).

 

Carl Schmitt n'était pas en première instance un géopolitologue. Il était un expert en droit constitutionnel et international. Toutefois, au moment où nous allons aborder le nouveau millénaire, il est temps, me semble-t-il, de remettre sur le métier les approches schmittiennes en matières géopolitiques et géostra­tégiques globales. Même si Schmitt reste une personnalité controversée (à cause des opinions qu'il a émises au début des années 30), il est devenu impossible de l'ignorer quand on élabore aujourd'hui des scénarii pour l'avenir du monde.

 

Theo HARTMAN.

(«State, Nomos and Greater Space. Carl Schmitt on Land, Sea and Space», in Center for Research on Geopolitics (CRG), Special Report no.4, Helsingborg/Sweden, 1996. Adresse: CRG, P.O.Box 1412, S-251.14 Helsingborg/Suède; traduction française: Robert Steuckers).

 

Références du livre de Maschke: Carl SCHMITT, Staat, Großraum, Nomos. Arbeiten aus den Jahren 1916-1969. herausgegeben, mit einem Vorwort und mit Anmerkungen verse­hen von Günter Maschke, Duncker & Humblot, Berlin, 1995.

 

Note:

(1) Pour une analyse complète de na notion de “Guerre civile mondiale”, cf. le manuscrit impublié de Bertil Haggman, directeur du CRG suédois, intitulé Global Civil War - A Terminological and Geopolitical Study, 1995).

lundi, 29 septembre 2008

M. Gauchet: l'avènement de la démocratie

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MARCEL GAUCHET: L'AVENEMENT DE LA DEMOCRATIE

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Écrit par Augustin Septfons   

Trouvé sur: http://groupe-sparte.com

1-Rappel sur l’œuvre :
Marcel Gauchet est le penseur du désenchantement, de la sortie des religions, qu’ont opérée nos sociétés européennes depuis la Renaissance.
Sur ce thème weberien, Marcel Gauchet décrit un phénomène complexe et dans la durée, faisant transiter nos sociétés depuis l’unicité produite par une représentation organique de la communauté où les personnes se pensent au sein d’un grand tout sur le mode de la fusion, jusqu’à la situation actuelle, que l’auteur situe dans les années soixante dix, où au contraire l’individu  atomisé prédomine.
Ce passage depuis l’hétéronomie à l’autonomie s’effectue donc de manière  contradictoire. Les avancées de chaque période sur la voie de la liberté, de l’égalité, de l’immanence des lois, de leur auto-production (par les sociétés respectives à chaque étape et au sein d’elle mêmes, la place accrue de l’individu au sein des dispositifs d’action et d’auto-représentation) se fait de manière ambiguë. En effet, Marcel Gauchet insiste à chaque fois sur le caractère résiduel, sur la dimension de l’hétéronomie qui semble assurer la cohésion du groupe comme si, à elles seules les valeurs de l’autonomie, ne pouvaient assurer le vivre-ensemble. Dans cette même veine comparative de l’autonomie et de l’hétéronomie, Marcel Gauchet est l’auteur de « La démocratie contre elle-même ». Dans cet ouvrage il avait analysé comment le destin qui entraînait les sociétés occidentales vers « l’égalité des conditions » décrite par Tocqueville allait se retourner en son contraire dans la phase que nous connaissons actuellement. En effet, nous l’avons dit plus haut, la période moderne centrée autour de l’Homme et sa Raison va lentement s’émanciper de toute source normative extérieure à lui-même :c’est la marche vers l’autonomie (être à soi même la source de sa propre loi, notamment dans l’apogée kantienne au niveau théorique). Mais cette absence de transcendance (source extérieure de la norme et traversant l’Homme) semble lui être fatale : comment faire tenir debout l’édifice historique, social, économique, métaphysique sans appel à un fondement situé dans un au-delà de la volonté auto-émancipatrice des hommes ?
Les divers mouvements caractéristiques de cette marche en avant de la modernité vers la (reconnaissance de sa) pure et simple auto-production ont débouché sur une crise du sens et une crise du politique. Le mouvement même de la société dans ses différentes strates a opéré une disparition du politique ; au profit de l’économique, par exemple ou du sociétal. L’hédonisme consumériste ou le tourbillon industrieux pressenti par Tocqueville a engendré des atomes aux connections avec l’Un réduites au marché ou aux média de piètre qualité.
Le devenir même de la démocratie en accentuant la déréliction, défaisant le lien social, menace la démocratie, elle même impensable sans l’activité consciente et délibérée de la communauté dans cette sphère spécifique (irréductible à l’Etat-administration ou à la société civile) qu’est le politique.

2-Le cycle : L’avènement de la démocratie (Tome I et II novembre 2007) :
C’est à une approche généalogique de cette crise de la démocratie dans la phase contemporaine dite post-moderne , décrite dans « La démocratie contre elle-même » que se livre maintenant Marcel Gauchet dans une tétralogie sous le nom générique de « L’avènement de la démocratie ». Comment s’est mis en place le cadre  de la crise actuelle de la démocratie ?
On va y retrouver en toile de fond la question lancinante de l’opposition entre autonomie et hétéronomie comme si l’absence de transcendance perçue dans les sociétés contemporaines constituait l’origine de la Krisis.
Pour tenter de décrire ce phénomène de crise de manière génétique Marcel Gauchet va mettre en travail trois « variables » (le politique, le juridique, l’historique) et analyser leurs flexions, leurs transformations et leurs interactions tout au long des siècles de la période moderne.
Le premier volume recouvrant la période s’échelonnant du schisme de la chrétienté aux années 1900 est le plus dense et le plus synoptique car il présente une longue introduction d’une quarantaine de pages où l’auteur livre l’essence de sa démarche.
Le second volume, paru lui aussi, va traiter de « La crise du libéralisme ».
A paraître : les deux autres tomes , « A l’épreuve des totalitarismes » et « Le nouveau Monde » où l’auteur devrait poursuivre son analyse concernant la présente période inaugurée dans les années 1970.
Marcel Gauchet explore une critique de la démocratie depuis l’intérieur du Credo : c’est non seulement un libéral mais un démocrate. Ce qui n’exclue pas une parfaite lucidité quant à la nature de la crise actuelle. Marcel Gauchet s’appuie sur un optimisme non dénué de fondement : qui aurait parié un  Pfennig sur les démocraties parlementaires, dans les années trente, confrontées aux terribles coups de boutoir des totalitarismes communautaires, organiques, tenantes de l’Unicité ? L’envolée destinale qui caractérise la marche en avant libérale et démocratique suscitera-t-elle un rebond grâce à une nouvelle déclinaison du credo moderne ? Rien n’est moins sûr. Il n’existe peut être pas de dynamisme ou de mécanisme propre à un système et garantissant un avenir radieux. L’analyse matérialiste dialectique de Marx s’appuyant sur une mécanique déterministe stricte (le jeu du devenir des forces productives induisant nécessairement un changement révolutionnaire est à ranger dans les fameuses poubelles (qui débordent) de l’Histoire).
Marcel Gauchet tout au long des périodes précédant la contemporaine, n’a de cesse de traquer l’hétéronomie au sein même de chaque nouvel avatar de l’autonomie. On l’a dit plus haut, c’est comme si la vigueur du lien social été assurée par ce qui subsiste d’hétéronomie dans le nouvel état.
Premier exemple : la référence au Droit naturel moteur de la pensée moderne aux 17° et 18° siècles s’appuie sur des Droits de naissance, propres à l’homme, non créés par lui et qu’on ne peut lui ôter. Référence à une naturalité bien commode dans le combat à mener face au pouvoir monarchique censé toujours prompt à empiéter sur le droit de ses sujets. Mais cette référence à un état de nature, cet essentialisme  sera par la suite combattu dans des étapes suivantes de la pensée moderne (qu’on pense à Sartre …) car considérée à son tour comme réactionnaire. A juste titre. Cette naturalité de l’homme s’oppose à la destinée de l’autoproduction de l’homme en tant que société puis individu, destinée portée par le projet moderne.
Dans le combat contre le despotisme (incarnant le droit divin, la tradition, l’un organique, bref l’hétéronomie) la référence à la Nature humaine (même porteuse de droits) renvoie elle aussi à une transcendance (la nature comme limite à la volonté humaine) donc à une hétéronomie.
Le second exemple concerne le messianisme prolétarien initié par Marx puis le mouvement ouvrier « révolutionnaire » mais aussi présent chez Sorel. La théorie du grand tout que constitue la classe (le prolétariat) développe certes des aspects modernes. En effet l’auto-reconnaissance opérée par la société est bien quelque chose de nouveau (c’est le siècle de l’invention du mot et de la discipline : sociologie). La société n’est pas l’Etat ni l’Eglise mais un nouvel être qui s’organise notamment autour du Travail. La société se produit donc, indépendamment du politique, des cercles traditionnels des notables etc Cette reconnaissance d’une auto-production, signe d’un processus de différenciation au sein du grand tout qu’est la communauté est bien dans la ligne de l’autonomie moderne et des ses qualités auto-poïétiques. Mais là encore : paradoxe. Sous ses aspects typiquement modernes l’imaginaire de la Classe ressortit profondément de l’hétéronome. Cet avenir radieux terrestre est largement emprunté aux millénarismes religieux récurrents en Europe (la parousie chrétienne). De plus, cette fusion organique au sein du prolétariat comme réponse à l’atomisation sécrétée ou mise en place délibérément par le Capital fleure bon le mythe de la communauté primitive.
Critique opérable de même avec le fascisme ou le nazisme centrés autour de la nation ou de la race comme idéologies holistes et comme réponse possible à la dislocation du lien social par le jeu même du devenir de la modernité, réponse engendrée elle-même largement sur des présupposés de cette même modernité. On voit donc à chaque étape jusque dans les années 1970 se confronter au sein même d’un univers de représentations les deux dimensions d’autonomie et d’hétéronomie.

3-Premier tome : « La révolution moderne » :
Dans le second tome (« La crise du libéralisme »), que nous ne résumerons pas ici, Marcel Gauchet va opérer un développement intéressant sur Edmund Burke. Le décrivant non pas comme un penseur des anti-Lumières mais comme un libéral plus circonspect. La thèse de Burke, on le sait, appuie sur le côté « émergent » des institutions. Pour lui, en politique, on ne peut, sans dommage, faire  table rase et démarrer ex-nihilo un système de normes nouvelles : on ne décrète pas. Sans récuser le nouveau (qui arrive forcément dans le cadre d’une pensée qui accorde aux hommes en totalité ou en partie la paternité de leurs œuvres historiques) Burke pense que la tradition bonifie les institutions, les sanctifie. Leur octroyant, dans le rappel de leur attachement au passé, une dimension historique, ce, dans le cadre d’une saine historicité. Pour Burke donc l’hétéronomie au sein du fondement du politique est une donnée indépassable.
Ce rappel à Burke au sein du tome II nous semble livrer une clé expliquant cette récurrence de la confrontation autonomie/hétéronomie constitutive de l’ approche généalogique du phénomène moderne par Marcel Gauchet. D’où la thèse qu’il énonce en incipit : « […] les structures de la société autonome s’éclairent uniquement par contraste avec l’ancienne structuration religieuse. » Mais la vertu de cette confrontation a plus que des valeurs explicatives…
Dans ce tome I , le monde désenchanté va donc faire l’objet d’une analyse non seulement génétique mais aussi structurelle, nous l’avons dit à l’aide de trois  composantes : l’ordre politique, l’ordre juridique, l’ordre historique.
Grâce à l’évolution de chacune de ces variables et de leurs interactions le lecteur va voir comment, alors qu’un état d’apogée semble être réalisé dans un de ces ordres, la crise va surgir des conséquences induites au sein des deux autres ordres. Par exemple, comment à cause d’une nouvelle conception de l’histoire, un système politique qui a atteint le stade du suffrage universel et du gouvernement représentatif, semblant indiquer par là une avancée sans précédent de l’imaginaire démocratique et libéral, va vaciller dans les années trente.
L’univers sacral et holiste va de toute manière d’une manière générale céder (tout en se maintenant sous certaines espèces…) à la conjonction « de l’orientation vers l’avenir, de la forme Etat-Nation et de l’individu de droit ».
Le facteur qui préside à cette démarche est le constat concernant la période  post-moderne et son paradoxe apparent : comment « la puissance réelle déserte la machinerie à mesure que ses rouages se perfectionnent » ? Après sa victoire inattendue sur les totalitarismes c’est dans le mouvement même s’appuyant sur les Droits de l’homme et qui lui permettait de surpasser ses adversaires que la société démocratique se disjoint d’elle-même : « La consécration des droits de chacun débouche sur la dépossession de tous. »
Mais Marcel Gauchet demeure une démocrate, il croit même en ce domaine à une fin de l’Histoire (la démocratie est, sinon un horizon indépassable, du moins le meilleur ou « acceptable »). Mais cette fin de l’Histoire n’est pas hégélienne au sens de la réalisation de l’Esprit devenu « pour-soi » c'est-à-dire en sa pleine maîtrise, accomplissant son essence rationnelle.
« Nous n’avons touché quelque chose comme un terme de l’histoire, [|…] que pour y trouver, non la maîtrise et la paix d’une pleine possession de nous-mêmes, mais l’inconnu d’une soustraction à nous-mêmes […] la déréliction festive des derniers hommes.».
Optimiste cependant, l’auteur envisage cette crise comme une crise de croissance. Si la crise est là c’est par un « affermissement inégal » des trois dimensions citées plus haut. Dimensions entraînées par la phase actuelle dans un triple approfondissement. En même temps exigence de plus grande participation au Public et accroissement de l’indépendance privée. D’autre part l’approfondissement de l’exigence du droit (pour le meilleur et pour le pire -juridisation des rapports sociaux et politiques) contrecarre les exigences de la dimension politique comme l’avènement d’une nouvelle historicité. Alors « cette démocratie satisfaite ne se gouverne pas ».
Nous avons bien là une impuissance. Impuissance qu’engendre la suprématie actuelle du Droit dans sa variante actuelle :l’idéologie des Droits de l’homme.Suprématie donc au détriment du politique (le collectif) et de l’historique (effacement de l’avenir au profit de l’actualité –voir tome II).
Le politique qui était le socle de l’unité collective est éclipsé au profit du principe d’individualité. D’où « un pouvoir sans contenu s’auto-célébrant dans le vide ».
Mais Marcel Gauchet ne renonce pas à son hypothèse d’une reprise par rééquilibrage des autres dimensions. L’enfermement dans cette primauté du Droit doit être surmonté pour « réintégrer l’objectif du gouvernement du devenir et les moyens du politique. »
Ce « challenge » n’est pas nouveau, cycliquement la démocratie a rencontré des obstacles.
Un réarmement du politique et une nouvelle historicité devraient nous sortir « hors de l’impasse des droits de l’homme et de la sacralisation du singulier. »
Face à la nation américaine Marcel Gauchet voit une « Europe des nations qui tourne le dos à la puissance et s’interdit les moyens du rôle auquel elle aspire. »
Et son « universalisme […] en expiation des horreurs du passé, l’empêche de se poser comme nation, tout en dissolvant les nations dont elle est composée. »
Pour Marcel Gauchet c’est le sort de la démocratie libérale au XXI° siècle qui s’y joue.
C’est peut être aussi celui de l’Europe et de l’Occident comme identité et comme forme au-delà de l’imaginaire de la démocratie…Alors il est urgent avec Gauchet de participer au réarmement politique de l’Europe

Dernière mise à jour : ( 26-01-2008 )

dimanche, 20 juillet 2008

Les idées politiques de Gustave Le Bon

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Les idées politiques de Gustave Le Bon

Source : Recension Les idées politiques de Gustave Le Bon, Catherine Rouvier (PUF, 1986) par Ange Sampieru, revue Vouloir n°35/36 (janv. 1987).

Né en 1841, mort en 1931, le docteur Gustave Le Bon est resté célèbre dans l'histoire des idées contemporaines pour son ouvrage historique, La psychologie des foules, paru en 1895. Pourtant, en dépit de plusieurs décennies de gloire, que Catherine Rouvier situe entre 1910 (date de la plus grande diffusion de son ouvrage) et 1931, année de sa mort, il erre depuis maintenant 50 ans dans un pénible purgatoire. Cette éclipse apparaît, au regard de la notoriété de Le Bon, comme un sujet d'étonnement. L’influence de Le Bon ne fut pas seulement nationale et française. Son livre fut lu, loué et utilisé dans de nombreux pays étrangers. Aux États-Unis, par ex., où le Président Théodore Roosevelt déclarait que l’ouvrage majeur de Gustave Le Bon était un de ses livres de chevet. Dans d'autres pays, le succès fut également assuré : en Russie, où la traduction fut assurée par le Grand-Duc Constantin, directeur des écoles militaires ; au Japon et en Égypte aussi, des intellectuels et des militaires s'y intéressent avec assiduité. Cette présence significative de Gustave Le Bon dans le monde entier ne lui évita pourtant pas la fermeture des portes des principales institutions académiques françaises, notamment celles du monde universitaire, de l'Institut et du Collège de France.

Un ostracisme injustifié

Le mystère de cet ostracisme, exercé à l'encontre de ce grand sociologue aussi célèbre qu'universel est l'un des thèmes du livre de Catherine Rouvier. La curiosité de l’auteur avait été éveillée par une étude sur le phénomène, très répandu, de la "personnalisation du pouvoir". Autrement dit, pourquoi les régimes modernes, parlementaires et constitutionnalistes, génèrent-ils aussi une "humanisation" de leurs dirigeants ? Ce phénomène apparaît d'ailleurs concomitant avec un phénomène qui lui est, historiquement parlant, consubstantiel : l'union des parlementaires contre ce que le professeur Malibeau nommait une "constante sociologique". De Léon Gambetta à Charles de Gaulle, l’histoire récente de France démontre à l'envi cette permanence. D'ailleurs les régimes démocratiques, à l'époque de Le Bon, n'étaient évidemment pas seuls à sécréter cette tendance. Les régimes totalitaires étaient eux-mêmes enclins à amplifier cette constante (Hitler en Allemagne, Staline en Russie). Après maintes recherches dans les textes devenus traditionnels (Burdeau, René Capitant) Catherine Rouvier découvrit l'œuvre maîtresse de Le Bon. Malgré les nombreuses difficultés rencontrées dans sa recherche laborieuse d'ouvrages traitant des grandes lignes de la réflexion de Le Bon, c'est finalement dans un article paru en novembre 1981 dans le journal Le Monde, double compte-rendu de 2 ouvrages traitant du concept central de Le Bon, la foule, que l'auteur trouva les 1ers indices de sa longue quête. En effet les 2 ouvrages soulignaient l’extrême modernité de la réflexion de Le Bon. Pour Serge Moscovici, directeur d'études à l'École des Hautes Études en Sciences sociales, et auteur de L'Âge des foules (Paris, Fayard, 1981), Le Bon apporte une pensée aussi nouvelle que celle d'un Sigmund Freud à la réflexion capitale sur le rôle des masses dans l'histoire. Il dénonce dans la même foulée l'ostracisme dont est encore frappé cet auteur dans les milieux académiques français.

Pour Moscovici, les raisons sont doubles : d'une part, "la qualité médiocre de ses livres", et d'autre part, le quasi-monopole exercé depuis des années par les émules de Durkheim dans l'université française. Et, plus largement, l'orientation à gauche de ces milieux enseignants [mode du freudo-marxisme]. Contrairement au courant dominant, celui que Durkheim croyait être source de vérité, Le Bon professait un scepticisme général à l'égard de toutes les notions communes aux idéologies du progrès. Les notions majeures comme celles de Révolution, de socialisme, de promesse de paradis sur terre, etc. étaient fermement rejetées par Le Bon. On l'accusa même d'avoir indirectement inspiré la doctrine de Hitler. Sur quoi Catherine Rouvier répond : pourquoi ne pas citer alors Staline et Mao qui ont, eux aussi, largement utilisé les techniques de propagande pour convaincre les foules ?

Une dernière raison de cet ostracisme fut le caractère dérangeant de la pensée de Le Bon. Son approche froidement "objective" du comportement collectif, le regard chirurgical et détaché qu'il porte sur ses manifestations historiques, tout cela allait bien à l'encontre d'un certain "moralisme politique". En associant psychologie et politique, Le Bon commettait un péché contre l'esprit dominant.

De la médecine à la sociologie en passant par l'exploration du monde...

Avant de revenir sur les idées politiques de G. Le Bon, rappelons quelques éléments biographiques du personnage. Fils aîné de Charles Le Bon, Gustave Le Bon est né le 7 mai 1841 dans une famille bourguignonne. Après des études secondaires au lycée de Tours, G. Le Bon poursuit des études de médecine. Docteur en médecine à 25 ans, il montre déjà les traits de caractère qui marqueront son œuvre future : une volonté de demeurer dans !'actualité, une propension à la recherche scientifique, un intérêt avoué pour l'évolution des idées politiques. En 1870, il participe à la guerre, d’où il retire une décoration (il est nommé chevalier de la légion d'honneur en décembre 1871). Paradoxalement, cet intérêt pour des sujets d'actualité n'interdit pas chez cet esprit curieux et travailleur de poursuivre des recherches de longue haleine. Ainsi en physiologie, où il nous lègue une analyse précise de la psychologie de la mort. Gustave Le Bon est aussi un grand voyageur. Il effectue de nombreux déplacements en Europe et, en 1886, il entame un périple en Inde et au Népal mandaté par le Ministère de l'Instruction publique. Il est d'ailleurs lui-même membre de la Société de Géographie. Et c'est entre 1888 et 1890 que ses préoccupations vont évoluer de la médecine vers les sciences sociales. Le passage du médical au "sociologique" passera vraisemblablement par le chemin des études d'une science nouvelle au XIXe siècle : l'anthropologie. Il rejoindra d'ailleurs en 1881 le domaine de l'anthropologie biologique par l'étude de l'œuvre d'AIbert Retzius sur la phrénologie (étude des crânes).

De cet intérêt est né la "profession de foi" anthropologique de Le Bon, consignée dans L'homme et les sociétés. La thèse principale de ce pavé est que les découvertes scientifiques, en modifiant le milieu naturel de l'homme, ont ouvert à la recherche une lecture nouvelle de l'histoire humaine. Le Bon utilise d'ailleurs l'analogie organique pour traiter de l'évolution sociale. Avant Durkheim, il pose les bases de la sociologie moderne axée sur les statistiques. Il propose aussi une approche pluridisciplinaire de l'histoire des sociétés. Mais, en fait, c'est l'étude de la psychologie qui va fonder la théorie politique de Le Bon.

Naissance de la "psychologie sociale"

En observateur minutieux du réel, le mélange des sciences et des acquis de ses lointains voyages va conduire Le Bon à la création d'un outil nouveau : la "psychologie sociale". La notion de civilisation est au centre de ses réflexions. Il observe avec précision, en Inde et en Afrique du Nord, le choc des civilisations que le colonialisme provoque et exacerbe. C'est ce choc, dont la dimension psychologique l'impressionne, qui mènera Le Bon à élaborer sa théorie de la "psychologie des foules" qui se décompose en théorie de la "race historique" et de la "constitution mentale des peuples". Rejetant le principe de race pure, Le Bon préfère celle de "race historique", dont l'aspect culturel est prédominant. Là s'amorce le thème essentiel de toute son œuvre : "le mécanisme le propagation des idées et des conséquences". À la base, Le Bon repère le mécanisme dynamique de la "contagion". La contagion est assurée par les 1ers "apôtres" qui eux mêmes sont le résultat d'un processus de "suggestion". Pour Le Bon, ce sont les affirmations qui entraînent l'adhésion des foules, non les démonstrations. L'affirmation s'appuie sur un médium autoritaire, dont le 'prestige" est l'arme par excellence.

Le Bon est aussi historien. Il trouve dans l'étude des actions historiques le terrain privilégié de sa réflexion. Deux auteurs ont marqué son initiation à la science historique : Fustel de Coulanges et Hippolyte Taine. La lecture de La Cité Antique, ouvrage dû à Fustel de Coulanges, lui fait comprendre l'importance de l'étude de l'âme humaine et de ses croyances afin de mieux comprendre les institutions. Mais Taine est le véritable maître à penser de Le Bon. Les éléments suivants sous-tendent, selon Taine, toute compréhension attentive des civilisations : la race, le milieu, le moment et, enfin, l'art. La théorie de la psychologie des foules résulte d'une synthèse additive de ces diverses composantes. Mais Le Bon va plus loin : il construit une définition précise, "scientifique", de la foule. L'âme collective, mélange de sentiments et d'idées caractérisées, est le creuset de la "foule psychologique". Le Bon parle d'unité mentale...

Un autre auteur influence beaucoup Le Bon. Il s'agit de Gabriel de Tarde. Ce magistrat, professeur de philosophie au Collège de France, est à l'origine de la "loi de l’imitation", résultat d'études approfondies sur la criminalité. La psychologie des foules, théorie de l'irrationnel dans les mentalités et les comportements collectifs (titre de la 1ère partie), offre à Gustave Le Bon une théorie explicative de l'histoire et des communautés humaines dans l'histoire. À travers elle, l'auteur aborde de nombreux domaines : les concepts de race, nation, milieu sont soumis à une grille explicative universelle.

Une nouvelle philosophie de l'histoire

Le Bon se permet aussi une analyse précise des institutions politiques européennes : ainsi sont décortiquées les notions de suffrage universel, d'éducation, de régime parlementaire. L'actualité fait aussi l'objet d'une approche scientifique : Le Bon analyse les phénomènes contemporains de la colonisation, du socialisme, ainsi que les révolutions et la montée des dictatures. Enfin, Le Bon traite de la violence collective au travers de la guerre, abordant avec une prescience remarquable les concepts de propagande de guerre, des causes psychologiques de la guerre, etc. Tous ces éléments partiels amènent Le Bon à dégager une nouvelle philosophie de l'histoire, philosophie qui induit non seulement une méthode analytique, mais aussi et surtout les facteurs d'agrégation et de désintégration des peuples historiques (plus tard, à sa façon, Ortega y Gasset parlera, dans le même sens, de peuples "vertébrés" et "invertébrés"). La civilisation est enfin définie, donnant à Le Bon l'occasion d’aborder une des questions les plus ardues de la philosophie européenne, celle que Taine avait déjà abordé et celle que Spengler et Toynbee aborderont.

G. Le Bon est un auteur inclassable. Profondément pessimiste parce que terriblement lucide à propos de l'humanité, Le Bon utilise les outils les plus "progressistes" de son époque. Il sait utiliser les armes de la science tout en prévenant ses lecteurs des limites de son objectivité. Observateur des lois permanentes du comportement collectif, Le Bon est un historien convaincu. Il comprend très vite l'importance, en politique, de la mesure en temps. L'histoire est le résultat d'une action, celle qu'une minorité imprime sur l'inconscient des masses. Il constate que cette influence des minorités agit rarement sur la mentalité, donc sur les institutions de ses contemporains. Il y a donc un écart historique entre l'action et la transformation effective du réel. L'élaboration d'une idée est une étape. La pénétration concrète de cette idée est l'étape suivante. Son application enfin, constitue une autre étape. Cette mesure au temps vaut au fond pour tous les domaines où l'homme s'implique. Dans l'histoire bien sûr mais aussi dans la science, dans le politique. Le grand homme politique est simplement celui qui pressent le futur de son présent. Il est la synthèse vivante et dynamique des actions posées par les générations précédentes. L'histoire du passage de l'inconscient au conscient est aussi à la mesure de ce temps. Les institutions et le droit sont les fruits de l'évolution des mentalités.

Au-delà des misères de la droite et de la gauche

Le livre de Catherine Rouvier a un immense mérite : comprendre, au travers de l'œuvre de Le Bon, comment l'histoire des idées politiques est passée du XIXe au XXe siècle. La multiplicité des questions abordées par l'auteur est le miroir de l'immense variété des outils de réflexion utilisés par Le Bon. Les idées politiques de Gustave Le Bon supportent mal une classification simplette. Si la droite libérale lance aujourd'hui une tentative de récupération de Le Bon et si la gauche continue à dénoncer ses théories, on peut déceler dans ces 2 positions, au fond identiques même si elles sont formellement divergentes, une même incompréhension fondamentale de la théorie de Le Bon. Les idées politiques de ce sociologue de l'âge héroïque de la sociologie, dont le soubassement psychologique est présenté ici, ne sont en fait ni de droite ni de gauche. La dialectique d'enfermement du duopole idéologique moderne refuse catégoriquement toute pensée qui n'est pas immédiatement encastrée dans une catégorie majeure. C'est le cas de Le Bon. Catherine Rouvier compare d'ailleurs, avec beaucoup de pertinence, cette originalité à celle des travaux de Lorenz (cf. Postface, p. 251 et s.). Le Bon exprime bien l’adage très connu de Lénine : les faits sont têtus...

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* Petites phrases :

  • "Nous sommes à l'époque des masses, les masses se prosternent devant tout ce qui est massif." Nietzsche, Par delà Bien-Mal, § 241
  • "La foule est plus susceptible d'héroïsme que de moralité." G. Le Bon, Aphorismes du temps présent
  • "La preuve du pire, c'est la foule." Sénèque, De beatam vitam
  • "Non, le mal est enraciné en chacun, et la foule placée devant l'alternative vie-mort crie "La mort ! La mort !" comme les Juifs répondaient à Ponce-Pilate "Barabas ! Barabas !" ". M. Tournier, Le Roi des Aulnes
  • "Une société de masse n'est rien de plus que cette espèce de vie organisée qui s'établit automatiquement parmi les êtres humains quand ceux-ci conservent des rapports entre eux mais ont perdu le monde autrefois commun à tous." H. Arendt, La Crise de la culture
  • "Il faut se séparer, pour penser, de la foule / Et s'y confondre pour agir." Lamartine
  • "La maturité des masses consiste en leur capacité de reconnaître leurs propres intérêts." A. Koestler, Le Zéro et l'Infini
  • "En fait, la plupart du temps, la masse les précède, leur indique le chemin en silence, mais d'un silence qui n'est pas moins efficace puisque c'est de leur capacité à savoir l'écouter que ces "grands hommes" tirent leur pouvoir." M. Maffesoli, La Transfiguration du politique
  • "Toute la publicité, toute l'information, toute la classe politique sont là pour dire aux masses ce qu'elles veulent." / "L'énergie informatique, médiatique, communicationnelle dépensée aujourd'hui ne l'est plus que pour arracher une parcelle de sens, une parcelle de vie à cette masse silencieuse." J. Baudrillard, Les Stratégies fatales